Portada del texto 'La ciudad de cristal' por José Agustín Solórzano
Foto: Pzaxe

La ciudad de cristal

Una muerte es todas las muertes y todas las historias

LA CIUDAD Y OTROS DEMONIOS

Por José Agustín Solórzano   |    Mayo de 2025


Aún no había cumplido cinco años, pero ya entendía

que el mundo se componía de dos reinos, el visible y

el invisible, y que las cosas que no podían verse eran

con frecuencia más reales que las que se veían.


Paul Auster

La literatura es siempre un pretexto para otra cosa. Cualquier tontería es mejor que ser un único hombre en una única ciudad pensando en una sola cosa obsesivamente: la muerte.


Nada era real, excepto el azar. Esa frase venía hacia a mí una y otra vez mientras regresaba a casa con las cenizas de mi madre. La ciudad estaba semidesierta: eran las seis de la tarde de un martes nublado que no se decidía a llover o a permitir que el sol mostrara abiertamente su desenlace. Un par de trozos de oscuridad se colaron con nosotros cuando abrimos la puerta de la casa y comenzamos lo que la gente llama “El duelo”. Mi mujer y yo queríamos descansar de un día larguísimo que comenzó a la una de la mañana, cuando ella encontró a mi madre en una posición absurda —un cadáver es siempre absurdo—: muerta, desnuda, entre la cama y el suelo; en una forma que no alcanzaba ni de lejos la perfección con la que todos imaginamos nuestra propia muerte. Era más bien una especie de chusco origami hecho con el cuerpo. Me habló, mi día comenzó con el grito de: “Tu mamá se cayó de la cama”. Nada más lejos de la realidad.

1. El cuerpo seguía pendiente, como ya lo dije, entre el suelo y la cama. Lo más cercano al suelo era el dedo medio de la mano izquierda de Carolina. No se había caído de la cama, si acaso la frase correcta hubiera sido: “Tu mamá quedó quieta a mitad de la caída”.

2. Mi madre no cayó, ni caería. Aquello a lo que reacomodamos en la cama ya no era mi madre: un cuerpo con un par de ojos abiertos llenos del terror que deja morirse sin saber qué viene después. En todo caso la frase correcta hubiera sido: “Algo que ya no es tu mamá intentó caer sin éxito”.

El último fracaso.

Luego vinieron las llamadas a la funeraria, a mi suegra, el levantamiento del cuerpo por parte de dos tipos que intentaban fingir cierta humanidad que un recién huérfano como yo no entendía. Trámites, dar vueltas por la ciudad mientras, al mismo tiempo, daba vueltas dentro de mí mismo. Volver a casa con la frase Nada es real, excepto el azar en la cabeza.

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Foto: Galyna Tymonko

Antes de googlearla pensé que debería pensar en ella, conjurarla. Pero algo había cambiado y no era sólo que Carolina hubiera muerto; la ciudad ya no era la misma. Cuando uno imagina una ciudad (cierra los ojos, imagina una ciudad, cualquier ciudad), ve un conjunto de casas, de edificios y calles, luces (¿qué tienen en común tu ciudad y la mía?); esos edificios tienen ventanas y en las ventanas iluminadas imaginamos rostros, alguien desde el otro lado mira hacia la ciudad que estamos creando con nuestra imaginación (¿existe esa gente?, ¿qué miran ellos desde el otro lado?). Un día esas luces se apagarán, un día aquella ciudad se quedará vacía y las ventanas serán sólo ventanas y las calles sólo eso y la ciudad ya no será ciudad porque nadie habitará en ella.

Estaba cansado y fui a dormir sin haber buscado aquella frase. Nada es real, sólo cerré los ojos y soñé. Sólo el azar.

Olvidé la frase. Olvidé la metáfora de la ciudad que nunca comencé a entender. Escribí una decena de cuartillas sobre la muerte, seguí en eso que la gente llama “El duelo”. Y de pronto venían a mi cabeza otras frases, otros versos, pero ya no aquel.

El mapa de nuestras decisiones nos lleva a lugares insólitos.

Tres meses después recibí la llamada de un número equivocado. El timbre sonó tres veces antes de que pudiera contestar. Estaba aburrido, las tres de la tarde es una buena hora para llamarme si buscan que responda. He gastado mi tiempo con empleados del banco, agentes de seguros, estafadores y hasta viejos amigos que llaman para ofrecerme participar en el Festival Internacional de Poesía del Municipio de Nadiesabedondechingados. Contesté:

—Sí, diga.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes.

—¿Hablo con José Agustín Solórzano?

—No, número equivocado.

—Una disculpa.

En cuanto colgué pensé, paralelamente, en varias cosas:

1. El azar. ¿Cuál era la probabilidad de equivocarse al marcar un número telefónico? Bastante, a fin de cuentas, un solo dígito mal escrito de los diez que conformaban el número bastaba para llamar a Adán Valparaíso en lugar de a un tal José Agustín.

2. Quién diablos era Agustín Solórzano.

3. Que debí mentir: Sí, soy yo, dígame, en qué puedo servirle. A fin de cuentas: un hombre es todos los hombres y todas sus historias.

Me entretenía en pensamientos como estos cuando el celular vibró de nuevo. El mismo número. No dudé en responder, decidido a dejar de ser Adán Valparaíso por un momento.

—Sí, diga.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes.

—¿Hablo con José Agustín Solórzano?

—Para servirle.

—Un gusto, te llama Dania Mejía, de la revista Biblioteca de México. Estuve leyendo tu última novela: Taller de literatura, y nos gustaría que colaboraras con nosotros en nuestro próximo número dedicado a la ciudad y sus demonios, específicamente nos gustaría que escribieras sobre la obra de Paul Auster.

—Sería un placer.

—¿De verdad?

—Sí, ¿por qué no?

—No lo sé, José, sólo que todo fue muy rápido.

—¿Tendría que ser más lento?

—No, es decir, no has preguntado más.

—¿Qué debería preguntar?

—No sé: cuál revista es ésta, el número de cuartillas, si es impresa o digital, cuánto vamos a pagarte, incluso, quién es Paul Auster.

—¿Cuánto van a pagarme?

—Nada.

—Me lo imaginé.

—Bueno, hay un pago simbólico.

—¿Qué significa eso?

—Es decir que es un pago, pero muy poco; casi nada.

—¿Cuánto es?

—No lo sé, unos trescientos menos impuestos.

—Entonces son reales.

—¿Cómo?

—Sí, dijiste que era un pago “simbólico”, pero trescientos pesos menos impuestos es algo real, no simbólico.

—Ah, ya.

—…

—¿Entonces, Agustín?

—Ya te lo dije, Dania. Sería un placer.

—Excelente.

—Excelente.

—Bye.

“Sería un placer”, le dije a Dania. Pero no me refería a escribir un artículo sobre Auster, lo que iba a ser un placer sería ser alguien más, dejar de ser Adán Valparaíso un par de horas, mientras escribía sobre la ciudad de cristal de un neoyorkino que murió apenas hace unos meses. La literatura es siempre un pretexto para cualquier otra cosa: salir en las revistas, vivir en un cuerpo prestado, conseguir un par de tetas, alcoholizarte hasta el hartazgo en eventos culturales. Cualquier tontería es siempre mejor que ser un único hombre en una única ciudad pensando en una sola cosa obsesivamente: la muerte.

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Foto: Elena Gurova

Corrí hacia mi biblioteca (lo de correr es más bien un recurso literario) y busqué los libros de Auster que recordaba haber visto. El cementerio de papel me recibió con un abrazo de polvo: Tombuctú, La trilogía de Nueva York y 4321. Me senté en el suelo y comencé a hojear la trilogía, hacía más de quince años que no la leía. Recordaba aquella llamada, escuché, mientras avanzaba en la primera página, esos tres timbres antiguos, provenientes de uno de esos teléfonos fijos que hoy ya no existen. Me imaginé a Quinn, echado con la nuca sobre el sofá, cuando pudo pensar en las cosas que le sucedieron y llegaría a la conclusión que yo estaba leyendo en estas hojas: que nada era real excepto el azar.

Volteé a mirar la foto de mi madre muerta. Quien desde el pasillo observaba a su hijo, el único, sentado sobre el suelo con un libro abierto sobre las piernas, como cuando niño, mirándola desconcertado.

Estuvo en este libro todo el tiempo. Fue Quinn quien llegó a esta conclusión, Paul quien lo escribió y José Agustín quien tuve que ser para encontrarla. El mapa de nuestras decisiones nos lleva a lugares insólitos. Cerré la novela y me puse de pie con más vértigo que si estuviera en lo alto del Empire State.

El GPS sabía dónde estaba, pero lo que nadie sabía era quién era yo y por qué el azar me mostraba este trozo de mundo.

No supe qué más hacer en ese momento, salí de casa con la promesa de perderme. Subí al auto y estuve conduciendo por alrededor de una hora. Es difícil extraviarte cuando conoces las calles y las esquinas, los bares y las cicatrices de la ciudad. Me estacioné cerca de un puesto de periódicos y compré un Lucky Strike suelto. Lo encendí y caminé hasta que poco a poco se fue consumiendo. Tanto yo como el GPS de mi celular sabíamos exactamente dónde estaba, pero lo que nadie sabía en ese momento era quién era yo y por qué el azar me estaba mostrando este trozo de mundo.

Paul Auster murió el 30 de abril de 2024, de cáncer de pulmón, a los 77 años. Mi madre moriría treinta y cuatro días después, totalmente inmovilizada a causa de la demencia, a los 77 años. Ella fumó en toda su vida los mismos cigarrillos que los libros que leyó: ninguno. Paul leyó y fumó lo que le dio la gana, ambos están muertos, ambos dejaron una ciudad oscura a sus espaldas. Con la gente mueren sus ciudades. Era hora de volver a casa, tiré la colilla del Lucky en el pavimento y caminé de vuelta al auto.

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Foto: Virtos Media

Toda la noche estuve releyendo Ciudad de cristal, apuré las primeras doscientas páginas de 4321 y bebí doce latas de cerveza. Desperté entumido en el sillón individual de mi sala de estar. El teléfono sonó, no eran ni cerca de las tres de la tarde pero decidí contestar:

—Sí, diga.

—Hola, José.

—¿Olvidaste algo?

—No entiendo.

—Estuviste en casa de Ricardo Almanaque ayer, me dice que te fuiste bastante borracho y dejaste un montón de hojas manuscritas ahí.

—¿En serio?

—Creí que podían ser importantes. Ricardo dice que mencionan a Auster, especialmente repites una frase sobre el azar. Está bastante emocionado con lo que leyó. Espero sea el artículo que preparas para nuestra revista.

—Definitivamente lo es. Pienso enviártelo hoy por la noche. Podrías recordarme la dirección de Ricardo, estaba demasiado borracho, lo siento, no la recuerdo.

—Claro, te mando la ubicación por whats.

La casa de Ricardo era la parte superior de un dúplex de Infonavit, lo que quiere decir que el tal Ricardo rentaba un espacio de cinco por cinco metros, donde apenas cabían él y sus dos gatos: un pedazo para el arenero y otro para la cama. Olía a mierda y a ron.

Richi seguía borracho y me recibió como si me conociera. Mi Agus, me dijo, dejaste tu artículo, es una chulada, mi rey. Una chu-la-da. Pásale, papi. Caminó rumbo al colchón que le servía de estudio y recogió dos hojas arrugadas, me las restregó en la cara junto con su aliento de Diógenes contemporáneo.

Lee, cabrón, lee, me insistió:

El azar, el mapa austeriano de la ciudad de cristal

La ciudad se resume en la historia de cualquier ciudad escrita en la portátil de cualquier tipo que en este caso soy yo leyendo sobre la ciudad que escribió Paul Auster en otra ciudad que no es ésta pero es la misma

—Quíhubole, papi chulo. Te la rifas. Potente el inicio.

—Preferiría dejarla ahí, Ricardo.

Estaba un tanto desorientado. El tipo que tenía enfrente parecía no ver la diferencia entre su amigo Agustín y yo. Doblé las hojas y las guardé en una de las bolsas de mi saco, intenté despedirme:

—Tengo que irme. Ya sabes, debo terminar el artículo.

Pero Rodrigo no escuchaba. Su voz venía de otro mundo:

—Te lo dije, rey, acepta escribir el artículo. El mejor deal del año, mil dólares por hacerte pasar por un escritor consumado. Sepa la chingada quién sea Alejandro Serratos, pero a güevo que tú escribes mejor que ese vato.

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Foto: Cor van der Waal

Lo dejé hablando solo. Salí del dúplex, bajé las escaleras y una vez en el auto respiré hondo antes de darme cuenta de que por primera vez hacía mucho tiempo me sentía perdido en esta ciudad. Vi la palma de mi mano intentando encontrar un punto al cual anclarme.

Encendí el motor y avancé. Pensé en mi madre, en las cenizas de mi madre. La ciudad era un espejo roto y se acercaba hacia mí mientras conducía. Las instrucciones del GPS eran claras y legibles, indicaban el camino a casa. Yo no reconocía aquella ruta, pero en ese momento no sabría reconocerme a mí mismo.

Llegué a la ubicación marcada. No podía describir un lugar que podría ser cualquiera. Entré y me esperaba, cómoda, una silla frente a una laptop encendida que me ofrecía el teclado como imagino que Zeus ofreció la piedra a Sísifo. Comencé a escribir aquel artículo que había prometido a nombre de un tal José Agustín y que éste a su vez escribiría hurtando el nombre de Alejandro Serratos.

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Foto: Hennadii Naumov

No pensaba en el pago simbólico, ni en los mil dólares, tampoco en la fama o en la locura que todos los humanos cargan dentro como un explosivo. Pensaba sólo y obsesivamente que lo único que me interesaba de las historias que escribo no es su relación con el mundo, sino su relación con otras historias.







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Foto: Edgardo Leija

Poeta, narrador y ensayista, JOSÉ AGUSTÍN SOLÓRZANO (Valle de Santiago, Guanajuato, 1987) es autor de las novelas Ciudad en blanco, Rompecabezas y Taller de Literatura (Premio Nacional de Novela Joven José Revueltas); de Cuaderno de ensayo (Premio de Ensayo María Zambrano), Mil y un males de los libros (Premio Nacional de Ensayo Magdalena Mondragón), La ignorancia de los lectores (mención en el Nacional de Ensayo Joven Tierra Adentro); sus poemarios son Estos poemas culeros que son lo menos culero que tengo, Ni las flores del mal ni las flores del bien (Premio de Poesía Carlos Eduardo Turón), Monomanía del autómata, Dos versiones del libro que no escribí y Versos, moscas y poetas (Premio Michoacán Ópera Prima). Obra suya forma parte de diversas antologías nacionales e internacionales.