Portada del texto 'El desencanto de la inmortalidad' por Claudia Sánchez Rod
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El desencanto de la inmortalidad

o una ciudad para siempre

LA CIUDAD Y OTROS DEMONIOS

Por Claudia Sánchez Rod   |    Mayo de 2025

Todos, alguna vez, hemos querido alcanzar una ciudad o huir de ella. Algo nos aletea por dentro si escuchamos decir Atenas, Luxor, Alejandría, Jericó, Babilonia, Constantinopla, Tenochtitlán, París, Nueva York, Tokio…


El cuento más vertiginoso e inagotable de Borges, “El inmortal”, inicia con un epígrafe de Francis Bacon en el que refiere la sentencia de Salomón: “toda novedad no es sino olvido”, en otras palabras, aquello que nos parece nuevo es más bien una recuperación de los abismos del abandono. Esta primera idea es una introducción acaso furtiva a los paradójicos engranajes de la codiciada inmortalidad del ser, que, al final, toma un cariz no de regalo divino, pero sí de maldición aparentemente irrenunciable.

Uno de los elementos más visibles, reveladores y aciagos de este relato es, desde luego, la ciudad, porque la ciudad, entre otras cosas, es el constructo mejor acabado de la oficiosidad humana. Todos, alguna vez, hemos querido alcanzar una ciudad o huir de ella. Algo nos aletea por dentro si escuchamos decir Atenas, Luxor, Alejandría, Jericó, Babilonia, Constantinopla, Tenochtitlán, París, Nueva York, Tokio.

Hasta donde la ficción en “El inmortal” nos permite razonar, tenemos que Marco Flaminio Rufo, tribuno romano de una legión acuartelada en Berenice1 durante las guerras egipcias, decide atravesar una geografía funesta, luego de una desangelada victoria bélica y de su encuentro con un jinete moribundo que cae de su caballo y rueda hasta sus pies para preguntarle por “el río secreto que purifica de la muerte a los hombres”. Antes de la última exhalación, el jinete dice a Flaminio Rufo que en su patria —una montaña al otro lado del Ganges2— se sabe que quien camine hasta el Occidente y alcance la orilla del mundo llegará al río en cuyo cauce corren las aguas de la inmortalidad, y que todo aquel que beba un sorbo vivirá por siempre; le dice, además, que en la margen ulterior de aquel río se puede contemplar la magnánima Ciudad de los Inmortales.

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Los mauritanos, tras la interrogación del verdugo, refieren la llanura elísea en el último resquicio del mundo y las cumbres donde se origina el Pactolo.3 Flaminio Rufo se convence de que el jinete ha dicho la verdad. Se hace con un grupo de 200 soldados y unos cuantos mercenarios y parte desde Arsínoe,4 adentrándose en la profundidad inextricable del desierto. En su desolador periplo, el contingente atraviesa extrañas naciones como la de los trogloditas, los garamantes y los augilas; duerme de día y cabalga de noche; sufre de hambre, insolación y sed; recorre laderas, cumbres, valles y, mientras más avanza, más agota sus posibilidades de retroceder y salvarse. Los hombres de Flaminio Rufo comienzan a enloquecer, a morir o a desertar. Hay quienes se sublevan y planean matarlo. El tribuno huye del campamento con un puñado de soldados fieles, que pronto se extravía en el camino.

Flaminio Rufo, perdido en el desierto, se abandona al albedrío de su caballo y es alcanzado por una flecha. Pierde el sentido del tiempo y del espacio y, sin embargo, cuando toda esperanza ha muerto ya, logra divisar bajo la luz del alba una lejanía erizada “de pirámides y de torres”. La realidad se mezcla con una pesadilla interminable, donde el sol abrasa con su inclemencia todo rastro de vida.

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Inesperadamente, Flaminio Rufo despierta de aquella especie de mal sueño y se descubre tirado —y con las manos atadas a la espalda— en un nicho cavado en la pendiente de una montaña. La sed le ha consumido la voz. Logra asomarse y descubre un arroyo quieto y grisáceo al filo del declive y, del otro lado, distingue por vez primera la Ciudad de los Inmortales, imperturbable y resplandeciente: “Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una meseta de piedra”.

De alguna manera, Flaminio Rufo ha ido a recalar a la aldea de los trogloditas, un lugar cuya arquitectura se compone de nichos de piedra irregulares, excavados a lo largo del valle y de la montaña, que sirven de refugio a los moradores: hombres desnudos de piel cenicienta y barba desordenada, que se muestran indiferentes ante su presencia. En un último esfuerzo de supervivencia, Flaminio Rufo se tira por la pendiente con la intención de alcanzar el arroyo y apagar la sed que lo lacera. Hunde “la cara ensangrentada en el agua oscura” y bebe con avaricia de moribundo sin saber que en aquel arroyo triste corrían lánguidamente las aguas que concedían (o acaso infligían) la inmortalidad.

La luna y el sol pasan una y otra vez sobre el cuerpo de Flaminio Rufo sin que consiga volver a su caverna para resguardarse. Un día, logra por fin romper sus ataduras con el filo de una piedra. El anhelo de alcanzar la Ciudad de los Inmortales apenas lo deja dormir. Elige la hora más esplendente del día para partir. Cruza el arroyo impuro y se enfila hacia la urbe. Dos o tres repulsivos trogloditas le siguen en silencio. No es sino hasta la media noche que Flaminio Rufo alcanza la sombra de los muros y, ante ellos, experimenta “una especie de horror sagrado”. Se dispone a esperar el día para poder franquear la entrada de la metrópoli. Hasta aquí, aún no ha caído en cuenta de que se ha vuelto inmortal.

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Lo que sucede a continuación es el descenso de Flaminio Rufo a los sótanos del desencanto más amargo jamás imaginado por él, por el jinete moribundo que rodó a sus pies, por los soldados y por los mercenarios que lo acompañaron con un único propósito en mente: conquistar la inmortalidad. La paradoja de la vida eterna y sus consecuencias cobrará su inmisericorde sentido en cada rincón de aquella ciudad abandonada incluso por los dioses.

Tal como Flaminio Rufo describió, la urbe había sido erigida sobre una meseta de piedra parecida a un acantilado. Al amanecer, echa a andar rodeando los arduos muros en busca de una entrada, pero sus esfuerzos resultan vanos, por más que apura el paso no aparece ninguna puerta a la vista. De nuevo, la inclemencia del sol lo obliga a refugiarse en una caverna y es ahí donde descubre por azar un pozo con una escalera que desciende a la oscuridad total. Flaminio Rufo baja los peldaños y llega a un espacio compuesto por galerías cuya disposición no obedece a orden alguno y, finalmente, alcanza una enorme cámara circular con nueve puertas: ocho dan a un laberinto que lo devuelve una y otra vez a la cámara, pero la novena lo arroja a un siguiente laberinto que desemboca en una cámara distinta y así, hasta un aparente infinito. Flaminio Rufo pierde la cuenta de los días (o acaso meses) que ha vagado por aquellos hipogeos subterráneos. La ansiedad y el silencio casi total son sus únicos compañeros. Poco a poco se acostumbra a ese viaje a ninguna parte, en el que no existen las horas, las albas ni los crepúsculos, hasta que un muro le cierra el paso bruscamente y una luz cae sobre él. En el muro hay unos peldaños de metal que dan a la superficie, Flaminio Rufo llora de felicidad al ver el cielo púrpura. Ha salido por fin de aquella sombría maraña de piedra y ha llegado a la Ciudad de los Inmortales: “Fui divisando capiteles y astrágalos, frontones triangulares y bóvedas, confusas pompas del granito y del mármol…” […]. “Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fábrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la Tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio.”

La inmortalidad es campo fértil para el olvido, y en el olvido no hay posibilidades de construcción ni de permanencia.

Es aquí cuando Flaminio Rufo comienza a tomar conciencia del lado negro de la inmortalidad, no es, como creía el jinete moribundo, un remedio divino sino un anatema: “He mencionado las antiguas canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre se despeñó en la más honda; no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes de que le arrojaran una cuerda pasaron setenta años”. La inmortalidad no deja espacio para la memoria, el tiempo ni el significado de la vida. El hombre inmortal necesariamente se vuelve miserable y bárbaro, en su mundo reina el caos y el absurdo. La inmortalidad es una manera de morir una y otra vez, mientras que la mortalidad es una ventana a la vida eterna, aunque sólo sea como una ilusión transitoria. La inmortalidad es campo fértil para el olvido, y en el olvido no hay posibilidades de construcción ni de permanencia, porque la memoria es la única antorcha cuya luz alcanza a alumbrar el sentido de la vida.

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“Este palacio es fábrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos”, tales son las amargas impresiones de Flaminio Rufo luego de una primera indagación de aquella ciudad. Lo antiquísimo, lo interminable, lo atroz y lo insensato le infunden temor y repugnancia: “En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas” […]. “Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz.”

Estos son los paradójicos engranajes de la inmortalidad del ser humano, según Borges. Las consecuencias de lo interminable: un corredor sin salida, una ventana inalcanzable, una puerta que da a un pozo, una escalera hacia ninguna parte: una espiral eterna y carente de sentido. No hay lugar para lo novedoso, toda inventiva es una recuperación del olvido y nada más. Por eso los inmortales han abandonado la ciudad y se han refugiado en aquella aldea constituida por cuevas excavadas en la pendiente de la montaña. Por eso los inmortales se han transformado en repulsivos trogloditas atrapados en el laberinto de sus pensamientos. Por eso, al pasar el tiempo, Flaminio Rufo termina huyendo de aquel infausto mundo de los inmortales, saltando de siglo en siglo, olvidando su nombre y hasta su lengua materna, con un anhelo único: recuperar su condición de mortal.


1 O Berenice Troglodítica, actualmente conocida como Medinet-el Haras, fue un antiguo puerto marítimo egipcio, situado en la costa occidental del mar Rojo. [flecha]

2 El Ganges es un río internacional que nace en los Himalayas, atraviesa la India y desemboca en un gran delta que comparte con el río Brahmaputra, en Bangladés, y el río Meghna, en Chandpur, en la bahía de Bengala. Mide unos 2,500 km. [flecha]

3 El Pactolo es un pequeño río ubicado cerca de la costa egea de Turquía, cuyo cauce atraviesa la antigua ciudad de Sardes y desemboca en el río Gediz, o antiguo Hermo. [flecha]

4 Una antigua ciudad ubicada en el extremo norte del golfo de Heroopolite (golfo de Suez), en el mar Rojo. [flecha]







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Foto: David Quintero

Narradora y traductora, CLAUDIA SÁNCHEZ ROD ha publicado La marta negra, Me dejaste puro animal inexistente y antologías de poesía y cuento; ha obtenido el Premio Internacional de Narrativa Ignacio Manuel Altamirano y el Premio Iberoamericano de Cuento Ventosa-Arrufat / Fundación Elena Poniatowska Amor. Colaboró en la revista argentina Lamás Médula, el Periódico de Poesía de la UNAM y otras publicaciones en España y EU. Coedita la revista Biblioteca de México: De Ciudadela a Vasconcelos.