¡Puta ciudad!
Para ser un buen urbanita
LA CIUDAD Y OTROS DEMONIOS
Por Conrado Romo   |    Mayo de 2025
En la ciudad, el vacío de lo cotidiano es irrelatable porque no tiene el goce del paraíso, ni la épica de los infiernos.
“¡Puta ciudad!”, pienso mientras las horas transcurren atascado en el tráfico. Treinta minutos han pasado, no me he movido un ápice, el aguacero ha terminado, pero sus efectos siguen contra quienes tenemos la desgracia de estar en la calle sobre un vehículo automotor. Dice el saber popular que el tapatío por naturaleza entorpece sus habilidades conductilísticas (sic) al primer indicio de lluvia. Atrapado en la avenida López Mateos, no puedo contradecir ese conocimiento generalizado; los cláxones suenan, los baches ocultos por el agua acaban con mis amortiguadores, se están empañando los vidrios del carro.
“¡Maldito, fórmate para dar vuelta en el retorno!”, claro, no falta quien se ponga en doble fila porque algún mandadito tiene que realizar, obviando cualquier gesto de consideración hacia sus congéneres. A lo lejos veo un charco, logro avanzar y sé por mi cálculo trigonométrico que, al pasar sobre ese montón de agua estancada y maloliente, estaré justo al lado del ciclista que va adelante; velo, ahí va con su sonrisa, jovial, creyendo que es mejor que todos nosotros, porque a pesar de ir mojado no se inmuta, y nos restriega a todos su distancia de nuestros males; simplemente no lo soporto.
El fascismo se apodera de mí, me da náuseas su existencia; ¡ya sé!, lo empaparé, este infeliz no se saldrá con la suya, el destino ha hablado, no tengo dudas de que el cosmos ha conspirado para que nuestras vidas se crucen, esos breves instantes obedecen a un propósito celestial. Desde el Big Bang, la conformación del sistema solar, la evolución de la vida en la tierra, los descubrimientos, las guerras, los villanos y los héroes, las memorias y los sueños, toda la historia de todo lo que existe nos ha llevado a este punto, a pasar simultáneamente por un charco, no antes, no después, al maldito mismo tiempo, y pasaré lo más veloz que me lo permita el tráfico, y generaré la ola de agua estancada más espectacular y gloriosa desde que los charcos urbanos existen, porque no será un accidente, no será una eventualidad, será una obra, mi magna obra inspirada por el más genuino y poderoso de los sentimientos, el odio.
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Llega el momento, lo tengo en la mira, no se me escapará, estoy a unos segundos de la gloria eterna, me acerco, puedo saborear el lodo sobre su cara. Pero el destino es cruel, y el tipo cae por impericia propia en un bache, detengo el carro, me bajo, le pregunto:
—¿Estás bien?
—Pinche gobierno que no arregla las calles, pero todo bien, gracias —responde.
Estiro la mano, le ayudo a levantarse.
—Gracias, hermano —me dice.
Él sigue su camino, yo el mío. Qué historia tan burguesa he relatado, pensarán muchos lectores, en la ciudad hay infinidad de verdaderas tragedias, y más en un país en ruinas como el nuestro, dirán; sin embargo, permítanme hablar de un tipo de mal invisible, que a largo plazo es un mal igual de inmisericorde y brutal, un mal que aqueja a todos sin importar estatus, que carcome el espíritu, un mal silencioso y engrandecido en el mundo contemporáneo: la alienación urbana.
Ya los situacionistas nos habían advertido, la experiencia que habitamos es simulacro de experiencia, sólo somos espectadores, un público de nuestras propias vidas mediadas y guiadas por los procesos de reproducción del capital. Si bien ese proceso condena a miles a penurias de sed y hambre, situaciones que sin duda son de mucho más apremio, los efectos de este mal son igualmente perversos para todos; la completa separación de la persona y la ciudad, la designificación, la dilatación espacio-temporal, la rutinización y la muerte en vida a las que nos someten las ciudades mercantiles alimentan y engordan en nosotros la pulsión fascista latente en toda alma.
Las ciudades fordistas no privilegian la memoria, la identidad y el encuentro, sino el consumo, la producción y la selfie.
La liminalidad de aquellos sujetos que gravitamos la clase media es peso que quebranta, que asfixia, que borra la empatía, que individualiza; es que todos estamos hartos, fastidiados. Ay de la humanidad el día que matamos todos los metarrelatos, y es que el vacío de lo cotidiano es indomable, irrelatable, porque no tiene el goce del paraíso, ni la épica de los infiernos, aparenta una imposibilidad de heroísmos, de trascendencias, de relatos que valgan la pena ser contados; lo único que queda es la fila para dar vuelta en el maldito retorno. Hannah Arendt tenía razón, es en la banalidad en donde se esconde el verdadero mal; no necesitamos ser psicópatas al servicio de ideologías perversas que nos lleven al rechazo de aquello que creemos no ser, sencillamente necesitamos defender nuestra normalidad, amarla con tal demencia que afrontaremos cualquier cosa que la haga peligrar, con la contundencia suficiente para que esa amenaza desee nunca haber existido.
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Nuestras ciudades son expresión y causa de esto, ciudades fordistas cuya óptica no es el habitar, sino el transitar, no privilegian la memoria, la identidad, el encuentro, sino el consumo, la producción y la selfie. Cuando Marc Augé propuso su concepto de no-lugares, pensó en sitios concretos, espacialidades vacías de significado como aeropuertos, hoteles, supermercados, pero lo que no vislumbró es que este modelo de banalidades territoriales se convertiría en el arquetipo del tardocapitalismo, cuya hegemonía se construyó bajo la amenaza de que el comunismo borraba toda forma de identidad en busca de la homogeneización, cuando ha sido en realidad el imperio del mercado el que ha borrado toda raíz simbólica en viviendas, parques, lugares de culto, y ha impuesto la eficacia económica como única medida posible para la evaluación del objeto arquitectónico, expresión física de una vida del sinsentido y la desorientación.
Es difícil combatir el sin- y el des-, porque permiten un grado de normalidad, permiten lo cotidiano aderezado con pequeños momentos en que se nos otorga el disfrute, y aseguramos que peor sería no tener ninguno de esos momentos, así que defenderemos cueste lo que cueste esa normalidad; por más alienante que sea, es mi normalidad; por más carente de significado, es mi normalidad; aunque la odie y me haga odiar a otros, es mi normalidad. Y ahí es nuevamente donde surge el fascismo, en el miedo a la incertidumbre, a lo desconocido, a los otros, al migrante, a la persona en situación de calle, al joven, al viejo, a quien no se ve ni actúa ni piensa como yo; y este rechazo a los otros es profundamente antiurbano, porque la principal característica de la urbanidad no se halla en su factor cuantitativo, sino en su capacidad de encuentro con los diferentes, con los ajenos, con el anónimo, sujetos que a veces se pueden percibir con miedo, con asco, con curiosidad o con idolatría, pero dada la naturaleza de las ciudades, no queda de otra más que la convivencia, la deliberación, democrática o violenta, pero deliberación al fin y al cabo.
La alienación urbana es el estado en el que dejamos que la ciudad soñada por unos pocos nos controle y nos obligue a ver sus luces pero jamás sus sombras.
Para ser un buen urbanita lo primero que hay que tener y manifestar es fe: fe en que el vehículo que tengo frente a mí no va a atropellarme; fe en que cuando subo por detrás del camión y paso el pasaje entre mis iguales, ese dinero llegará a buen puerto y el boleto de regreso encontrará su camino hacia mi mano; fe en que cuando alguien pide cinco tacos, irá a pagar cinco tacos y no cuatro; o que cuando un ciclista cae en un bache, algún conductor se detendrá a darle la mano. Por supuesto que esta urbanidad está en peligro, no sólo por el delito, elemento igualmente consustancial de lo urbano (aunque claro, con sus gradientes, hoy desbordado), sino por el anhelo de pulcritud, por esa ciudad que aspira a ser un gran centro comercial, en donde nada más nos encontremos con aquellos similares en cultura, consumo e ingresos, una ciudad segmentada, o mejor dicho, estratificada, en donde no haya política, sólo administración, que no se ensucie, que no se quiebre, impoluta, ordenada, sacra, y así extirpar de una vez por todas lo urbano de la ciudad.
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Ciudades muertas que aparentan vida, pero detrás de sus rascacielos y avenidas sólo hay forma, su potencial olvida, en su epicentro está lo disímil, lo inconexo, lo improbable, aquello periférico, lo informal, la innovación está en el experimento, en lo que aún no es, en el conflicto y en su posibilidad de resolverlo sin la necesidad de la guerra. La alienación urbana es el estado en el que dejamos que la ciudad soñada por unos pocos nos controle, que asumamos sus reglas, sus pautas, que nos dejemos dominar y domesticar, que nos apantalle con sus espectáculos, con su circo, que nos obligue a ver sus luces pero jamás sus sombras, y que si las vemos, sea en rechazo, en incomodidad frívola, y no en incomodidad creadora. ¿Ciudades inteligentes? Lo que quieren decir los evangelistas es ciudades cadavéricas, ciudades simulacro, ciudades costco.
Al final, da un poco lo mismo, aquí sigo, me estoy quedando sin gas, sólo quiero llegar a casa, ver un par de tiktoks sobre la vida de celebridades, cenar algún sobre de sopa instantánea y dormir. Perdón, estoy muy harto para organizarme políticamente, pensar en la revolución me da una infinita pereza, tal vez me queje en X, tal vez, porque también me estoy quedando sin batería en el celular... Creo que no he pagado el netflix, aún tengo ropa que lavar. Pienso por un segundo, y la conclusión es clara, debí mojar al ciclista.
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Académico y activista, CONRADO ROMO (Guadalajara, 1988) es maestro en Urbanismo y candidato a doctor en Ciencia Política por la Universidad de Guadalajara. Fue residente del MedialabPrado en Madrid como parte del programa de Residencias de Innovación de la Secretaría General Iberoamericana. Trabaja en la intersección entre los datos, la política, la cultura y la ciudad, y es autor del libro Ciudad copyright, ensayo y crónica acerca de la gentrificación y la venta de propiedad intelectual.