Portada del texto 'El ave que olvidó cómo volar' por Karen de Villa
Foto: Karen de Villa

Memoria del ave que olvidó cómo volar

MEMORAMA

Por Karen de Villa   |    Septiembre de 2025

Entre el olvido y el síndrome de cautiverio, la memoria es un antídoto que busca su flujo, sutil, como el sonido del agua que todavía corre libre.


Entreabro los ojos, siento el cuerpo tibio entre las sábanas y anticipo una mañana fría y nublada, como las que me gustan en la montaña, pero recuerdo que estoy en mi cama, en la ciudad. Me descubro un tanto cansada de ser yo, de responder a mi nombre y recobrar de un tirón la memoria de mis años. No son tantos pero van juntando décadas, casi cuatro. Van reuniendo rasgos e historias que parecen hacer más sólido al personaje de este guion. Quizás por ello vuelvo a cerrar los ojos un rato más, así nado en aguas cálidas donde hay ballenas violáceas; descubro casas ajenas, camino por calles que se van transformando al andarlas o me encuentro con bosques de hojas rojizas y doradas sobre los que cae un planeta en el momento menos esperado. Abro los ojos otra vez y trato de guardarme los sueños antes de que se me escurran de la cabeza. La memoria de la vigilia es ineludible mientras que a la del sueño hay que perseguirla.

No se puede recordar cabalmente lo que no se ha nombrado, ésa es la principal razón por la que no guardamos recuerdos de nuestros primeros años. Es necesario hacer una especie de impresión conceptual de un momento, esa impresión debe pasar por el lenguaje para convertirse en un recuerdo y, después de eso, cada vez que recordamos, repasamos el recuerdo del recuerdo hasta que un día dudamos de él. Al menos así podría describir la memoria que me da identidad.

Y es que, desde mi narrativa, mi historia inicia a los dos años en la bañera. Mi mamá me talla el cuerpo con una esponja en forma de foca, mi prima está a su lado y me mira con curiosidad mientras yo las salpico a ambas, divertida. Sin embargo, hay otras memorias que nos recorren como ríos subterráneos, memorias que no sabemos que recordamos hasta que desembocan en algún lado.

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San Juan de Aragón. Foto anónima

Quizás yo no estaría escribiendo esto si mi abuelo Rafael no hubiera sufrido un infarto fulminante una tarde triste de verano. Yo no lo conocí, para mí él era un retrato en la pared del que mi abuela me hablaba con ilusión. No tuve una idea clara de él cuando era niña, pero quizás haya influido en mi vida más de lo que pensaba. Mi abuela quedó viuda con seis hijos y mi papá, huérfano siendo un niño. Hubo que vender la casa familiar de la Unidad Habitacional de San Juan de Aragón, hubo que cambiar la forma de vida, el jardín, los árboles de durazno, los conejos y las gallinas. La brújula empezaría a apuntar hacia Iztacalco como mi barrio de origen. Ya más grande, mi papá, un tanto desubicado y sin saber qué estudiar, conoció a mi mamá en una escuela de computación en los años ochenta.

Más tarde, dejé de ver a mi papá cuando yo estaba a la mitad de la primaria y retomamos contacto cuando debía elegir carrera universitaria.

—¿Qué vas a estudiar?

—Literatura dramática y teatro.

Un silencio, un gesto de sorpresa.

—¿Te dije que tu abuelo tuvo una compañía de teatro? Fue el sueño de su vida.

—No, no sabía.

Yo creía que estaba por elegir una carrera que nadie en mi familia entendería ni aceptaría, cuando en realidad estaba siguiendo mis genes como si trajeran instructivo.

Una vez escuché decir que el amor incondicional es cuando un árbol antiguo del bosque decide caer para que los rayos del sol lleguen a los árboles jóvenes. Quizás eso fue lo que pasó, y como parte de ese gesto, se me quedó por ahí una savia heredada, una memoria del teatro, una necesidad de conspirar con otros por pura fe, unas ganas de conjurar un tiempo que se crea solamente por una vez, para quienes lo atestiguan. Quizás esa haya sido la primera ocasión que pude traer a la luz un recuerdo que me venía de mi familia, y luego vendrían otros, como la euforia que sentía mi abuelo Raúl al bailar en los cabarets del mambo y el chachachá, la facilidad para cuidar plantas y la fascinación por las historias de mi abuela Guadalupe, o la emoción por la bicicleteada y los juegos en la calle de mi abuela Concepción…, y luego están los miedos, como mi temor de muerte por el calor seco y la desconfianza irracional que me dan las personas con lunares en la cara.

La memoria es como una ceiba con un sinfín de ramas, todas con una raíz común pero apuntando hacia distintas direcciones. Y sucede que además de la memoria, está el olvido.

El olvido es la enfermedad común de los seres humanos.

Después de una infancia de muchas horas diarias frente a la televisión y una juventud en departamento de concreto, llegó la vida laboral; así se coronó la sensación de sinsentido en mi vida cotidiana. Reconocí que faltaba algo, o mucho. Por ejemplo, faltaba el árbol de hule que cortaron frente a mi ventana en aquella cuadra de Iztacalco, me hacía falta escuchar insectos que me arrullaran al dormir, faltaba el sonido del agua del Río de la Piedad pasando al lado de mi casa, necesitaba una noche verdaderamente oscura o profundamente silenciosa.

Tuve una cierta noción de qué tan grande era mi olvido cuando empecé a recordar. Antes debí hacerme adulta, o casi adulta, para poder ir a buscar lo que faltaba. Primero fue un cielo estrellado en el desierto, luego un círculo alrededor del fuego, un bosque de niebla lleno de aves, una montaña que me hizo saber —al subirla— que no necesitaba nada más. Estaba completa, al menos, por un rato.

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Foto: Karen de Villa

Me siento como un pez que tiene ganas de volver al mar aunque siempre haya vivido en una pecera. Trato de recordar el mar y sus corrientes, sus zonas sin luz, sus arrecifes, sus cardúmenes, sus volcanes marinos… y luego me boto de la risa al ver mi castillito de colores, con su alga de plástico y sus burbujas artificiales. Ya casi no hay humano sobre la Tierra que viva fuera del cautiverio, y cada vez hay más y mejores modelitos de castillitos, algas de plástico, navecitas espaciales y foquitos de colores. La paradoja es que todos los peces buscamos el mar pero lo olvidamos, en el proceso quedamos panza arriba o chocando neciamente con el vidrio de la pecera.

La solastalgia se multiplica cada año con incendios e inundaciones sin precedentes. Centros comerciales sobre los centros comerciales, minería hasta en lo profundo del mar, huesos sobre los huesos, autos hasta para caminar y trenes en medio de la selva. Algunos lunáticos quieren llegar al espacio sin siquiera pisar la tierra y otros buscan borrar generaciones enteras de memoria y vida. ¿Qué fondo habrá que tocar para recobrar el sentido? Entre el olvido y el síndrome de cautiverio, aves mudas en la jaula, sin saber hacia dónde volar aunque la puerta esté abierta. Frente a esto, la memoria es un antídoto que busca su flujo, sutil, como el sonido del agua que todavía corre libre.

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Foto: Karen de Villa

Una noche, entre el fuego y el tambor, recordé desde otro lugar de la memoria, el del origen, que es también el porvenir. Recordé que volvíamos como lluvia y caíamos sobre la tierra seca y agrietada, cansada de tanto dar. Persistíamos una y otra vez hasta escurrir sobre el liquen y el musgo. Día tras día y noche tras noche caíamos incansablemente hasta tocar los arbustos y, años más tarde, las copas de las higueras ya crecidas. Después de siglos que nadie contó resbalábamos por las ramas y las hojas de un ficus hasta caer en la boca de un gibón.







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Foto: cortesía de la autora

Egresada de la UNAM, KAREN DE VILLA (Ciudad de México, 1986) estudió Literatura Dramática y Teatro, y es maestrante en Cine Documental por la Universidad de la Comunicación. Centra su quehacer artístico y creativo en la escritura, el cine documental, la ecopsicología, los pueblos originarios de América y el baile afrocubano. IG: @kala_de_villa