Manhattan: la ciudad de afuera
Paralelismos entre Ground Zero y el terremoto de 2017
LA CIUDAD Y OTROS DEMONIOS
Por Sara Camhaji   |    Mayo de 2025
La contemplación de la vida se sostiene en su pura posibilidad.
Ahora soy una mujer biónica. Lo que voy a contarte tiene algo de ciencia ficción: héroes, metamorfosis y el lado oscuro de la resiliencia. Es mayo de 2021 en Manhattan, y la razón de mi presencia aquí es un trasplante de células T para sobrevivir a un linfoma de alto grado.
Estoy en el piso 10, cuarto 245 del Hospital Weill Cornell. Las paredes de color crema gastado son mi horizonte, junto con la máquina que no deja de sonar, monitoreando cada uno de mis signos vitales. Una camilla ajustable, un trípode con suero y quimioterapia, un reloj de pared y el sillón color arena son los elementos móviles de mi entorno. Hay una ventana. Desde ese rectángulo insonorizado, el East River y las chimeneas de Long Island City me recuerdan que Manhattan sigue afuera, impávidamente viva.
El personal hospitalario es diverso, como en toda Nueva York. Entre las enfermeras que me visitan, Sockeye es mi favorita. De origen nigeriano, con blusas coloridas bajo el uniforme y un chongo que envuelve sus trenzas en mascadas de seda, se mueve con gracia. Su perfume es inconfundible.
It’s Channel, baby, me dice cuando lo comento.
Por las mañanas, ponemos la playlist “Goodvibes” que me mandaron mis mejores amigos. Mientras ayuda a vestirme, ella canta conmigo el dúo de Marvin Gaye con Diana Ross:
Ohhh, you are everything, and everything is youuuuu.
Sockeye tiene dos hijos, igual que yo. Me muestra sus fotos desde el celular en la isla Roosevelt, un lugar al que les gusta ir a andar en bici o tomar el camión rojo de dos pisos. Al ver los portarretratos de mis hijos, sonríe.
There are many places to take the kids once you are out.
El Four Freedoms Park en Roosevelt Island es descrito por ella como un espacio fuera del tiempo. Durante mi estancia en el hospital, escucho a Sockeye hablar varias veces sobre él y me aferro a la idea como a una promesa de algo más allá de esas paredes. En mi imaginación, la descripción de la estructura simétrica de Louis Kahn se alza como un faro para mi cuerpo enfermo, un santuario en el que, al menos por un momento, la contemplación de la vida se sostiene en su pura posibilidad.
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En el parque donde los árboles se alinean con precisión, las palabras grabadas en mármol proyectan una resonancia que desafía la desaparición por el paso del tiempo. Sockeye describe cómo, al estar ahí, uno siente la verdadera intención del parque: abrir un espacio para la quietud, para respirar hondo en medio de la ciudad más ajetreada del mundo, para hacer una pausa y recordar las libertades fundamentales, más que como ideas abstractas, como algo por lo que vale la pena luchar, especialmente en nuestra cotidianidad.
Manhattan sigue afuera de mi ventana.
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En el hospital intento ver mi estancia como un internado, no como una condena. A veces, en medio de la enfermedad, surgen momentos místicos. El cuerpo debilitado entiende más allá de lo literal; se agudizan los sentidos y, aunque hay una sensación de naufragio, también hay una oportunidad de pausar para asumir la realidad y anhelar lo que damos por sentado. Sockeye lo comprende. Sabe que no puede traerme comida diferente, pero repasa conmigo las recetas que quiero probar, como el okra, tan popular en su país, y que solía cocinar también mi abuela. Sockeye se siente orgullosa de su trabajo como enfermera oncológica, una especialización demandante. Aunque toda su familia sigue en Nigeria, viaja a verlos cada que tiene vacaciones.
Mi familia y yo viajamos a Nueva York en busca del tratamiento médico que me diera una nueva oportunidad. Llegamos un día antes de la toma de posesión de Joe Biden, temiendo que cerraran las fronteras y que, por el incremento de casos durante la pandemia, el estado de emergencia sanitaria nos dejara atrapados. La ciudad se sentía tensa en medio de una de las peores tormentas de nieve de los últimos diez años.
It was like 9/11, recuerda Sockeye.
Comentamos el sonido de las sirenas que no cesaba de escucharse, como un eco del trauma de hace veinte años que aún persistía. Insomnio, crisis de pánico, ansiedad generalizada. El desconcierto y el desconsuelo por las pérdidas permeaban el ambiente y, a la vez, coincidimos en que había un espíritu de unión, de colaboración: una familia en Brooklyn nos prestó su casa durante tres semanas, aun sin conocernos. Desde su sala, veíamos la Estatua de la Libertad.
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En el entorno hospitalario sucedía algo similar. Paramédicos, enfermeras, asistentes, arriesgaron sus vidas con un sentido de heroica valentía. Tanto en la pandemia como en el atentado del 9/11 hubo un enorme involucramiento profesional y ciudadano durante la emergencia. Y aun así, pocos conocen las secuelas que traen los eventos de esta magnitud. Sockeye me cuenta que tras el episodio de las Torres Gemelas, ella atendió a muchos pacientes que desarrollaron enfermedades como consecuencia de la exposición a escombros. En específico, dado que ella es una enfermera oncológica, ciertos tipos de cánceres de sangre: leucemias, linfomas no Hodgkin, mielomas. Los materiales tóxicos de los residuos, al ser inhalados, dejaron estragos en los sobrevivientes de Ground Zero y parecen seguir apareciendo hasta la fecha.
Mis síntomas de linfoma comenzaron tras el terremoto de 2017. Vivíamos en la colonia Condesa, una de las más afectadas dentro de la Ciudad de México. El día del temblor, salí de mi casa tambaleándome por las escaleras. La prioridad era mi hija, que estaba en el kínder. Las calles eran un caos, había olor a gas. La fachada del edificio donde estaba la escuela se había desprendido. De pie ante la incertidumbre por la vida de los niños, sentí un hormigueo eléctrico en la columna, como si fuera a desmayarme. Salimos de ahí con lo puesto.
En los meses que siguieron, mi salud se deterioró significativamente; tenía una fatiga constante, escozor en piel y ojos, y una tos persistente. Tenía mal aspecto. Salir a la calle representaba un reto para mí, pues varios edificios a la redonda del nuestro se encontraban en proceso de demolición. Respirar era doloroso.
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Mientras escuchaba a Sockeye hablar de las secuelas de salud que dejó el 11 de septiembre, mi mente no pudo evitar regresar a los días posteriores al terremoto de 2017, cuando mi cuerpo comenzó a manifestar señales de que algo no andaba bien. Las experiencias parecían coincidir de manera inquietante: la exposición a los residuos tóxicos, el deterioro de la salud que se desarrollaba lentamente. Lo que había sucedido en Nueva York años atrás encontraba un eco profundo en mi historia, y me obligaba a reflexionar sobre el impacto invisible de esas crisis en nuestro bienestar a largo plazo. Sockeye mencionó que, aunque los médicos lo denominan “razones multicausales”, ellos vieron cómo las enfermedades relacionadas con el 11 de septiembre fueron consecuencia de la exposición prolongada a escombros tóxicos como el benceno, metales pesados y otros compuestos cancerígenos.
Vivir en una ciudad tan dinámica y, a la vez, tan frágil frente a desastres naturales me llevó a experimentar en carne propia los efectos insidiosos de los residuos de construcciones derrumbadas. Estos materiales, invisibles para la mayoría de nosotros en medio de la urgencia de la reconstrucción, sin duda dejan un rastro persistente y potencialmente peligroso en la salud de quienes estamos cerca. Las partículas de polvo, el cemento, los metales y otros contaminantes se infiltran no sólo en el aire, sino en nuestros cuerpos, causando daños que podrían manifestarse mucho tiempo después. Y así como el 11 de septiembre dejó un legado de cánceres, linfomas y enfermedades respiratorias, me pregunto cuántos de nosotros hemos pagado el precio con nuestra salud después del terremoto.
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Junto con otras posibles causas, el paso del tiempo, los trastornos del terremoto y los efectos de la toxicidad me llevaron a un momento crucial: estar encerrada en una habitación de hospital, enfrentándome a mi vulnerabilidad y a la incertidumbre sobre mi propio futuro. Todo lo aprendido durante las crisis colectivas se redujo, para mí, a un espacio de 32 días en el que la lucha se volvió íntima, personal. Las grandes lecciones sobre la resistencia de una ciudad y sus habitantes, sobre el cuidado y el olvido, se reflejaron en mi día a día, mientras el mundo exterior se reducía al paisaje que podía vislumbrar desde la ventana, las conversaciones con Sockeye y las fotografías de mis hijos. Sentada en el reposet, vi cómo los vientos arrugan el agua y, a pesar de sus deseos de aplanar la superficie, el oleaje sigue su curso. Los buques cargueros dejan estela. Hay otras señales de que la vida se abre paso y no va a detenerse. Sí, la muerte corteja por agua, por tierra, en un cuarto aislado, en la ciudad, en el planeta; y, sin embargo, la pérdida más difícil es el renacimiento, no la muerte. Lo sé. Yo también dejé una piel allí.
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La narradora SARA CAMHAJI es docente y artista multidisciplinaria. Tiene dos libros de poesía publicados: Maleza (Alboroto, 2022) y No tomes fotos del paisaje, toma retratos y, si quieres, pon una vista de fondo (Elefanta, 2023, link: https://www.notomesfotosdelpaisaje.com/es). Ha colaborado en el Periódico de Poesía de la UNAM, Ayin Press, Moment Magazine, Suplemento cultural Laberinto, Fence Magazine. Fue becaria de Asylum Arts (2018) y artista en residencia de Peleh Found, en Berkeley California (2023).