Portada del texto 'El lenguaje es un virus del espacio exterior' por Betty Bitter Bow
Foto: Aliaksandr Marko

El lenguaje es un virus del espacio exterior

LA CIUDAD Y OTROS DEMONIOS

Por Betty Bitter Bow   |    Mayo de 2025


Cuando estás abajo,

en un agujero,

las estrellas se pueden comer,

cocidas en un inmenso

plato de sopa.

Los ojos mienten, las manos no.


Carlos Zanón

No había una manzana verde, pero había un vaso de ginebra. No había una ballesta, pero sí una pistola. No había un Guillermo Tell, pero había un William S. Burroughs.


Una huida incansable hacia el abismo, una aguja clavada en lo más alto de la noche, un revólver temblando en el buró: esas fueron sus cartas credenciales. Vine a la colonia Roma a buscar el apartamento donde vivió William S. Burroughs, en sus tiempos de la Ciudad de México; quería revivir –para mí– el recuerdo de la tarde en que mató a Joan Vollmer Adams, su mujer.

El otoño recién había entrado y la llovizna no paraba de caer. Llegué al número 122 de la calle Monterrey y lo que encontré fue un edificio anodino, de fachada decadente; no había ni rastro del mito fraguado aquel 6 de septiembre del año 1951, cuando la sangre de Joan corrió por el piso y manchó la suela de los zapatos de Burroughs, y él comenzó a metamorfosearse en un oscuro brujo de las palabras.

Me senté en la banca de la parada del autobús para preparar mi libreta de notas. Los árboles formaban una lluvia de hojas con el viento. Miré de nuevo el edificio, no tenía la menor intención de entrar ni de llamar a la puerta del número diez, de sobra sé que las mujeres que ahora viven ahí no permiten el acceso a nadie. En realidad, lo que quería era hacerme una idea de los pasos que siguió Burroughs cuando los paramédicos se llevaron a Joan en la ambulancia, con la cabeza perforada por la bala y los ojos a punto de vaciarse para siempre.

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Foto: Sommai Damrongpanich

Alguna vez leí que esa noche él vagó por los alrededores de la Cruz Roja de Polanco, totalmente borracho, esperando saber de su mujer, quien, mientras tanto, emprendía en solitario su viaje a la muerte. Quizá los demonios del alcohol le dejaron un nido de avispones en su gastado corazón de drogadicto, o quizá sólo dijo adiós a Joan en el silencio de las calles y comenzó a sentir que el lenguaje era un virus del espacio exterior.

Horas antes, en el departamento aquel, los dos bebían con los amigos y reían y brindaban por aquella libertad que se habían construido ellos mismos y que engullían a grandes cucharadas cada día. Y fue él, ¿o fue ella?, quien decidió de pronto probar su puntería a lo Guillermo Tell: no había que inclinarse a reverenciar a nadie, como Tell, pero había una cantidad inagotable de alcohol y droga corriendo por las venas de esa fiesta. No había una manzana verde, pero había un vaso lleno de ginebra. No había un hijo en cuya cabeza poner la manzana, pero sí una esposa. No había una ballesta, pero sí una pistola. No había un Guillermo Tell, diestro saetero de infalible puntería, pero había un William S. Burroughs, amante de las armas desde niño y enamorado irredento de la alteración de la conciencia. No era Suiza en el siglo XIV, pero sí México en el siglo XX.

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Foto: Efehan Zeytin

Y fue Joan quien, recargada en la pared, se colocó el vaso de ginebra sobre la cabeza; y fue el poeta quien le apuntó con el arma, lleno de seguridad y aplomo, y le disparó con una mueca de satisfacción. Burroughs bajó el arma con lentitud y ella se desplomó. La sangre comenzó a brotar de su cabeza y corrió por el suelo con esa misma libertad que los dos se habían construido. Luego todo se volvió un sueño de esos que nadie quiere soñar. Y él se vio a sí mismo tras los barrotes de la cárcel de Lecumberri, frente a los flashazos de las cámaras de los reporteros.

Días después, ya libre, emprendió el viaje a una Ítaca oscura y turbulenta, en el que se convirtió en esclavo de la morfina y descendió a los más quemantes infiernos de la droga; aunque también atrapó con su pluma las páginas más febriles de la literatura estadounidense y se convirtió en el talismán de la Beat Generation, dejando su dolorosa impronta en las páginas del mundo. Alguna vez, Burroughs reconocería que “jamás habría sido escritor sin la muerte de Joan”.

Me gusta creer que el movimiento literario que formó William Burroughs (junto con Lucien Carr, Allen Ginsberg y Jack Kerouac) tuvo como intención volver a robar el fuego a los dioses para esconderlo en el corazón humano.






Cuentista y periodista cultural, BETTY BITTER BOW es jefa de Redacción en la revista Biblioteca de México: De Ciudadela a Vasconcelos.