Fragmento de novela
La mañana debe seguir gris
De Silvia Molina
LIBREROS Y HALLAZGOS:
Migraciones culturales
Nos entregamos por un instante al instante,
por un momento dejamos de existir en todos los sitios
[donde nos recuerdan o donde nos olvidan
Relación de los hechos, José Carlos Becerra
En su primera novela, acreedora del Premio Xavier Villaurrutia en 1977, Silvia Molina recrea un romance con el poeta José Carlos Becerra a finales de 1969 en tierras londinenses, a donde ambos recién llegaban, ella como una joven estudiante y él con una beca para escribir mientras viajaba.
En las cercanías de San Vito de los Normandos, en Brindisi, Italia, el poeta tabasqueño tuvo un accidente de auto y murió a los 33 años en un peñasco frente al mar, tomó una curva a gran velocidad; era 27 de mayo de 1970.
Ante la brevedad, el arrobo y el desconcierto de este encuentro interrumpido, la protagonista ahonda en la experiencia de crecer, en la búsqueda de identidad y pertenencia. También le inunda la extrañeza de vivir lejos de lo conocido y de enfrentarse a la añoranza durante su convivencia con una cultura remota para una mexicana. Aquellas primeras andanzas de autonomía en el extranjero la llevan a rememorar además un curioso pasaje sucedido alrededor de 1960, cuando conoció en París a otro mexicano que más tarde sería un célebre artista. Pero eso no robaría la atención de la protagonista de La mañana debe seguir gris, sino la dueña de la casa que visitaba aquella tarde y cuya identidad bien podrá asociarse, al leer el siguiente fragmento, con cierta escritora de quien hemos hecho otro breve retrato en este mismo número de la revista y por quien la narradora de esta historia sintió una tremenda fascinación de niña, con la capacidad de asombro intacta…
“Vamos por Saint-Germain-des-Prés”, me dice. Al dar vuelta, dejamos atrás una vieja iglesia y docenas de cafés al aire libre: Les Deux Magots, el Flore, Sartre, Simone de Beauvoir. Por fin nos detenemos frente a una especie de privada como esas que hay en México, en el centro de la ciudad. Le dice al chofer que busque dónde esperarnos y entramos al edificio de junto. Me sorprende que su amiga viva en un lugar tan feo, tan viejo: Rue de la Grande Chaumière. Subimos por una escalera oscura hasta el segundo piso; todavía creo que hay una equivocación. Una señora rubia de tez colorada nos abre la puerta; descubro su altura y la ropa elegante. Pienso que es francesa, pero su voz de niña nos saluda en español, en perfecto español. No podemos sentarnos porque se acaba de cambiar y está todo tirado: cajas de cartón, libros, cuadros, ropa, ropa por donde quiera. Se disculpa por el tiradero; nos explica que el departamento era una ganga, que es antiguo. Veo el espesor de los muros porque insiste en que es lo mejor del lugar y no entiendo, sí que no entiendo nada. Se acerca su hija, mayor que yo, nos ofrece algo de tomar, a mí también, ¿te imaginas?
—¿Tú, qué quieres?
La señora de la voz delgada comienza a hablar de su lucha por los campesinos de Morelos. Yo no doy crédito, me tiene embobada. No le quito la vista de encima, como si fuera su palero. Entra un muchacho de tipo oaxaqueño; no sé si es el mozo. Dudo por la manera en que lo tratan. Pero nada, que va diciendo que es un artista, un magnífico pintor y que se lo han traído a París para que estudie pintura. Entonces sí que es mi máximo. Veo el desorden como parte de la decoración, como parte de su personalidad. Empiezo a descubrir las pequeñas cicatrices de su cara y me dan ganas de fumar. ¡Si supiera fumar lo haría como ella! Cuando estoy entrando a su mundo, mi tía se despide. Hago cara de que no me quiero ir. Me invitan a regresar cuando se me antoje, a que las acompañe, a poner algo de orden; y lo dicen sinceramente, lo siento, lo creo.
Paso dos semanas o tres deseando que mi tía, bueno, esa amiga de mi mamá, acuda a visitarlas. Como nada sucede, miento por la primera vez y lo haré otras tantas: “Mi amiguita de la escuela me invitó, déjame. Iré con cuidado”. Salgo a buscar la aventura. Hay algo en ese lugar que atrae, entusiasma, llama la atención y regreso varias veces. Siempre el mismo desorden, la ropa abajo y arriba de los bultos; pero han blanqueado esas paredes, la madera se ve brillante, ya se distingue a través de los vidrios la calle. Pero seguimos sentadas en el suelo. Me encanta ir porque todo lo que dice es divertido, aunque no conozca a los protagonistas de las historias. Todo lo que ella cuenta me hace reír: “Que a fulanito, nada menos que don Salvador, le tuvieron que dar su boleto de regreso a México al día siguiente de que llegó, ¿sabes por qué? Se subió a un elevador de esos transparentes que se mueven todos; tuvo miedo y bajó las escaleras pidiendo, ¿qué digo?, exigiendo su boleto. Que zutanito, tu mamá lo debe conocer, cerró anoche el Moulin Rouge; imagínate, todos persiguiendo a las del show. Estos mexicanos tan desgraciados. Menganito tan fino que aparenta, después del coctel de la galería, le puso una golpiza a la tonta de mi amiga. ¡Yo le hubiera puesto una demanda! Pero ella tan abnegada, tan pendeja, está esperando a ver a qué hora le pone la otra”. Estoy segura de que a ella le gustaba contarme todo eso porque yo la oía con verdadero interés, casi sin parpadear. A mí me gustaba ser tomada en cuenta, como adulto. Le importaba mi opinión, y cuando su hija le decía: “¿Para qué le cuentas esas cosas?”, ella le respondía que yo las entendía muy bien, que era muy inteligente. Qué quieres, José Carlos, me daba atole con el dedo a mí también. A veces me comentaba algo del Maestro; yo pensaba que eran amigos, pero nunca, ni por la imaginación me pasó que una vez hubieran sido marido y mujer.
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Si quieres seguir leyendo la novela y vas a la Biblioteca de México, en La Ciudadela, busca en la Sala General esta ficha: Silvia Molina, La mañana debe seguir gris, Programa México Lee, Conaculta/Cal y Arena, México, 2012.
También encontrarás una edición anterior de esta misma obra de Silvia Molina: SEP/Joaquín Mortiz, México, 1985, pero en el Fondo José Luis Martínez, que circunda el Patio de Escritores.
Para aquellas personas interesadas en la primera edición del libro (cuando se ganó el Premio Villaurrutia), el pie de imprenta es Joaquín Mortiz, México, 1977, cuyos ejemplares se encuentran en las bibliotecas personales de Alí Chumacero, Antonio Castro Leal, Carlos Monsiváis y José Luis Martínez; a todas ellas se accede por el Patio de Escritores. El Fondo Luis Garrido también cuenta con un ejemplar, que debe solicitarse al bibliotecario antes de las 2 de la tarde.