El rastro de Ferrería
Antigua despensa de la gran madre monstruosa
LA CIUDAD Y OTROS DEMONIOS
Por Moisés Castañeda Cuevas   |    Mayo de 2025
Apenas nos acercábamos a la entrada, el olor de la carne y la sangre empezaba a combatir con el Chanel No. 5 de mi madre.
“Ya levántate, Moyito, vamos a ir a Ferrería.” Mi madre me despertaba para que me apurara a bañarme y desayunar. Yo tendría qué, cuatro, cinco, seis años a lo mucho. Eran principios de los 90 y nací en el 87. No tardaba en estar listo: me bañaba solo y devoraba los huevos y el licuado que ella había preparado para mi padre y para mí. Mientras desayunaba encendía la tele y veía cómo el Correcaminos superaba las trampas de su enemigo. Siempre quise que el Coyote lo venciera, que lo atrapara y lo desplumara y se lo tragara vivo, pero no sucedió. Mientras tanto, mi madre terminaba de arreglarse frente al espejo. Se esmeraba en lucir impecable antes de salir rumbo a Ferrería. Mi padre nos esperaba en su taxi leyendo el periódico. Ya había subido la merca al Datsun para entonces: perfumes, relojes, alhajas, ropa de marca, aparatos electrónicos, películas Beta y VHS, botellas de whisky y coñac.
El taxi arrancaba hacia el norte y se iba por calle ocho hasta llegar a Cuitláhuac, luego seguía derecho para doblar en Ceylán y subía el puente que desembocaba en avenida de las Granjas. Durante el trayecto yo asomaba la cabeza por la ventanilla y recibía el viento con actitud canina. Me gustaba ir mirando los árboles, en especial los cipreses y las palmeras. Los rayos del sol matutino me agradaban, no como los del mediodía, cegadores y asfixiantes. Conforme avanzábamos, la ciudad iba cambiando: quedaban atrás las casas de los barrios populares y los edificios de las unidades habitacionales, y en su lugar aparecía el acero del ferrocarril y la zona industrial que lindaba con Vallejo. Apenas nos acercábamos a la entrada de Ferrería, el olor de la carne y la sangre empezaba a combatir con el Chanel número cinco de mi madre. También comenzaba la música chirriante y caótica de los metales: perchas, poleas, diablitos, básculas, sierras eléctricas, contenedores, tuberías y escaleras que crujían bajo el peso y la acción de los trabajadores.
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Mi padre nos dejaba cerca de una rampa y subíamos del estacionamiento a la nave principal. Allí se ordenaban los canales de las reses antes de refrigerarlos, por eso había harto movimiento y el ambiente estaba cargado de gritos, albures y silbidos. Mi madre sacaba de la cajuela bolsas negras con los pedidos y me ordenaba que la tomara fuerte de la mano. Así iniciaba nuestra jornada, en la que ofrecíamos mercancías importadas provenientes de Tepito. Nuestra clientela: cargadores, tablajeros, estibadores e introductores de ganado, gente que sacaba buen dinero del negocio de la carne pero carecía de tiempo para ir al Palacio de Hierro por sus caprichos. La mayor parte de ellos recibía su pago a diario y no dudaba en adquirir una fragancia de lujo para librarse del aroma a muerte que reinaba en el rastro.
El rastro me acercó a la conciencia de la muerte. Su geografía intestina me reveló con crudeza lo que había en mi propio interior.
—A ver qué nos trajo hoy, doña Esther…
—Para ti, Marquitos, veo bien este Hugo. Es nuevo, recién llegadito de Francia.
—Dirá de China, jefa.
—Qué pasó, si ya sabes que conmigo puro original.
—Y a ver este cuál es, se ve suave la botella…
—CK One, riquísimo. También es nuevo. Este perfume va a cambiarlo todo. Pero no estoy segura de que te vaya a quedar.
—¿Y eso? ¿Me ve muy prieto o qué?
—Al contrario, te falta estar más prieto para que te fije bien.
Me fascinaba la imagen de mi madre recorriendo en tacones y traje sastre aquella nave repleta de sangre y vísceras, y cómo pese a la grasa y el lodo que se acumulaba en los pisos ella nunca perdía la elegancia al andar. También me fascinaba que aquellos hombres duros y vulgares sintieran tanto respeto por su persona. La admiraban por su estampa impoluta y por su carácter fuerte a la hora de cobrar. Pero sobre todo porque era una mujer que se la vivía trabajando fuera de casa. Podría decirse que la consideraban su igual. Para ellos el trabajo irrestricto era una cofradía que los dignificaba. Aun así, no faltaban quienes intentaban regatear de manera abusiva o incluso faltar al respeto si andaban borrachos. Mi madre los encaraba con palabras certeras: “¡Ah, con que no me quieres pagar, cabrón! ¿Estás seguro de que no me vas a pagar?” Sin importar que se tratara de tipos grandes o correosos, ella les clavaba una mirada que no dejaba lugar a dudas. Además era robusta y tenía mucho porte. Aunque también es cierto que confiaba en el apoyo de sus amigos. Recuerdo una vez en que Silvano, uno de los introductores de ganado con mayor presencia, y por lo mismo uno de los más respetados de Ferrería, le dijo:
—No vaya a venir nunca con falda, eh, doña Esther…
—¿Por qué, don Silvano?
—Porque se le van a ver los güevos.
Pero todavía más que mi madre ganándose la vida en territorio de machos, me fascinaba la imagen que la carne abierta ofrecía. Fue mi primer acercamiento a la conciencia de la muerte. Esa geografía intestina de huesos, tendones, músculos y nervios que me revelaba con crudeza lo que había en mi propio interior. Qué impresionante palpar la fragilidad de los cuerpos. El canal de una res mide más de dos metros de largo y pesa entre 180 y 220 kilos. Imaginar a ese animal completo en el campo, enorme, tranquilo, sin sospechar que está siendo engordado para los horrores del sacrificio, me hace reparar en que cualquier elemento de la naturaleza es susceptible de ser explotado y destruido. Alguna especie de angustia irrumpe ante semejantes visiones. Una angustia por las vidas tomadas para que otras vidas se puedan sostener. Los icónicos canales de Francis Bacon parecen llevar esto a un extremo estético lacerante y fantasmal. Contemplarlos siempre ha sido para mí una vuelta a los orígenes, a esos años que pasé en Ferrería amasando mis primeros recuerdos.
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En cierta ocasión mi madre y yo esperábamos a uno de sus clientes, y se detuvo frente a nosotros un hombre con una carretilla rebosante de cabezas de borregos. Estaban recién cortadas, sin despellejar, calientes aún. Sus espasmos oculares me hicieron creer que nos observaban desde la muerte. Qué parecidos sus dientes y sus lenguas a los nuestros. Aquel trabajador se había detenido para ponerse a fumar: Delicados sin filtro, dedos gruesos y con manchas de alquitrán, antebrazos magros y con las venas saltadas. Mi atónita mirada iba de su nariz aguileña y su esclerótica amarilla surcada por hilos rojos a la parte en que el pelaje de las cabezas se abría y mostraba las capas de piel, grasa y hueso. El cargador se acabó su cigarro y encendió otro antes de hablar: “Ya estuvo bueno, dejen de mirarlos. ¿No ven que nos los dejan morirse en paz?”
Hace no mucho le pregunté a mi madre si se acordaba de ese encuentro y me contestó que sí, pero que era imposible que yo me pudiera acordar. Quise saber la razón y me dijo que simple y sencillamente porque aún no había nacido. Ya estaba embarazada de mí, eso ni cómo negarlo, pero hasta ahí. Lo recuerda bien por las náuseas que le provocó el olor de la sangre mezclado con el humo del cigarro. Según su versión, lo más probable es que alguna vez me contó esa historia y la asumí como parte de mi experiencia. El desempate estaba en manos de mi padre, pero nos ignoró y se puso a leer el periódico.
Una res engordada para el sacrificio me hace reparar en que cualquier elemento de la naturaleza puede ser explotado y destruido.
En cualquier caso, aquellas cabezas debieron ser de las últimas matanzas de Ferrería. Industrial de Abastos, organismo público descentralizado que se encargó de las operaciones del rastro desde el 67, fue suprimido por el gobierno de Salinas de Gortari en el 92. En otras palabras, en el momento en que mi madre empezó a recorrer aquellas naves gigantescas en busca de clientela, allí se vivía un ocaso. Pese a esto, el dinero seguía fluyendo con suficiente abundancia como para vender mercancías de lujo sin problema. A veces ni siquiera había necesidad de invertir. Por ejemplo: alguien le entregaba a mi madre una esclava de oro de dieciocho quilates a las nueve de la mañana, y para las doce ella la había vendido ya con su respectiva ganancia. Además estaban las apuestas. Rayuelas de quinientos mil viejos pesos por cabeza. Partidas de conquián que llenaban las mesas de cadenas y anillos. O bien los volados, a los que mi madre le entraba. Como es natural, ganó y perdió. El Mido Commander que conserva hasta hoy se lo debe a una de esas victorias. Pero doña Esther no sólo era una comerciante simpática y empoderada: “A esos indios, puro de contado y al momento, porque si no, luego no quieren pagar. Se hacen que la virgen les habla”.
Se refería a los trabajadores más morenos y de estatura baja, por lo general jóvenes, que provenían de colonias periféricas como la Morelos, la Guerrero y Tacubaya. También discriminaba a los costeños llegados de Oaxaca y Veracruz, y a uno que otro poblano, aunque a estos les llamaba “güeros de rancho”. Por lo demás, respetaba con creces a los introductores de ganado, varios de ellos altos y de tez y ojos claros: los Mayer, los Lobera, los Aristeo, los Buendía, los Fandiño, los Laguna. Peces gordos con oficinas que solían amenazar a punta de pistola a quienes no les quisieran pagar bajo sus términos. Sobra decir que un introductor de ganado es básicamente un usurero que le compra sus animales al peor precio posible a los ganaderos.
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Foto: Vladimir Balderas Mondragón
La jornada de los cargadores de Ferrería comenzaba a las tres de la madrugada en los muelles de las naves. Llegaban con sus botas antiderrapantes y sus batas blancas reglamentarias, y se ponían a llenar los camiones que habrían de repartir unas cinco toneladas de carne por todas las zonas del Distrito Federal. Se trataba de un trabajo arduo que no cualquiera podía soportar. No sólo por el peso y el tamaño de los canales, sino porque había que cargarlos con ritmo y técnica para terminar pronto y no lesionarse. En promedio cada hombre trasladaba cincuenta piezas por día de las cámaras refrigerantes a la zona de distribución. Más o menos a las seis de la mañana cumplían con los cargamentos, y se dedicaban a deshuesar e inventariar hasta que daban las diez. Cuando nosotros llegábamos a vender nuestras mercancías, aquella faena había concluido.
—¿Qué tal la venta de hoy, doña Cata?
—Muy bien, doña Esther, ya sabe que la carne se vende porque se vende.
—¡Qué bueno, me da gusto!
—¿Y a usted cómo le ha ido?
—Más o menos. Hemos cobrado algo, pero casi no hay venta.
—Así es esto, hay días buenos y otros no tanto. Por cierto, ¿me trajo mi Coco Chanel?
—¿Me creerá que no lo he conseguido? Pero me dijeron que para hoy lo surtían.
Casi siempre terminábamos de cobrar y levantar pedidos a las dos de la tarde. Seguía echarnos un taco y dirigirnos en el taxi de mi padre a Tepito. De tal suerte que los polos de mi infancia fueron el tianguis y el matadero. En el barrio bravo visitábamos la calle de Rivero, donde se hallaban las perfumerías mejor surtidas. No sé si el Tepito de esos años era más profundo y auténtico que el actual, pero caminar por sus calles resultaba una experiencia estimulante. Era una especie de laberinto de vecindades que derramaban sobre las banquetas puestos y más puestos de fayuca excelente. Gran parte de los artículos que en Liverpool o Sears se conseguían a precios exorbitantes, era posible encontrarlos en Tepito con descuentos que permitían ganancias. Aun así, había que ser experto en marcas y calidades para no recibir un golazo con chanfle. Mi madre era una artista para identificar Levi’s vintage originales y chamarras de cuero de búfalo genuino. Sabía leer muy bien el gusto de la época y sus elecciones y sugerencias causaban euforia entre los trabajadores del rastro. “Esa camisa Versace, sí. Ese blazer Ermenegildo, también. Esa pulsera Rolex, claro. Ese reloj Cartier, veremos.” Contaba con un olfato tremendo que la colocaba en un sitio privilegiado ante sus clientes. Sabían que el dinero invertido con ella no iba a parar en el olvido o la indiferencia.
Más allá del negocio, Tepito era para mí un entramado de imágenes sexuales y violentas. Nunca más volví a ver tanta pornografía junta. Dildos y juguetes de todos los tamaños y formas. Cajetillas de cigarros de las que salía un pene regordete. Lentes para mirar a través de la ropa y películas para adultos con títulos risibles. Mi favorito: Juranal Park. También había instrumentos sadomasoquistas que me desconcertaban. Máscaras, fuetes, correas de cuero con estoperoles afilados, y otras cosas que ni siquiera entendía lo que eran. A ratos, en mi imaginación, se superponían las realidades de Tepito y el rastro. Lonas y tubos de puestos atados con tripas de cerdo. Gente sonriente y sombría, como sacada de alguna pintura de Goya, que extraía latas de cerveza de tinas ensangrentadas. Portadas de filmes porno en VHS que mostraban mujeres desnudas abrazadas a canales. El recuerdo más cruel que conservo de Tepito viene de cuando presenciamos un asalto. Dos hombres en motoneta sorprendieron a otro y le rompieron la nariz a cachazos. No había visto a una persona sangrar tanto. Era una sangre distinta de la que goteaba en los canales.
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El 11 de julio del 91 estábamos en el estacionamiento de la nave principal de Ferrería. Yo observaba ensimismado cómo un bloque de hielo se derretía bajo el sol. Me daba pena verlo ahí, sin poder hacer nada por salvarse. Poco a poco, las sombras agazapadas entre la mugre y la sangre se fueron desperezando. No era su hora de despertar, pero algo extraordinario ocurría. Los pájaros volvieron a las palmeras que adornaban la zona y cantaron como al atardecer. En menos de una hora se hizo de noche, una noche que duró siete minutos. Mi madre solía decir que el siete es un número perfecto, uno que conecta a las personas con lo divino. Yo no había visto cómo era el rastro de noche sino hasta ese momento. El perfil de los edificios abrazados por la oscuridad se asemejaba a un gigante muerto. Mi padre nos explicó que aquel eclipse era total y no se repetiría en muchos años. El bloque de hielo pudo descansar durante siete minutos.
La verdadera grandeza de Ferrería se dio entre el 55, año en que abrió sus puertas para remplazar al matadero de 20 de Noviembre, y la década de los 80, cuando el ganado dejó de introducirse de forma directa y la matanza se redujo hasta desaparecer. Los 1,250 trabajadores de Industrial de Abastos fueron liquidados en el 93. La mayoría tuvo que dedicarse a otros oficios y el resto murió poco tiempo después. Debe de ser difícil que tu mundo se termine. En su periodo de apogeo, el rastro de Ferrería fue tan importante como la Merced, la Central de Abastos, la Viga o los mercados de Jamaica y Sonora. Se le conocía como la gran despensa de carne de la capital. Su declive se debió a la aparición de los supermercados, producto de la implacable urbanización, y a la inminente crisis económica. Mi madre siguió vendiendo sus mercancías hasta el 2012, poco más, poco menos. Pero también ella envejeció y tuvo que renunciar a sus largas caminatas en tacones. Hoy padece osteopenia y casi no le queda cartílago en las rodillas. Por suerte, logró pensionarse en su trabajo nocturno: maestra de mecanografía en el Poli.
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En la actualidad, el rastro de Ferrería es un lugar desatendido, incluso diría que olvidado, pese a que tiene una historia relevante. Su nombre evoca el cruce del hierro con la carne en un punto que por casi medio siglo fue el norte profundo de la ciudad. Imagino al ganado llegando en los trenes por las vías férreas de Vallejo. Bestias mansas y hermosas que viajaban desde Sonora, Chihuahua, Coahuila, Durango, Tamaulipas, Tabasco, Chiapas para nutrir con su sacrificio a la gran madre monstruosa. Hoy queda poco, casi nada, de ese criadero de sueños. Un mercado raquítico y los restos de una arquitectura abandonada. En el área que ocupaban los corrales y el matadero se erige la Arena Ciudad de México. Acaso lo único que en realidad queda de Ferrería son las memorias de las personas que entre sus muros hallaron trabajo e identidad.
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El tallerista y narrador MOISÉS CASTAÑEDA CUEVAS nació en la Ciudad de México (1987). Es licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM. Fundó y editó la revista digital sobre temas culturales Altura Desprendida y ha colaborado en Revista Literaria Monolito, Playboy México, Marabunta, Metrópoli Ficción, Pliego 16, Larvaria, La Izquierda Diario y Food & Wine en Español.