Los laberintos de la vida
LA CIUDAD Y OTROS DEMONIOS
Por Kyra Galván   |    Mayo de 2025
Los laberintos te apartan del tiempo y del espacio lineal, para entrar a la circularidad que avanza hacia el origen.
La etimología de la palabra laberinto, del griego labyrinthos es cuestionable. Algunos la desglosan como labyr, de labor, laboris (dando la idea de hecho por el hombre) y de intus, interno. Otros lo interpretan como lábyros, cavidad e intus, algo interno, de donde no se puede salir. En todo caso la palabra implica un viaje hacia el interior y del que no es fácil escapar.
La representación de laberintos en piedra se remonta a la época neolítica, se encuentran diseminados en varios países —y culturas— como Turquía, Irlanda, Grecia y la India, entre otros. El estudioso Joseph Campbell los catalogó como arquetipos universales de iniciación y tienen, indiscutiblemente, una conexión con el intento de alcanzar un estado meditativo y un sesgo espiritual, apartando a la persona del tiempo y del espacio lineal, para entrar a la circularidad que avanza hacia el centro, que es origen de todo.
Existieron laberintos legendarios como el que afirmó haber visto Herodoto en Egipto con sus propios ojos, y del que, se dice, inspiró al arquitecto Dédalo para construir el de Cnosos, donde vivía prisionero el Minotauro, hombre mitad toro y mitad humano.
Las ciudades son laberintos por antonomasia, y no todos se atreven a cruzar los vericuetos que encierran las grandes metrópolis.
Las ciudades son laberintos por antonomasia, y no todos se atreven a cruzar los vericuetos que encierran las grandes metrópolis.
El concepto del laberinto nos atrapa porque nos fascinan los misterios y los enigmas por resolver. Los hay redondos y cuadrados, vegetales y de piedra. Los encontramos en la literatura, como metáforas y como cuentos de terror.
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Las ciudades lo son por antonomasia. Las grandes metrópolis encierran vericuetos que no todos se atreven a cruzar. Desde tiempos antiguos surgieron zonas de mala muerte, zonas rojas, donde el iniciado podía perder desde la inocencia hasta la vida. En las ciudades se encuentran monstruos subterráneos que transportan a muchas personas por los vastos interiores de la tierra, conectándose unos a otros en determinadas estaciones. Las ciudades modernas han hecho de las vías rápidas laberintos de varios niveles que se bifurcan y se desvían de manera infinita. Y el crecimiento desmedido de las urbes hace que los cerros colindantes crezcan desproporcionadamente en un laberinto indescifrable de viviendas. Cruzar diariamente los meandros viales de una metrópoli como la Ciudad de México, implica tener el valor de Teseo, la valentía y la fuerza de Aquiles y la habilidad de un héroe para sortear los imprevistos y los peligros que ofrece.
Los desiertos, por su parte, también son laberintos sin muros, pero el más temido de todos es el interior, el que esconde nuestros miedos más grandes y nuestras sombras. En Las etapas de la vida, Carl Jung decía que “Cuando debemos afrontar los problemas, instintivamente nos resistimos a probar el camino que nos lleva a través de la oscuridad y la tiniebla”.
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Sin duda, el camino del autoconocimiento es el más largo y difícil, y durante la vida cruzaremos, impelidos por los acontecimientos, varios laberintos que nos llevarán a ser lo que somos.
El primero que encontramos es el paso de la niñez a la adolescencia. Camino lleno de vericuetos que nos transformará no sólo físicamente, sino de una consciencia más bien ingenua y azucarada a un despertar brusco y a veces trágico. El descubrimiento de la maldad humana, de la injusticia, de las diferencias sociales y económicas. Del primer amor no correspondido. De las delicias del sexo y sus sinsabores.
El segundo laberinto nos enfrenta a la crisis de la edad adulta, donde nos cuestionaremos sin parar si lo que hacemos vale la pena, si hemos seguido el sendero de nuestros sueños, si hemos sido honestos con nosotros mismos.
La maternidad es, sin duda, otro laberinto, que deberemos remontar sin instrucciones ni indicaciones de ninguna clase. Uno que nos llevará también al autoconocimiento y a las dichas de crear y recrear un ser humano, de amarlo sin limitación alguna, de instruirlo, de guiarlo, cuando la mayoría de las veces nosotras mismas no tenemos mentor que nos aconseje.
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Cada uno tendrá sus propias encrucijadas que lo harán recorrer los pasillos angostos de la ansiedad y la locura. El duelo será uno de ellos. Perder al ser amado nos hará bajar a los infiernos y sin guía de ninguna clase, trasegar por los caminos del desconcierto y el dolor, sin ser capaces de encontrar una Ariadna compasiva que nos proporcione una madeja de hilo para escapar del laberinto y de la amenaza de ser devorados por el monstruoso Minotauro, junto con la amenaza creciente de ser pasto de las sombras, del desánimo y el desconsuelo. El largo camino de regreso hacia la luz es incierto, pero la vereda misma que nos obliga a recorrer —según la etimología de la palabra— la caverna o el trabajo interior es lo que habrá valido la pena, es lo que nos conducirá del centro al exterior. Vencer el laberinto es vencer al Minotauro, que no es otra cosa que la conciencia de nosotros mismos.
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La poeta KYRA GALVÁN (Ciudad de México, 1956) es también economista por la UNAM. Ha sido colaboradora de Excélsior, La Regla Rota, Nexos, Punto de Partida, Siempre!, Tercera Imagen, Tierra Adentro y Versus. Ha publicado La cuestión palpitante, Pétalos de rosa, mejillas de melocotón, Un pequeño moretón en la piel de nadie (Premio Nacional de Poesía Joven de México Elías Nandino 1991) y Antología general de la poesía mexicana: poesía del México actual, de la segunda mitad del siglo XX a nuestros días. Parte de su obra poética ha sido incluida en los libros colectivos El cuello de la botella y Un tren de luz.