Portada del texto 'Teléfono descompuesto o las distintas muertes de Rosario Castellanos' por Betty Bitter Bow
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Teléfono descompuesto

o las distintas muertes de Rosario Castellanos

CREACIÓN Y POSVERDAD

Por Betty Bitter Bow   |    Octubre de 2025


Muere con la mitad más pura de tu muerte.
R. C.

La mentira es un mecanismo de defensa más user friendly que una app, tan cómoda que distorsiona los hechos —y la credibilidad— con una eficiacia tal que a veces no hay posibilidad de volver atrás.


Razones sobran para explicar el inmenso sex appeal que posee la mentira. La poderosa atracción que ejerce sobre los individuos responde a factores psicológicos, sociales, emocionales e incluso pragmáticos. Las ventajas de mentir son muchas, te doy algunos ejemplos: el beneficio inmediato de evitar un castigo, evadir un conflicto, eludir una responsabilidad, escapar de una situación incómoda o hacerse con una recompensa. Mentimos para ocultar vulnerabilidades, errores o fracasos. La mentira nos tranquiliza con la ilusoria sensación de control sobre las situaciones y las personas, nos ayuda a negar o aligerar una verdad dolorosa o inaceptable, pero, además, nos echa la mano para no herir los sentimientos de los otros (¿quién no practica con alguna regularidad la mentira piadosa, la mentira blanca, la mentirijilla, pues?). En pocas palabras, la mentira es un mecanismo de defensa más user friendly que tu app favorita del celular: es intuitiva, fácil de usar, eficiente y agradable para el usuario.

No todo es miel sobre hojuelas, sin embargo. También hay que decir que, si mientes y eres descubierto, tu reputación se volverá un billete falso, perderás la confianza de quienes te rodean y te será difícil recuperar la credibilidad, si es que la recuperas. Y una persona sin credibilidad es como un taxi con tres ruedas, ¿quién demonios querría abordarlo?

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La historia está plagada de mentirosos notabilísimos que, mediante el engaño, han producido verdaderas hecatombes. Uno de mis favoritos es Bernard Madoff, quien a punta de falsas promesas de jugosos rendimientos puso en jaque al sistema financiero mundial en 2008, abriendo un boquete sideral en el bolsillo de instituciones como JP Morgan Chase, BBVA y el Royal Bank of Scotland, o de gente famosa como Steven Spielberg, John Malkovich, Kevin Bacon y hasta la mítica Zsa Zsa Gabor. Fueron 68 mil millones de dólares que se esfumaron en los polvos del olvido. Para que dimensionemos, el presupuesto total de la UNAM (la universidad más grande de Hispanoamérica) para este año es de unos 2,900 millones de dólares, saquen ustedes la pascalina y calculen el tamaño de esta bazuca.

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Pero también hemos tenido mentirosos de corte nauseabundo, como Jan Karbaat, mejor conocido en los Países Bajos como el Médico Inseminador. Este señoro neerlandés tuvo la magnífica ocurrencia de inseminar a las pacientes de su clínica de fertilidad con su propio semen, bajo la mentirijilla de que se trataba de esperma proveniente de donantes anónimos. Karbaat resultó ser padre de 49 chamacos (y sumando), más otros 22 hijos reconocidos de sus tres esposas. Lo suyo, lo suyo, lo suyo era la paternidad, según vemos. En 2017, Karbaat emprendió el viaje al más allá, la mala noticia es que Dante no dejó establecido a qué círculo del infierno pertenecen los tramposos espermáticos.

Y en este breve recuento bien cabe el periodista y escritor británico Richard Adams Locke, quien en 1835 protagonizó un escándalo mediático —lo que sea que haya significado eso en el siglo XIX— debido a una serie de artículos que publicó en el The New York Sun, a propósito de los descubrimientos que el científico sir John Herschel había hecho observando la Luna con un novedoso telescopio. Locke, permitiéndose ciertas licencias periodísticas —o, para más precisión, fantásticas—, consignó la existencia de nueve especies animales observadas en ese satélite, entre ellas, unicornios de color azul y unos enormes bichos-bola que rodaban en lugar de andar. Locke no se quedó ahí, dio cuenta, además, de una especie de humanoide alado: el vespertilio-homo o selenita, y describió mares, bosques, parajes lunares y un templo de zafiro. Una gran historia de no ser porque la presentó como un reporte científico real y miles de lectores lo creyeron —también ellos, ¿no?—. En su defensa alegaremos que las ventas del The Sun se dispararon y que sus mentiras no tenían otro fin más que…, ve tú a saber, no entiendo nada.

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Ahora bien, entrando en el terreno de las confidencias, yo misma he sido propagadora de una mentira que con los años me parece cada vez más injusta y carente de sentido, porque tiene que ver con la muerte de la grandísima Rosario Castellanos. Y lo peor de todo es que esa mentira sigue viva y más vigente que nunca.

Me explico: cuando yo era estudiante de secundaria, mi maestra de Español nos contó que Rosario había muerto electrocutada en una tina de baño, porque su pistola de aire —que estaba enchufada al tomacorriente— había resbalado de la repisa por accidente y había caído justo en el agua de la tina, quitándole la vida a Rosario casi instantáneamente. La historia me conmocionó, desde luego. Mucho tiempo después seguí preguntándome una y otra vez por qué. Por qué estaba conectada la pistola. Por qué cayó justo dentro de la tina. Por qué justo a la hora en que Rosario estaba en el agua.

Recuerdo haber ido por ahí, al pasar de la vida, repitiendo esa trágica historia cada que había ocasión, a mis hermanas, a mis primos, a mis compañeros de la prepa, a mis amigas. Y un día sucedió que, ya en la universidad, después de hablar del accidente por enésima vez, alguien me aseguró que estaba en un error, porque Rosario en realidad se había suicidado a causa de una depresión que padeció por años y, si bien no di por real esa versión, volví a escucharla en no pocas ocasiones. Seguí creyendo en el relato de mi maestra —porque eso hace una, creer en sus maestros—, hasta que escuché, en la cafetería de la facultad, una nueva versión de los hechos: Rosario Castellanos había sido asesinada por un grupo de judíos y su cuerpo había sido encontrado en las inmediaciones de la embajada mexicana en Tel Aviv.

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Casi todas mis dudas sobre esta historia se disiparon cuando —muchos años más tarde— leí el testimonio de Samuel Gordon (mi maestro de Teoría Literaria, por cierto), que cito a continuación:

El 7 de agosto de 1974, día del infausto accidente, cuando aún no recibíamos las calificaciones del que habría de resultar el último curso impartido en la Universidad de Jerusalén, tuve el raro y triste privilegio de hablar, telefónicamente, con ella por última vez. Generosa, como siempre, había promovido mi presencia en El Colegio de México, entonces bajo la dirección de Víctor Urquidi, para impartir un seminario de lo que en esos tiempos era mi especialidad ―en tanto consolidaba mis estudios latinoamericanos y mexicanos―, la historia política del Medio Oriente. La comunicación, efectuada al filo del mediodía, fue breve, unos diez minutos. Me dijo que no podía verme porque debía trasladarse a la ciudad vieja de Jerusalén, en la zona amurallada, para recoger unas mesas de bronce repujado encargadas desde Siria, las cuales, después de largos meses de espera, acababan de arribar. Me informó que mi traslado a México sería para el próximo semestre lectivo. Después de los saludos de rigor, nos despedimos.

Dos horas y media más tarde recibí la llamada de su chofer, de nombre Israel, de origen búlgaro, quien hablaba ladino, y la llamaba siempre “señora embaxatriz”. Lloraba desconsoladamente. Me dijo que la señora embaxatriz había sufrido un accidente y rogó me trasladara de inmediato a Herzlía Pitúaj, sede de la residencia de la embajadora de México. En menos de una hora estuve allí y le pedí me transportara al hospital adonde la habían conducido. Inútil. No nos dejaron ingresar porque ya la habían declarado muerta y debido a su estatuto diplomático, el acceso fue totalmente restringido. Regresamos a la residencia. De manera pormenorizada, Israel reconstruyó aquellos últimos minutos antes del accidente. Era un día calurosísimo en que soplaba el “jamzín”, vocablo en árabe que significa “cincuenta”, utilizado para hacer referencia a la cantidad de días en que más duramente golpea un viento abrasador desde el desierto. El Mercedes de la embajada no tenía aire acondicionado. Rosario descendió de prisa, descalza por el inmenso calor, empapada de sudor, con urgencia de colocar sus mesas metálicas repujadas. Había un hueco esquinado entre dos sofás, el cable de una lámpara lo cruzaba en diagonal, desde el enchufe hasta la mesa de centro de la sala donde estaba colocada, ese espacio era el destinado para ubicar la mesa de mayor diámetro. La lámpara metálica estorbaba, estaba mal aislada, es un país con corriente de doscientos veinte voltios, al moverla Rosario quedó pegada, agónicamente. El chofer estacionaba el carro en la cochera, en reversa. Tardó varios minutos en ingresar a la residencia con las mesas para recibir instrucciones. Al entrar se encontró con la terrible escena, a duras penas, con el pie, logró desconectar el cable. Inevitable, ridículo, increíble. Por ello, siempre, tantas absurdas conjeturas. Al día siguiente, en la sección militar del aeropuerto, cuatro jóvenes soldadas entregaron un féretro envuelto en la bandera nacional a un avión de la Fuerza Aérea Mexicana que lo trasladaría de regreso a la patria. Hube de aceptarlo por fin. Rosario Castellanos sí había muerto.1

Más que a testimonio, el texto de Gordon suena a una enigmática elegía, y aunque parezca tonto, si pudiera la compartiría con todos aquellos a los que alguna vez les conté lo de la tina de baño y la pistola —y con mi maestra, claro, que a estas alturas quizá ya ande por otras dimensiones.

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Acaso esas “tantas absurdas conjeturas” de las que habla Gordon sean el origen de este nudo ciego. Ya no creo posible que alguien llegue a conformarse con una versión final de la historia, la cantidad de tinta derramada en torno a las especulaciones es tal que la verdad ha quedado irreparablemente fragmentada. Si lo dudan, hagan una búsqueda a vuelo de pájaro en la red y verán que no es fácil quitar las palabras “suicidio”, “asesinato” o “misterio” cuando se habla de la muerte de Rosario, sobre todo este año en que se conmemoran los cien años de su nacimiento. Ese teléfono está descompuesto sin remedio —por fortuna, siempre nos quedará su legado literario—. Y tal vez debamos resignarnos al hecho, a fin de cuentas, estamos en plena era de la posverdad. La mentira, ya lo dijimos antes, tiene un sex appeal más poderoso que una moneda de oro.


1 Gordon Samuel, “Rosario Castellanos: catedrática de la Universidad Hebrea de Jerusalén”, Siempre!, 22 de junio de 2013, https://www.siempre.mx/2013/06/rosario-castellanos-catedratica-de-la-universidad-hebrea-de-jerusalen/ [flecha]



· Todas las imágenes son obra de Francisco Toledo en tinta y acuarela sobre papel, para ilustrar textos de Jorge Luis Borges en Zoología fantástica, 1983, originalmente publicado con el título Manual de zoología fantástica, de 1957, y reeditado en 1967 con nuevas entradas como El libro de los seres imaginarios.





Cuentista y periodista cultural, BETTY BITTER BOW es jefa de Redacción en la revista Biblioteca de México: De Ciudadela a Vasconcelos.