Portada del texto 'Renuncia y melancolía' por Claudia Sánchez Rod
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Renuncia y melancolía

LA CIUDAD Y OTROS DEMONIOS

Por Jorge Vargas Bohórquez   |    Mayo de 2025


Recordemos cómo vuela desinteresado el

colibrí, sin deseos de fundirse con la nada.


Carl G. Jung

Si fuéramos indiferentes ante la pérdida, no habría perpetuación. Viviríamos en un presente eterno y banal.


Un sudor de manos es premonición de que algo nos angustia o nos arroba. Los sueños donde no se vuela más suelen advertir que algo atribula al decaído corazón. Se presentan como un mapa bajo tierra para que el individuo escarbe y resuelva. Si el mal se ve muy superior, la ansiedad tiende a desencadenar la huida, la melancolía se funde con el follaje.

El paso por cualquier forma de pérdida supone un rompimiento con la realidad. El sufrimiento desencadenado puede, ante la ausencia del otro, acercase al delirio (delirare, salirse del surco) para justificar su falta o para rehusarse a ella. Sin embargo, ese desplazamiento libidinal hacia el fantasma de lo perdido es indispensable porque lo perdido expone su valía para quien sufre la pérdida. En la naturaleza, puede verse cómo la gacela queda un tiempo inconsolable ante la muerte de su cría, que ha sido asesinada por algún carnívoro. Sólo frente el apremio inevitable de continuar su camino para preservarse de los depredadores, se decide a abandonarla y huir.

Si ante las pérdidas los seres vivos fueran indiferentes, no habría posibilidades de perpetuación para ninguna de las especies. Se viviría en una suerte de presente eterno y banal. En los hechos, el sufrimiento es un incentivo biológico para evitar las pérdidas.

Lo perdido es envuelto por un devenir de certeza antes desconocida: la infinitud del tiempo.

Hannah Arendt solía decir que no se recuerda lo que estuvo y ya no está, sino que se lo representa en un montaje. En ese drama escenificado, el cerebro estaría programado para que el sufrimiento se autocontenga. En el ser humano y la gacela, las pérdidas deben ser superadas, la biología de la continuidad así lo determina. La diferencia entre la gacela y el ser humano es el tiempo que se toma cada uno en transitar ese camino.

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Cuando alguna pérdida se presenta en nuestras vidas, la realidad de ese algo que se consideraba propio, un hijo, una pareja o un padre, es arrancada del ámbito de pertenencia. En su lugar queda otra cosa. El otro puesto en escena. Mientras más perfecta es su representación, más devora el alma del Yo, pues la energía para su elaboración debe venir de algún lado. Freud lo decretaba así: la sombra del objeto ha caído sobre el Yo. Da inicio un estado que acabará instalándose como aflicción o melancolía. Lo perdido es envuelto por un devenir de certeza antes desconocida: la infinitud del tiempo.

La obligación de resolver el vacío que ha dejado la falta del otro radica en la propia necesidad de expresar la pulsión libidinal: la vida debe seguir. Todo se hace más simple y primitivo. El cerebro humano lo traduce a términos espirituales: reconducir el alma rota desde la consciencia de la insignificancia, pues la voluntad, que siempre nos aparta de lo esencial, revela su aparatosa inutilidad. Esa consciencia de nuestra insignificancia sólo la impone el objeto (lo otro).

Cuando en un descuido aparezca el nuevo objeto y calce con su reflejo, el deseo surgirá otra vez.

El duelo, así llamado por la feligresía de la salvación, clama por aceptar la pérdida sin más, desfigurando la centralidad que merece lo perdido y recolocando artificialmente al Yo en el cruce de todos los deseos por venir. Se convoca a abrazar la omnipresencia del deseo. La melancolía, en cambio, la niega, afirma la vida de lo perdido y hace del Yo satélite del otro, con razón: la gacela mira el cadáver de su cría, esperando que cobre vida; un amante rememora la risa amada en un solitario cine.

Freud, a pesar de su genio, establece la separación entre Duelo y Melancolía, cuando la melancolía está en la naturaleza de toda pérdida, pues lejos del ánimo por destruirnos, aparece para advertirnos que ser máquinas deseantes mata, y su renuncia, inevitablemente, martiriza. El retorno del deseo queda sujeto al paso del tiempo, no así el retorno del objeto, que es especular: cuando en un descuido aparezca el nuevo objeto y calce con su reflejo, el deseo clamará otra vez. Un viejo verso griego decía: O chrónos eínai pio dynatós apó ton Theó, el tiempo es más fuerte que Dios.

En lugar de tomar la información que se produce en plena melancolía, pues justo en los momentos de sufrimiento delirante aparece la lúcida caída en cuenta de nuestro soplo de insignificancia, se busca romperla con novedosas farmacopeas o con la terapia de las frases. Séneca a Lucilio en una de sus cartas: Humillarte o afligirte, te lo prohíbo.

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Hasta el siglo XVIII, la melancolía era vista como una cobardía. Hoy se la atribuye a una falla del cerebro. Ambas visiones hacen un corte porque no toleran que el individuo haya hecho simpatía con el sinsentido: la valía de lo perdido era tan grande como el propio Yo. Toda la enseñanza del sufrimiento radicó en la sabiduría de la renuncia al Yo como fusión con el objeto, aceptando el derecho del último a perpetuarse en su ser. Pero dicha renuncia no se aprende en un libro de virtudes, en una charla de TED, ni se monta como un rezo sobre el individuo. Ocurre en la biología de la vida, su contrario es cualquier catálogo de deseos. La renuncia final al otro, atravesado el camino de fuego, debería acabar en la descentralidad del Yo. El airado imperativo ha manuscrito su lugar desde los estoicos, no con los ascetas, siguió con San Agustín y acompañaba las caminatas de Kant en su intento por lograr la armonía moral, exigiendo al mismo tiempo la renuncia a su misterio. Paul Ricoeur también lo vio en el salmo de Job: amar a Jehová sin esperar recompensa. Sócrates al momento de beber la cicuta. Es decir, devolverle la contingencia al deseo y prepararlo para el indispensable corrimiento del Yo: No es contra mí que Dios ha fraguado esto. No soy el centro de esta perversidad.

La gacela debe cortar los lazos con el cadáver de su cría. En su inconsciente sabiduría biológica, dejará que el deseo hable a su hora y lugar nuevamente. Allí la siguiente pérdida vendrá cargada de sentido.






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Foto: Cortesía del autor

Narrador y ensayista, JORGE VARGAS BOHÓRQUEZ es también asesor en comunicación política y profesor universitario. Nació en Guayaquil, Ecuador, y reside en México desde hace treinta años. Ha publicado La Manada, El mecenas desconocido y ha colaborado en diversas antologías de crónica y en periódicos como La Jornada, unomásuno y El Nacional.