Portada del texto 'El mar es un ingrediente literario' por Betty Bitter Bow
Foto: Kelifamily

El mar es un ingrediente literario

LA CIUDAD Y OTROS DEMONIOS

Por Betty Bitter Bow   |    Mayo de 2025


La pobreza, el hospital siquiátrico, la tragedia y la soledad más obstinada fueron la materia esencial en la singularísima historia de Janet Frame y su paso por la vida. Desde pequeña mostró un carácter retraído y excesivamente tímido que, muy a su pesar, la fue dejando al margen de las cosas que anhelaba. Pero la profundidad de su espíritu era abismal y el afán de encontrar la salida de su laberinto interior la llevaron a adentrarse en las interminables posibilidades de la palabra escrita. Un ángel en mi mesa (1984), la autobiografía de la escritora, es un testimonio poético y feroz de su descenso a las tinieblas.

Frame nació en Dunedin, en la Isla Sur de Nueva Zelanda, en 1924. Fue la tercera de cinco hijos; su padre, George, fue trabajador ferroviario y su madre, Lottie, empleada doméstica con modestas pretensiones de poeta que, en su primera juventud, trabajó en casa de la abuela de Katherine Mansfield. La naturaleza itinerante del empleo de su padre obligó a la familia a vivir en distintos pueblos costeros, en casas inhóspitas, heladas, sin agua corriente ni electricidad. Al final, vivió buena parte de su infancia y adolescencia en Oamaru, entre la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial y la miseria siempre al acecho.

Los vastísimos campos de aquellas tierras situadas entre el ecuador y la Antártida fueron el escenario propicio para crear un mundo distinto cada día en las páginas de los cuadernos escolares. Janet y sus hermanos recorrían laderas escarpadas, trepaban colinas, vadeaban ríos, atravesaban llanuras rebosantes de flores, pájaros e insectos y, al final del día, leían y releían hasta la saciedad, en su destartalada habitación, los cuentos de los hermanos Grimm. Fue así que la imaginación comenzó a gestarse en sus corazones —especialmente en el de Janet— como una posibilidad tangible de resistencia frente a la inagotable amargura de la vida.

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Foto: Mindscape

La noche en que Bruddie, el único varón del matrimonio, sufrió una brutal convulsión, la casa de los Frame quedó cubierta por el primero de los muchos velos negros que caerían sobre ella con el paso del tiempo. Tenía apenas 8 años. Fue diagnosticado con epilepsia y, a partir de ahí, comenzó una procesión eterna de un hospital a otro. Del muchacho dulce e intrépido quedó poco, su carácter se volvió hosco y temeroso. Terminó apartándose de sus hermanas, de sus amigos y de sus compañeros de escuela. Su madre se convirtió en su protectora y a su padre le dio por asegurar que la enfermedad podía superarse con pura fuerza de voluntad, se exasperaba cuando el niño necesitaba ayuda e imitaba sus quejas lleno de sorna. A los 15 años, Bruddie aprendió a hacer cerveza en los cacharros de cobre del lavadero y, en más de una ocasión, tuvieron que ir a buscarlo al billar del pueblo y recogerlo de la banqueta, ahogado en alcohol.

Myrtle, la hermana mayor, era una chica extrovertida de cabellos rubios y rizados, magnífica nadadora, amante del teatro y la poesía, soñaba con llegar a Hollywood y bailar ante a las cámaras junto a Fred Astaire. Janet sentía gran admiración por Myrtle, pero al mismo tiempo le angustiaban su rebeldía y sus incontrolables ganas de comerse el mundo. Con ella escribió poemas y obras de teatro que sus hermanos montaron y actuaron en el patio trasero de la casa. Con ella leyó cuentos hasta la media noche e intercambió libros apasionantes de los grandes poetas de la lengua inglesa. Con ella empezó a mirar a los chicos del gimnasio y elegir a los más apuestos. Cuando Myrtle llegó a la adolescencia, comenzó a tener profundas diferencias con el padre, esto los llevó a constantes y airadas discusiones que llenaban de aflicción a toda la familia. Una mañana, Myrtle le pidió a Janet que la acompañara a nadar al mar, pero Janet se negó porque tenía mucho que estudiar para el día siguiente; Myrtle se molestó y se fue con Isabel, la hermana menor. Por la tarde sonó el teléfono y alguien del otro lado del auricular anunció que Myrtle se había ahogado en el mar. En un primer momento, Janet sintió alivio porque los pleitos con el padre no volverían jamás, después, un agujerito comenzó a abrirse en su corazón y ya nunca pudo parar de crecer. Myrtle tenía 16 años. El padre lloró días enteros. Con el paso del tiempo, Janet descubrió que su hermana se asomaba a mirarla desde los versos de Keats, T. S. Eliot, Poe, Shakespeare, Yeats.

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Foto: Iurii Kuzo

Janet fue una niña insegura y retraída, como ya se dijo. Siempre quiso pertenecer a su círculo social pero nunca encontró la manera. Sus compañeros la apodaron Fuzzy (peluda) por su roja mata de pelo crespo. Tenía la cara llena de pecas. Como estudiante, sobresalía por su gran inteligencia y sus calificaciones en literatura, historia y matemáticas, pero también por sus ropajes viejos y desgastados, las calcetas vencidas y la apretada chaqueta de sarga gris que su propia madre le había confeccionado con un resultado más bien lamentable. Tenía hambre de conocer todo cuanto la rodeaba. Pronto descubrió, entre sus escasas posesiones, la capacidad de intentar cosas mágicas con el lenguaje. Dedicó gran parte de su tiempo libre a escribir poemas y cuentos que enviaba a los diarios locales y en varias ocasiones consiguió su publicación. Se obsesionó con volverse escritora. La literatura se convirtió en la promesa de un mundo a su medida: “Teníamos a nuestra disposición los ingredientes literarios naturales: luna, estrellas, mar, personas, animales, corderos y pastores”. Se pagó unas lecciones de piano con unos chelines ganados en un concurso literario. Obtuvo una suscripción anual a la biblioteca Athenaeum por sus méritos académicos, y ese premio hizo las delicias de sus padres y sus hermanos, que pudieron tomar en préstamo cuantos libros quisieron y llevarlos a casa para leerlos con avidez.

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Imagen: IA

Al terminar el día escolar, salía de prisa hacia las colinas en busca de Scrapers, la vaca de la familia, para ordeñar la leche con que su madre elaboraba el queso y la mantequilla. Comenzó a familiarizarse con la soledad e incluso a procurarla. Le resultaba imposible socializar, se sentía incómodamente distinta, ambicionaba ingresar a la universidad, pero sus posibilidades eran pocas dada la precaria situación económica de sus padres. A los 15 años tuvo la menstruación, su madre cortó una toalla en rectángulos y la enseñó a fijarlos en la panti con imperdibles: “Nunca entendí por qué nadie «formaba dúo» conmigo entonces, o durante la educación física, cuando se nos ordenaba «Emparejaos». Me humillaba una vergüenza insoportable. Concluí que apestaba”. El horror de descubrir su incapacidad para “ocupar un lugar en el mundo” la desbordó. Cierta ocasión, en una feria, una gitana que leyó su caligrafía le dijo que su personalidad se hallaba en apuros, porque era demasiado tímida y cohibida.

Para su gran desilusión, la universidad quedó fuera de su alcance, y, al terminar sus estudios preparatorianos, se marchó de casa para ingresar a la Escuela de Magisterio, en Dunedin. Sus padres estaban muy orgullosos de ella. El tren que la llevó de Oamaru a Dunedin pasó por el hospital siquiátrico de Seacliff y ella experimentó una gran desolación en esa altura del trayecto. El ambiente fresco y juvenil de la escuela la sedujo, pero, de nuevo, le fue imposible integrarse, nunca tuvo valor para asistir a los bailes, las reuniones de té y las excursiones en bicicleta. No tenía amigos, su pasatiempo favorito era subir hasta el cementerio y sentarse a leer y a observar la ciudad y las bahías de la península.

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Foto: Kin Meng Kok

Hizo grandes progresos en sus estudios. Entró a hacer sus prácticas magisteriales a una escuela de infantes. Sus compañeros recelaban de ella porque siempre se apartaba de la gente. Los niños le dieron cierta dosis de felicidad. Una mañana, el inspector y el director entraron a su clase para calificar su desempeño, ella sonrió con la boca cerrada para ocultar las avanzadas caries de su dentadura y, a continuación, pidió que le dieran un momento. Salió del salón de clases, de la escuela, del barrio y no volvió más. Se dedicó a “disfrutar” de la falsa libertad del día en un parque, luego encontró un doctor que le dio un permiso médico de tres semanas aduciendo agotamiento. Al cabo de las tres semanas, presa de una desesperación extrema, ordenó su cuarto, se tragó un tubo entero de aspirinas y se tendió en la cama con la intención de morir. Luego de muchas horas despertó con zumbido en los oídos, sangrado nasal y una náusea insoportable. Llamó a la escuela de infantes y dijo al director que se le había aconsejado dejar la enseñanza. Después encontró un empleo de lavaplatos en una cantina. Para entonces ya había alcanzado la mayoría de edad: 21 años. Regresó a la Escuela de Magisterio. En el curso de Sicología se les pidió a los alumnos redactar una autobiografía y a Janet Frame le pareció pertinente mencionar el intento de suicidio. John Forrest, su profesor, fue a verla esa misma noche a su casa con dos profesores más. Se ofrecieron a acompañarla a un hospital para que pudiera descansar un poco y ella accedió, incluso complacida por la atención, sin sospechar que ese sería el inicio de un infausto peregrinaje por varios hospitales siquiátricos que duraría ocho años. Fue diagnosticada con esquizofrenia sin más protocolos.

En su primer ingreso, permaneció internada seis semanas y fue dada de alta porque el caso no ameritaba más. Su madre fue a recogerla, y cuando Janet la miró parada en la entrada, con su ropa ajada, su sombrero floreado de toda la vida y su semblante lleno de dudas y desconsuelo, le gritó que se fuera. Janet entonces fue trasladada a Seacliff, el manicomio de piedra oscura enclavado entre las colinas que vio pasar en el tren que la llevó a Dunedin para cursar sus estudios de magisterio. Sus dientes, llenos de caries, le fueron extraídos en su totalidad. Tardó mucho tiempo en hacerse con una dentadura postiza.

Meses después logró regresar a la casa paterna. Ahí permaneció por un periodo breve. Todo había cambiado sin remedio. Ya nadie la miraba igual. Su familia la trataba con una delicadeza que en realidad enmascaraba el miedo a lo desconocido. En ese tiempo, el padre y los hermanos organizaron un viaje para Lottie, la madre, que había pasado por un periodo crítico de salud y necesitaba unas vacaciones para reponerse. Lottie se fue con Isabel, la cuarta hija del matrimonio Frame. Toda la familia fue a la estación de tren a despedir a Lottie y a Isabel. La tarde del día siguiente sonó el teléfono y alguien avisó que Isabel había muerto ahogada en el mar. Fue un desmayo debido a una afección cardíaca mientras nadaba, igual que Myrtle, cuya muerte había cumplido ya diez años. Las sombras de aquella pérdida despertaron con más fuerza. Lottie regresó en el tren, su pelo se había puesto blanco. El cuerpo de Isabel fue trasportado en un ataúd gris, en el vagón de las mercancías. Janet, a su vez, se ahogó en la tristeza y volvió a recalar en el manicomio, esta ocasión en Avondale, por tiempo indefinido.

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Foto: Tomorn Pukesorn

En ese hospital conoció el horror de los electrochoques y las soledades más insalvables. La escritura fue su balsa en aquella deriva. Siempre estuvo llena de dudas, pero nunca renunció a su oficio. “¿No estaría yo engañándome como otras pacientes que había visto en el hospital, una en particular, una joven inofensiva que se pasaba el día sentada en el pabellón de ingreso escribiendo su «libro» porque quería ser escritora y resultó que su libro no contenía más que páginas y más páginas de O-O-O-O-O-O-O-O-O-O escritos en lápiz?”

Un día Janet Frame descubrió su nombre en la lista de las pacientes candidatas a una lobotomía prefrontal. Cuando llegó su turno, el doctor Blake Palmer la visitó inesperadamente y le anunció que su libro de relatos La laguna había ganado el premio Hubert Church. Este acontecimiento la libró de la lobotomía. Poco después fue dada de alta. Cuando dejó Avondale tenía ya 30 años y su miedo al porvenir era infinito.

Doris Lessing, Anita Brookner y Michael Holroyd describieron Un ángel en mi mesa como una de las mejores autobiografías escritas en el siglo XX. El éxito del libro le trajo a Frame seguridad financiera. En 1990, Jane Campion llevó el libro a la pantalla grande. Este año, Reino Unido y Nueva Zelanda celebraron el centenario del nacimiento de Janet Frame, una escritora que escapó de la locura y alcanzó renombre internacional por la originalidad y el esplendor de su obra.

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Janet Frame. Imagen tomada de internet





Cuentista y periodista cultural, BETTY BITTER BOW es jefa de Redacción en la revista Biblioteca de México: De Ciudadela a Vasconcelos