Portada del texto 'Si la oportunidad se presentara' por Beatriz Espejo
Imagen: Thomas Souseiji-kun

Si la oportunidad se presentara

Fragmento de memorias inéditas

MEMORAMA

Por Beatriz Espejo   |    Septiembre de 2025

En cualquier lado surgen situaciones dignas de contarse.


La Fundación para las Letras Mexicanas consiguió invitar a Gabriel García Márquez para conversar con los jóvenes becarios, intimidados ante el escritor más leído del mundo. Y estaba ahí, escoltado por la mirada sonriente de Eduardo Langagne y la altiva estatura de Miguel Limón, entonces secretario de Educación Pública. No llevaba la guayabera que usó para recibir el Premio Nobel, adversaria de los fracs de los otros premiados, tampoco llevaba esas características telas tropicales, durante un tiempo su indumentaria habitual. Traía una chamarra de cuero, pantalones rayados y una camisa sin corbata, se veía pequeño recostado en el sillón, emergiendo de un incendio. Traía los cabellos caribes muy cortos y las facciones calcinadas. Su aspecto demostraba que no fue fácil luchar contra la leucemia y restablecerse de una enfermedad mortal, no sólo por el color lívido de su piel y lo negro de su atuendo, sino por la cautela de sus gestos y la mansedumbre de su voz, que apenas se oía hasta las últimas sillas colocadas en semicírculo; pero trataba de seguir siendo el hombre afable que había sido antes de que Sudamericana publicara Cien años de soledad, y estaba allí, en aquella casona con artesonados y escaleras de mármol.

En el segundo piso, deliberábamos para elegir ganadores de los premios que el gobierno de Guanajuato otorgaba en poesía, novela y cuento. Mónica Lavín, Orlando Ortiz y yo terminábamos nuestra tarea cuando alguien nos informó sobre la presentación que ocurría en la planta baja; sin embargo, aún faltaba el ceremonial: abrir plica, nombrar ganador de cuento a Eduardo Antonio Parra, firmar el acta. Llegamos retrasados. Gabriel ya había leído fragmentos de Memorias de mis putas tristes, una pieza narrativa testimonial (varias veces usó el mismo recurso) escrita entre dos volúmenes de su autobiografía. Alcanzamos la parte final de preguntas y comentarios. Dijo que sus libros se venden solos y entre sus escritos prefería “El rastro de tu sangre en la nieve”, tan turbador como la desgraciada muerte por picadura de rosa de la Nena Daconte, flor de felicidad, con el que cierra sus Doce cuentos peregrinos sobre protagonistas colombianos en Europa. Prefería esa historia a la del presidente exiliado en Suiza que regresaba a su país encabezando el movimiento de una patria digna, aunque sólo buscara la gloria mezquina de no morirse viejo en su cama. “El rastro de tu sangre en la nieve” le gustaba más que el relato de aquella criatura incorrupta dentro de un féretro portátil o la de los niños remando en una alberca de luz; pero nunca supe las verdaderas razones de su preferencia y no me atreví a preguntárselas, dudando de que las hubiera explicado mientras deliberábamos. En cambio, asentí cuando dijo con un ademán que debe escribirse para expresar sentimientos desde el fondo del estómago y experimentar el gozo de las palabras y no recomendaba el oficio a quien asumiera actitudes distintas; que al correr los años guardamos sobre los hombros una caja de datos, desempolvados si la oportunidad se presentara. Y que lo más importante es hacerse de un estilo propio. Como el suyo tan imitado. Pensé en preguntarle si era cierto que en sus comienzos como escritor Álvaro Mutis le regaló un ejemplar de Pedro Páramo diciéndole: “Tenga para que aprenda” y que esa lectura lo había influido enormemente; sin embargo, otra vez me quedé callada. Dijo que en cualquier lado surgen situaciones dignas de contarse y recordó que, a los treinta y tres días de haber ceñido la tiara y el báculo pastoral, el suave Albino Luciani descansó para siempre mientras dormía. Lo sucedió el benévolo Juan Pablo II, quien en el Vaticano surgió al fondo de un pasillo pidiéndole con ambas manos acercarse para tener una audiencia privada. La lejanía no lo dejó ver el brillo de sus uñas pulidas y el leve aroma de lavanda, pero caminó la imponente distancia, entró al despacho y todavía no alcanzaba a exponer el motivo de su visita —intervenir contra los militares que asolaban Argentina— cuando oyó rodar un botón desprendido de su chaqueta y se lanzó a buscarlo bajo una mesa junto con el Papa, atrapado en la misma incómoda actividad. Situación extraordinaria. ¿No les parece? ¡Que un Papa busque mi botón bajo una mesa resulta insólito! La literatura también da esas cosas, como la que el rey de España recuerde siempre esa conferencia mía en el Congreso sobre la Lengua en Zacatecas, dijo dominando a duras penas los orgullosos potros del éxito.

[espejo_1_luzagua]
Ilustración de “La luz es como el agua”, de Gabriel García Márquez, por Alexandra Huard, Yekibud Publishers.

Rosa Beltrán le preguntó si en algún momento le cansaban las palabras. Repuso algo vago y pidió que los muchachos le hablaran de sus proyectos. Jair Cortés se atrevió a mencionar sus propios poemas. Sin escucharlo y supongo que sin entenderlo cabalmente contestó que sí, de joven había hecho versos, unos amigos los reunieron y tal vez no eran tan malos. Lo dudé porque su fama se finca en la prosa abismal y sugerente; pero tampoco me atreví a expresarme de manera audible. Le preguntaron si había en el planeta una ciudad a la que le gustaría volver. Dijo que soñó con la calle de los alquimistas de Praga, donde creyeron sin razón que había vivido Kafka; pero cambió al respecto y añadió que sólo México lo había atrapado como residencia fija alrededor de cuarenta años. Intenté preguntarle si revisitaría Macondo y me detuve al instante pues lo más probable es que esa visita se hubiera cumplido con creces. Alguien quiso averiguar sus primeras influencias porque, como todos sabíamos, estudió leyes. Afirmó que empezó con los clásicos españoles, pero los abandonó por los gringos de la Generación Perdida, en especial por Faulkner. Le preguntaron sobre su método en Cuba, donde enseñaba a los guionistas que asistían a su taller en San Antonio de los Baños, y aseguró que planteaba una línea y así ellos invocaban temas y personajes, trabajados entre todos. Me atreví y le confié que poco antes Orlando Ortiz y yo hablábamos de la genial estructura que utilizó en Crónica de una muerte anunciada, donde con las primeras frases vende el desenlace sin perder el interés de los lectores. Es que en el pueblo todos sabían que iban a matarlo y lo mataron, confirmó dulcificado. Mercedes, mi mujer, se encontraba en Barranquilla, me enteró del asunto y de inmediato supe cómo tratarlo. Sin embargo, usted añadió un elemento de tragedia griega cuando la madre corre una tranca, entonces se convierte en los designios del destino y su único hijo no puede entrar para salvarse de sus perseguidores. Así fue, recordó. La madre creía evitar escándalos y mataron al muchacho fuera de su casa. Ella me lo confesó. Por cierto, el asesino quiso que le pagara derechos de autor porque he ganado mucho dinero con esa novela. Ha sido lío de abogados convencerlo de que yo invertí mi talento y él sus cuchillos. Usted habla de la estupidez generalizada cuando, después de tanta desgracia y diecisiete años de felicidad perdida, Bayardo San Román regresa a los brazos de Ángela Vicario, su novia devuelta. Puso cara de duda y dijo: ¿Eso viene en el libro o sólo en la película? (Viene en las dos, pero en ese momento dudé y no insistí, temerosa de haberme confundido).

[espejo_2_cronica]

Luego prometió volver para enterarse de la escritura de los becarios, encantado de que le pagaran por rememorar momentos felices. Cerca de la puerta le tendió la mano a Emmanuel. Subió a un coche que lo llevaría al Pedregal de San Ángel y, parados en los escalones del pórtico, le dijimos adiós ondeando pañuelos como si despidiéramos un trasatlántico hacia mares remotos en el fulgor azul del mediodía.

Poco después me invitaron a una comida en la Embajada de Cuba. Escogí una mesa junto a Claudia Gómez Haro, al rato un mesero me pidió que me sentara con los embajadores, donde estaba García Márquez. Cada persona que entraba le decía que era un escritor extraordinario, una persona maravillosa, un genio, como respuesta movía la cabeza sin hablar con nadie ni intervenir en ninguna conversación; sólo se dirigió a mí diciéndome: “Beatriz, mi casa siempre estará abierta para ti”. Creí que era una de esas frases amables que frecuentemente decimos los mexicanos. Lo tomé como un cumplido y nunca lo visité, una más de mis tonterías.

[espejo_3_garciamarquez]
Gabo con el ojo morado, 1976. Imagen: fotógrafo desconocido; repositorio del Harry Ransom Center, University de Texas en Austin


[espejo_4_cuentosreunidos]
La obra de Beatriz Espejo ha sido concebida bajo el enigma de a dónde va y de dónde regresa la memoria al transformarse en literatura; está afincada en el rigor de la prosa y el cuidado de la forma (texto tomado de la cuarta de forros de la edición de 2004. Sus Cuentos reunidos fueron reeditados una veintena de años más tarde con la añadidura de sus relatos más recientes).






[espejo_5_autora]
Foto: INBAL

La escritora BEATRIZ ESPEJO (Veracruz, 1939) es doctora en Letras españolas, catedrática e investigadora de la UNAM. Ha publicado crónica y ensayo, entrevista y biografía; las novelas Todo lo hacemos en familia, ¿Dónde estás, corazón? y Los eternos dioses; en especial es narradora de cuento: Muros de azogue, El cantar del pecador (Premio Bellas Artes de Narrativa Colima para Obra Publicada); La hechicera, Alta costura (Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí), Marilyn en la cama y otros cuentos, Si muero lejos de ti y Cuentos reunidos. Obtuvo la Medalla Bellas Artes, la Medalla al Mérito Literario Yucatán, el Premio Universidad Nacional en Creación Artística y Extensión de la Cultura. En 2001, el municipio de Oxkutzcab, Yucatán, creó en su honor el Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo.