Portada del texto 'El progreso en el infierno' por Ernesto Lumbreras
Foto: Igor Terekhov

El progreso en el infierno

LA CIUDAD Y OTROS DEMONIOS

Por Ernesto Lumbreras   |    Mayo de 2025

El espacio citadino es vértigo y revelación, urdimbre de ecos y sombras, ámbito de las pulsiones eróticas y tanáticas, escenario político. La megalópolis es ubicua, infatigable y múltiple.


El cambio paulatino en el paisaje físico y social de las ciudades europeas, obra de la Revolución Industrial, no tardó demasiado en exigir una reacción y una profecía de parte de los artistas de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Las bisagras de la historia abrían un nuevo portón. ¿Hacia una noche más aciaga o rumbo a un mañana de prosperidad y concordia? En paralelo, la Revolución francesa y las guerras napoleónicas habían marcado un antes y después en la civilización occidental. Una de las primeras respuestas en torno de esas alteraciones causadas por el progreso la localizo en piezas de los Cantos de experiencia (1794) de William Blake; el poema “Londres” contiene un álbum de personajes marginales, todos marcados por el dolor y el estigma de una clase pauperizada, niños, soldados, deshollinadores y prostitutas. En la última cuarteta nos dice el poeta visionario: “Pero escucho, sobre todo, en las calles de medianoche/ Cómo la maldición de la joven Ramera/ Destroza las lágrimas del Niño recién nacido/ E infecta de miseria el fúnebre carruaje Nupcial”.1

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Foto: Romain

Novelas, dramas y poemas decimonónicos pondrán el dedo en la llaga sobre estos avatares de injusticia y explotación. Las novelas de Balzac, Charles Dickens, Nikolái Gógol, Victor Hugo, Fiódor Dostoyevski y Emile Zolá mostrarán la ciudad como una encrucijada, una vil ratonera de las ilusiones perdidas, naufragio de las grandes esperanzas de millones de hombres y mujeres. No es casual que históricamente la novela policíaca haga su aparición en estas coordenadas espacio-temporales donde multitudes anónimas sobreviven y compiten entre sí para ganarse el pan y el carbón diarios. El laberinto urbano es la escenografía ideal para el crimen. Estos asuntos literarios estarán presentes en la literatura mexicana del siglo XIX, con su adecuación costumbrista y su ímpetu romántico. En las crónicas, novelas y relatos de Manuel Payno, Ignacio Prieto, José Tomás de Cuéllar o Luis G. Inclán aparece una caterva de truhanes y pícaros en un entorno de limosneros, niños huérfanos, suripantas de arrabal, lagartijos con aspiraciones de señoritos… En una crónica de viaje de 1843, Payno describe el paisaje humano de la capital del país mientras traquetea la diligencia que lo lleva a Puebla:

… y a poco estábamos en el barrio de San Lázaro. Los barrios de México tienen un aspecto chocante como singular. De día se ven las calles sucias sin acera ni empedrados; las casas negruzcas, y muchas amenazando ruina; multitud de léperos, envueltos en sábanas o sucias frazadas, están bebiendo en la taberna o jugando a la “rayuela”; mujeres impúdicas y sin gota de vergüenza, recogiendo la basura de los muladares, y muchachos desnudos revolcándose en la tierra y el lodo como unos cerdos”.2

La otrora Ciudad de los Palacios convertida en un chiquero por cuenta de la corrupción de los funcionarios públicos, las guerras intestinas y las intervenciones extranjeras. La joya del Anáhuac devenida en un salsipuedes. La lira de nuestros románticos también entona la descomposición de la polis. En la poesía de Manuel Acuña, por ejemplo, se dan cita estos seres desvalidos, marcados por el desprecio y la hipocresía de la sociedad como dan cuenta los versos de “Ramera”:

escupes al gitano y al mendigo

porque son un gitano y un mendigo:

allí está esa mujer que gime y sufre

con el dolor inmenso con que gimen

los que cruzan sin fe por la existencia;

¡escúpela también…! ¡anda…! ¡no importa

que tú hayas sido quien la hundió en el crimen

que tú hayas sido quien mató su creencia!3

Ese acercamiento a la llaga propuesto por Acuña, en cierto modo, anticipa a Santa (1903) de Federico Gamboa, pero también “A la muchacha ebria” de Efraín Huerta, pieza dolorida de Los hombres del alba (1944). Las ciudades mexicanas en el último tramo de la dictadura porfirista comenzaron a urbanizar a los pueblos vecinos, a devorarlos, a convertirlos en sus barrios y también en su periferia. En 1900, el municipio de la Ciudad de México reunía poco más de 350 mil almas, mientras que Guadalajara rebasaba los 200 mil habitantes y San Luis Potosí amenazaba con alcanzar los 150 mil mortales. El ferrocarril había hecho su aparición igual que los estudios fotográficos, el automóvil, la luz eléctrica, el telégrafo, el tranvía, el fonógrafo y faltaba poco para que llegara el cinematógrafo. Entre el paseo que propone el poema “La duquesa Job” (1884) de Manuel Gutiérrez Nájera y la crónica “Avenida Madero” (1917) de Ramón López Velarde median algo más que treinta años. Un salto categórico al vacío y a la ilusión. Observo a la distancia que entre estos dos momentos de nuestra literatura se interpone esa conciencia llamada modernidad, un doble movimiento del espíritu humano que se siente atraído y expulsado por la maquinaria que mueve a la ciudad. Abulia y agitación. Soledad entre la multitud. El progreso despliega como un mago sus prodigios y sus imposturas.

La cosmopolita capital del país es obra del milagro urbanista mexicano posterior a la Segunda Guerra Mundial, opulenta en la superficie y miserable en sus márgenes, un trampantojo citadino.

Si el mesianismo optimista de Walt Whitman permeó hasta la médula la poesía en lengua española, de José Martí y Rubén Darío hasta llegar a Federico García Loca, Jorge Luis Borges y Pablo Neruda, la salutación a la urbe moderna tuvo que matizarse no obstante el fervor de las vanguardias literarias. Mientras que para Manuel Maples Arce el espacio citadino es vértigo y revelación, para Xavier Villaurrutia, sobre todo el de los Nocturnos, la ciudad es una urdimbre de ecos y sombras, ámbito de las pulsiones eróticas y tanáticas. En las décadas de los 20 y de los 30, la Ciudad de México será escenario de las marchas y de los mítines políticos; la clase obrera sale a la calle a exigir mejoras en sus derechos laborales, los estudiantes acompañaban la campaña presidencial de José Vasconcelos, el fervor nacionalista enciende la pólvora con la expropiación petrolera… En estos años, el joven Octavio Paz escribe “Crepúsculos de la ciudad”, una elegía a la muerte de su compañero de viaje, Rafael Vega Albela, serie de cinco sonetos con sabor de ceniza, desazón y angustia: “Calles en que la nada desemboca,/ calles sin fin andadas, desvarío/ sin fin del pensamiento desvelado.// Todo lo que me nombra o que me evoca/ yace, ciudad, en ti, yace vacío/ en tu pecho de piedra sepultado”.4 Medio siglo después, en “Hablo de la ciudad” de Árbol adentro (1987), Paz concibe una megalópolis ubicua, infatigable y múltiple, “madre que nos engendra y devora, nos inventa y nos olvida”.5

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Foto: Ironstuff

Pero regreso unas décadas atrás, vuelvo a la cosmopolita capital del país diseñada por arquitectos y urbanistas, obra del milagro mexicano posterior a la Segunda Guerra Mundial, opulenta en la superficie y miserable en sus márgenes. Al interior de este trampantojo citadino, el Rubén Bonifaz Nuño de Los demonios y los días (1956) pone al descubierto la grotesca impostura: “Y también hay bellos nadadores/ y ciclistas plácidos,/ iglesias, rincones para turistas,/ y torres de vidrio y sótanos líquidos/ y estufas y mugre y gasolina y asfalto,/ y un sol que calienta y acongoja/ más de tres millones de almas enfermas”.6 Es la misma ciudad que deslumbra y desconcierta al primer Jaime Sabines, la misma que Eduardo Lizalde quiere refundar con su “Tercera Tenochtitlan” en 1982 y que José Carlos Becerra recorre pendiente de una señal en el cielo nocturno y que José Emilio Pacheco mira devastada tras el sismo de 1985 y que Gabriel Zaid avanza y retrocede mientras espera un taxi sabiendo que “Los arqueólogos han desenterrado/ gente que murió buscando taxis/ mas no taxis”.7 Pero también, con su nota de solipsismo, es la misma geografía urbana que describe Isabel Fraire en su poema “Conversación entre expatriados”, un laberinto para autómatas: “Esta ciudad/ te obliga a vivir solo/ sales a caminar/ y / las calles no acaban nunca/ ni llevan a ninguna parte// acabas por regresar a tu guarida.”8

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Las siguientes generaciones de escritores abordarán la Ciudad de México como tema y escenario literarios, pero también, gradualmente aparecerán las geografías metropolitanas de Monterrey, Guadalajara, Puebla, Mérida, Tijuana, Ciudad Juárez, Acapulco, Xalapa, Guanajuato, y otras más, en novelas, cuentos, crónicas y poemas. El hito social y político de 1968 es una marca de fuego para la capital mexicana y la literatura. Posteriormente, sin desaparecer esa herida, la antigua capital de los mexicas y de los virreyes novohispanos será asunto y personaje literario con renovados enfoques. Vicente Quirarte, autor de Elogio de la calle. Biografía literaria de la Ciudad de México 1850-1992, nos ha entregado el inventario más completo de las relaciones de amor y de odio entre la urbe capitalina y los escritores mexicanos. El mismo Quirarte ha dedicado versos y prosas, “desde los Indios Verdes al Ajusco”, a su ciudad natal con un tono de cortejo y combate amoroso. Por su parte, Francisco Hernández mira “En la degradación de la primavera” el paisaje urbano desde un ángulo crítico, una mirada desacralizadora de los supuestos logros de la bonanza material: “Afuera, el color dominante es el gris. Aquí, en el décimo piso, nada tiene color, salvo los labios de las muertas.// Me asomo nuevamente para admirar la primavera./ Rodeados de basura se besan los amantes y se aparean las ratas”.9 Me temo que esta visión exasperante, a ratos apocalíptica, impera en las obsesiones citadinas de los nuevos escritores a la que suman la diaria violencia que cubre el país de miedo, sangre y muerte. Por lo visto, el progreso del infierno urbano no cesa de perfeccionar sus sofisticados mecanismos de crueldad, a pesar del milagro de las jacarandas en flor que conmueve y sorprende a los capitalinos los primeros días de marzo.

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Foto: Teksomolika


1 William Blake, en Enrique Caracciolo Trejo (introd. y trad.), Antología poética, Alianza Editorial, Madrid, 1987, pp. 81-82. [flecha]

2 Manuel Payno, “Un viaje a Veracruz”, en Xavier Tavera Alfaro (selec., introd. y notas), Viaje a México. Crónica mexicana, Secretaría de Obras Públicas, México, 1972, p. 52. [flecha]

3 Manuel Acuña, Obras, edición y prólogo de José Luis Martínez, Editorial Porrúa, México, 1989, p. 20. [flecha]

4 Octavio Paz, Libertad bajo palabra, FCE, México, 1995, p. 66. [flecha]

5 Octavio Paz, Árbol adentro, Seix Barral, México/Barcelona, 1987, p. 48. [flecha]

6 Rubén Bonifaz Nuño, De otro modo lo mismo, FCE, México, 1979, p. 128. [flecha]

7 Gabriel Zaid, Reloj de sol, El Colegio Nacional, México, 1995, p. 89. [flecha]

8 Isabel Fraire, Poemas en el regazo de la muerte, Joaquín Mortiz, México, 1977, p. 38. [flecha]

9 Francisco Hernández, En grado de tentativa. Poesía reunida I, FCE, México, 2016, p. 267.[flecha]







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Foto: Carlos Godínez

El poeta y ensayista ERNESTO LUMBRERAS (Jalisco, 1966) ha colaborado en publicaciones como Casa del Tiempo, Biblioteca de México, Brecha (Uruguay), Diario de Poesía, El Ángel, El Semanario Cultural de Novedades, La Fábrica, La Jornada Semanal, Periódico de Poesía, entre otras. Fue miembro del SNCA y en su extensa trayectoria ha recibido importantes reconocimientos, como el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 1992 por Espuela para demorar el viaje, el Premio del Concurso de Poesía México: Tierra de Imágenes 1993 (Conaculta-INBA-Secretaría de Desarrollo Social), el Bellas Artes de Testimonio Chihuahua 2007 por La ciudad imantada, el Bellas Artes de Ensayo Literario Malcolm Lowry 2013 por Oro líquido en cuenco de obsidiana-Oaxaca en la obra de Malcolm Lowry, el Premio Internacional de Ensayo Siglo XXI (2014) por La mano siniestra de José Clemente Orozco, el Bellas Artes de Cuento Infantil Juan de la Cabada 2018 por Ábaco de granizo para contar fantasmas, el Mazatlán de Literatura 2019 y el Premio Iberoamericano Ramón López Velarde 2021 por Un acueducto infinitesimal.