Ante la realidad atroz: memoria colectiva y literatura
MEMORAMA
Por Jorge Mendoza García   |    Septiembre de 2025
La memoria colectiva tiene en el centro el significado y lo que comunica del pasado, es decir, trata de dar cuenta de algo significativo que ocurrió y que tiene cierta relevancia en el presente para algunos grupos. En este caso, la memoria es grupal, no individual. La literatura, inscrita en las letras, a su vez, desea comunicar situaciones o eventos que considera también significativos de la realidad que nos circunda, ya sea que hayan tenido lugar en el presente o en el pasado. Hay literatura que contiene la vivacidad de las palabras; la memoria de grupos está fincada sobre el lenguaje, sobre la palabra viva.
En el siglo pasado, por citar un periodo, las sociedades vivieron una serie de eventos atroces: matanzas, intentos de exterminio, guerras, bombardeos, aniquilación de ciudades, incluidas sus bibliotecas y patrimonio, es decir, se destruía la memoria de civilizaciones diversas. Quizá por ello se llegó a nombrar al siglo XX como el de mayor barbarie, y fue cuando se apostó a la necesidad de recuperar situaciones, periodos, personajes, grupos, supresiones de memoria.
Una perspectiva que ha puesto la mira en tal recuperación es la memoria colectiva, desarrollada por Maurice Halbwachs, quien acuñó la noción hacia 19251, en el intento de separarse de la visión que empezaba a imponerse desde la psicología: la idea de una memoria individual, casi asentada en la cabeza o en el cerebro. En cambio, la colectiva es una memoria de grupos, que pone el acento en lo significativo que les ha ocurrido a colectivos y cuyos sucesos han sido relegados, suprimidos o negados sin más, esto es que se desea mandarlos al olvido.
La memoria colectiva se cimenta, principalmente, sobre lo que se denomina marcos sociales, como el tiempo (las fechas), el espacio (los lugares) y el lenguaje. Cuando un suceso, tragedia o experiencia se vivencia, acontece en un momento, en un lugar y, para que permanezca, ha de comunicarse, se ha de hablar al respecto. Callar sobre lo ocurrido lleva al olvido.
Y sobre lo ocurrido en el pasado, se asume que la historia como disciplina ha de incorporar en sus recuentos prioritarios lo que vivenció la gente, sea grato o ingrato, pero que lo experimentó. No obstante, cuando se planteó la idea de memoria colectiva, la historia oficial y dominante daba cuenta de “hechos objetivos”, “verificables”, y que “trascendían”; esto es, una historia positivista y de grandes hazañas, que dominaba en el panorama del estudio del pasado. Se diría que, a un siglo de lo señalado, las miradas, los supuestos, la escritura y las visiones sobre lo que se recupera del pretérito han cambiado. Podría ser así, pero al revisar algunos casos en distintos lares, nos percatamos de que no necesariamente ocurre de esa manera.
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Sucesos como la invasión soviética y sus tanques en la Praga de 1968 o los gulags en Siberia, las dictaduras militares latinoamericanas en la segunda mitad del siglo XX, así como la guerra sucia contra la oposición en el México de los años sesenta y setenta, son claros ejemplos de lo que la memoria ha ido recuperando de actos atroces cuando en esas décadas prácticamente no se podía escribir, narrar o hablar sobre estos temas en la izquierda partidaria del socialismo en Argentina, Chile y Uruguay o en México.
En tiempos en que el conocimiento se ve sitiado, cuando el pensamiento de corte autoritario se impone en distintas sociedades, la memoria se vuelve importante por la reincorporación de eventos, acciones, ideas y grupos que fueron sometidos, pero que, a pesar de haber sido tragedias, de alguna manera ayudaron a configurar el presente. Y, hay que decirlo, la memoria colectiva se nutre, entre otras cosas, de materiales que parecen menos controlables o censurables, pues se expresan sin aparente confrontación o cuestionamiento —como sí lo expondría un estudio académico o un artículo periodístico—; estamos hablando de los materiales literarios.
La literatura, en principio, no se refiere a las cosas del mundo, sino que les otorga sentido, y ese sentido de las cosas es lo que a su vez posibilita la literatura, propiciando nuestra comprensión del mundo real, así le damos sentido a lo que vivimos. La literatura aborda, permite otros mundos, otras realidades u otras aproximaciones que se expresan medio disimuladas.
Al respecto se ha mencionado que La cabaña del tío Tom contribuyó a la discusión en torno a la esclavitud y participó del estallido en los Estados Unidos, así como Moby Dick, la ballena blanca, representaba el cristianismo, embestida por una embarcación y un pagano que deseaba arponearla. El psicólogo cultural Jerome Bruner2 expone que este tipo de narrativa es, en espíritu, subversiva. De una forma muy clara, Primo Levi en Si esto es un hombre narra lo ocurrido en la Alemania nazi de los años cuarenta del pasado siglo cuando, ante la práctica de exterminio del poder nazi, las dimensiones de la tragedia parecían desbordar los márgenes del pensamiento moderno; en este caso, la literatura cubría un hueco que dejaba el pensamiento académico, científico o crítico sobre este tipo de sucesos, ya fuese por no abordar lo bastante críticamente el tema, porque no gozaban estos discursos de una gran dosis de credibilidad o porque no llegaban estas interpretaciones a amplios sectores de la población. Y pareciera que la literatura, en especial la novela, sí lo lograba. Con ciertas temáticas del pasado sucedía lo mismo: la literatura ejercía la función de reconstruir pasajes, personajes, grupos o hazañas que eran ignorados por la pluma de quienes estaban autorizados para escribir al respecto; piénsese en grupos, sociedades, situaciones, periodos, como el colonialismo vigente aun en la segunda mitad del siglo XX en África, ¿desde dónde se les abordaba y se les dibujaba?
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La literatura, no obstante estar alejada del discurso histórico y pese al intento de enclaustrarla en el relato de lo “rosa”, ha estado narrando lo trágico que las sociedades viven y sufren. Por caso, “en las novelitas del francés Restif de la Bretonne la realidad no puede ser más fotográfica, ellas son un catálogo de las costumbres del siglo XVIII francés”.3 Y más casos los hay, pues los literatos logran recuperar las sensaciones manifiestas de la gente en su andar cotidiano, logran captar y comunicar lo que se siente, se piensa y se habla, cuestiones de las que cierto discurso histórico, como el positivista, se iba alejando. En ese sentido, se sabe, claramente, que hay otras maneras de relatar el pretérito, como el cine y en ocasiones la televisión, al divulgar y contar historias no sancionadas por la comunidad científica de historiadores, y a veces resultan más verosímiles que los relatos de aquellos expertos. Siguiendo esta traza de ideas, en el siglo del que hablamos los ingleses sabían de Juana de Arco más por la literatura y menos por la historia académica: “una obra literaria goza de una larga vida, mientras que una obra científica expulsa a la que le precede, porque con el tiempo se modifica la perspectiva de la historia”.4
Luego entonces, en este entramado de reconstrucción pretérita la literatura se enfrenta con la historia, con el discurso histórico, con el discurrir del poder, puesto que el pasado es una arena de disputas. Sobre el pasado y la literatura narrativa, José Emilio Pacheco sostuvo: “en el siglo XIX la historiografía, la corona del arte narrativo, se empeñó en convertirse en ciencia. Su intención artística pasó al más plebeyo de los géneros, la novela”,5 y desabrigados se encontraron ante el poder quienes practicaban otro tipo de escritura no sancionada por la ciencia, bastaba con no publicar lo que escribían, toda vez que lo que no aparecía en el escenario abierto signado por la ciencia parecía no contar, no cobraba existencia social, pues lo que cuenta es lo público, el discurso abierto, lo cual tenían claro los griegos veinticinco siglos atrás. Y ahí se encuentra el relato sobre el pasado, el de la historia, pues cuando a la literatura se le enclaustra en el espacio privado, cuando se le considera como mera narración de sentimientos que, por definición, pertenecen al orden de lo íntimo, según el régimen de lo público/privado, la literatura deviene contraparte de la historia.
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El historiador Marc Ferro6 argumenta que, hasta la Segunda Guerra Mundial, lo que predominaba era la historia de los libros escolares y ésta se distinguía claramente de, por ejemplo, la novela, pero décadas después la frontera entre una y otra ya no fue tan clara. El discurso de la historia fue homogeneizándose, estandarizándose y sonando artificial; fue alejándose del pensamiento de la gente, percibiéndose como algo ajeno: era la visión de un puñado de encumbrados. Citando un caso, este autor afirma que llegó el momento en que había “más verdad en las novelas de Solzhenitsyn o de Bikov que en los trabajos ‘científicos’ del Instituto de Historia de la URSS”, razonamiento que se extiende a algunas universidades que se han encontrado bajo dictaduras o pensamientos totalitarios en Latinoamérica o en los propios Estados Unidos.
Si bien la ficción entra en el terreno literario, no todo relato literario es ficticio. El periodista y escritor mexicano Vicente Leñero7 señala que la literatura tiene varias formas de “enfrentar la realidad”: i) la novela-novela, con personajes y espacios salidos de la realidad, pero modificados en la narrativa; ahí se sitúa la literatura de ficción; ii) una novela que parte de la ficción e involucra a personajes reales; iii) novelas de no ficción, que “reportean hechos y personajes reales y recrean sus historias”, siguiendo estructuras y métodos de la novela-novela, pero siendo fieles a la realidad y a lo que ha acontecido; iv) otro género cercano es el que cuenta la realidad de la vida política, pero cuyos autores, por temor o precaución, modifican nombres o situaciones —es extensa la lista en esta tradición de la literatura mexicana—; v) por último están los “libros-reportajes”, reportajes amplios, con un genuino nivel literario. Pero también puede hablarse de novela histórica, novela biográfica, autobiografía, libros memoria, etcétera. Diversas son las miradas al pasado desde distintos géneros, que no son calificados como literatura, pero que reconstruyen el pasado conflictivo de una sociedad; esa es la literatura que aquí interesa, que ocupa este trabajo, porque ella es la que deviene material para la reconstrucción de la memoria colectiva pues: “la literatura cuenta la historia que la historia que escriben los historiadores no sabe ni puede contar”.8
Así, el pasado también es revisitado por esa mirada psicosocial denominada memoria colectiva, que reconstruye pasajes, eventos, situaciones, procesos que en cierto punto han resultado significativos para algún grupo o colectividad, y desde el pensamiento dominante o autoritario se ha intentado ocultar, negar o silenciar lo sucedido. Ya sea en su momento o en el presente, se quiere omitir lo incómodo, lo que se resiste o subvierte del pasado. Y si la historiografía no recupera los sucesos incómodos para la legitimación del poder, la literatura entra en acción para hacerlo desde una lógica de la memoria, dando cuenta de lo que también ha forjado a una sociedad, como los excesos del poder; en este caso, se trata de recuperar la memoria de grupos golpeados o reprimidos, y reconstruir así la memoria de la sociedad, fraguar una memoria colectiva.
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Eduardo Galeano lo hizo en su trilogía Memoria del fuego, en la que refiere las minucias, prácticas, proezas, resistencias, subversiones que múltiples grupos locales realizaron en el continente americano ante los esfuerzos de dominio de los poderosos. Y sus relatos son vívidos, memoriales. Milan Kundera desarrolló una línea de pensamiento y escritura en su literatura particular en la que fue relatando lo que el poder realizaba en la Europa del Este, donde los excesos llegan a la invasión de Praga por parte de los tanques soviéticos en 1968; una obra clave de esta memoria recuperada se inscribe en El libro de la risa y el olvido. De forma cruda y casi helada, Aleksandr Solzhenitsyn reconstruye la vida de los gulags, a donde enviaban a los disidentes políticos, sitios negados durante décadas en la poderosa Unión Soviética. En Archipiélago Gulag narra la cotidianidad de esos campos de trabajo forzado donde la vida se va entre el exilio y la desesperanza; a la par, su literatura traza lo que también fue ese socialismo real experimentado en un país que se miraba como el faro de una existencia más justa.
La literatura constituye una forma de hablar a los demás, que nace de esa necesidad de comunicar, para que el lector, la sociedad sepa de lo ocurrido, para que no se olvide; incluso es un modo de proponer análisis y generar documentación sobre actuaciones atroces del ser humano; logra tocar fibras, comunicar significados, de alguna forma hace sentir los eventos que se narran cuando el autor los cuenta.
En el caso de México, un periodo que durante décadas se quiso negar y ocultar fue el de la denominada Guerra Sucia, que se desarrolló durante los años sesenta y setenta contra la oposición política, en particular contra la guerrilla. En el discurso oficial no existieron tales agrupaciones armadas y en los estudios académicos son prácticamente nulas, es un tema casi vedado, sobre todo si se piensa que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) se mantuvo en el poder hasta el año 2000. Este poder llevó a cabo prácticas represivas que iban desde el secuestro y la tortura hasta la desaparición forzada o el exilio. El contexto de represión no permitía hurgar en el asunto, pues las consecuencias funestas no se hacían esperar. El silencio fue una opción; el olvido, la ruta que se trazó sobre los desaparecidos de ese periodo. La literatura fue la que abordó esta temática y una obra clave es Guerra en el paraíso de Carlos Montemayor. En este trabajo se reconstruye lo que ahora sabemos que se denominó operación Telaraña, un plan que consistió en la aniquilación de la guerrilla rural del Partido de los Pobres, que dirigía Lucio Cabañas en la sierra de Guerrero. Montemayor recrea de manera magistral la operación castrense de mayores dimensiones en el combate a la guerrilla, que en el discurso oficial no existió.
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La literatura, la novela de no ficción, ha permitido en distintos momentos y lugares dar cuenta de sucesos atroces, situaciones de calamidad, acontecimientos tales que los gobiernos de corte autoritario pretenden ocultar, porque el poder que impone no desea verse erigido sobre una serie de eventos condenables, aquellos que le negarían legitimidad; de ahí que se impida hablar de estos temas desde ámbitos considerados “serios” o atentatorios, como la academia. Negarlos en el presente es apostarle a su olvido en el futuro, estrategia aplicada en diversas circunstancias. O como recuperó y sentenció Kundera: la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido.
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1 Maurice Halbwachs, Les cadres sociaux de la mèmoire, PUF, París, 1925.
2 Jerome Bruner, La fábrica de historias. Derecho, literatura, vida, FCE, Buenos Aires, 2003.
3 Mario Vargas Llosa, La verdad de las mentiras, Suma de Letras, Madrid, 2002, p. 17.
4 Marc Ferro, Diez lecciones sobre la historia del siglo XX, Siglo XXI, México, 1996, p. 93.
5 José Emilio Pacheco, “Ficción de la memoria y memoria de la ficción”, en Proceso, 1412, 23 de diciembre de 2003, p. 73.
6 Marc Ferro, “Cómo se enseña hoy día la historia”, en Hira de Gortari y Guillermo Zermeño (eds.), Historiografía francesa. Corrientes temáticas y metodologías recientes, UNAM/Universidad Iberoamericana/Instituto Mora/CIESAS/CEMCA, México, 1996, p. 162.
7 Vicente Leñero, “Periodismo de segunda”, en Proceso, 1386, 25 de mayo de 2003, pp. 26-27.
8 Mario Vargas Llosa, La verdad de las mentiras, Suma de Letras, Madrid, 2002, p. 26
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Profesor de la Universidad Pedagógica Nacional, JORGE MENDOZA GARCÍA es maestro en Psicología Social por la UNAM y doctor en Ciencias Sociales por la UAM-Xochimilco. Sus intereses se centran en la memoria colectiva y el olvido social. Publicaciones recientes de su autoría son Construcción social del conocimiento: Mediación e interacción durante la pandemia, Los 43 de Ayotzinapa: Narración, memoria, política, historia (coord.), Aprender durante la pandemia: Percepciones, actitudes y representaciones sociales, 10 de junio no se olvida: Organización estudiantil, narraciones y memorias del halconazo de 1971 (coord.), Memorias del CGH: A 20 años de la huelga en la UNAM (coord.), Construyendo y compartiendo el conocimiento: Una perspectiva discursiva en el aula, Sobre memoria colectiva: Marcos sociales, artefactos e historia. Correo: jorgeuk@unam.mx