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Pago por ver
o por ser vista

INTELIGENCIA ARTIFICIAL

Redimensionar el imaginario

Por Claudia Sánchez Rod   |    Marzo de 2025

Cuando nuestra vida secreta puede comprarse o venderse en prácticamente cualquier Seven Eleven.


Los que saben afirman que el ser humano ha comenzado a dejar atrás la era digital para cruzar el umbral de la era posdigital. La evolución de lo electrónico análogo y los dispositivos mecánicos a las tecnologías digitales modernas se produjo en un respiro, o cuando menos esa es la sensación que nos queda a muchos. Nuestro comportamiento social es muy distinto al de hace diez o veinte años, la vida sin los mensajes de WhatsApp, la cámara del celular, el Waze o la inagotable fuente de información de la internet se antoja cada vez más rudimentaria. Los avances tecnológicos han extendido sus tentáculos a los rincones más sensibles de nuestra intimidad, y lo más inquietante es que siguen avanzando, de pronto pareciera que un día de estos se encontrarán asentados directamente en nuestra materia gris.

A querer y no, este escenario todavía desconcertante plantea una preocupación fundamental: la protección a la privacidad, la seguridad y la ética de las personas (suponiendo que siga siendo importante protegerlas). Pero qué sucede cuando la privacidad comienza a transformarse de manera subrepticia en una mercancía —y con ella, la seguridad y la ética, por qué no—. Me explico mejor para que mi pregunta no suene tan ingenua: la privacidad 24/7 del más anónimo de los individuos a la disposición de quien quiera pagar por ella. Tal es el argumento central de Kentukis (2018), de Samanta Schweblin, una novela polifónica que cabalga entre el costumbrismo y el sci-fi.

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Imagen: IA

En uno de sus no pocos arrebatos de lucidez, García Márquez dijo que “todos tenemos tres vidas: la pública, la privada y la secreta”. Y en Kentukis esa vida secreta puede comprarse o venderse en prácticamente cualquier Seven Eleven.

Schweblin plantea una (cuasi) distopía en la que el mundo se ha plagado paulatinamente de kentukis, unos tiernos peluches en forma de conejo, topo, cuervo, panda, lechuza o dragón, de unos 30 centímetros de alto y unos dos kilos de peso, con pequeñas ruedas en la parte baja para desplazarse, y que pueden adquirirse en el súper por 279 dólares. Lo que vuelve especial al kentuki no es sólo la ternura que despierta, sino que, tras de sus ojos, tiene una cámara a través de la cual una persona anónima en algún punto del planeta (Zagreb, Antigua, Sierra Leona, Oaxaca, Vancouver) puede observar la vida cotidiana del dueño del peluche. “La primera vez que el «amo» de un kentuki ponía a cargar su dispositivo debía tener «paciencia de Amo»: había que esperar a que el kentuki se conectara a los servidores centrales y a que este se linkeara con otro usuario, alguien en alguna otra parte del mundo que deseara «ser» kentuki. Dependiendo de la velocidad de la conexión, se estimaba un tiempo de entre quince y treinta minutos de espera para que la instalación del software en ambos puertos se concretara.” Para “ser” kentuki, por lo tanto, había que descargar un programa (previo pago) en el celular, la tableta o la computadora e introducir un número de identificación, luego el azar entraría en el juego y conectaría al “ser” y al “amo”, uno miraría en la pantalla de su dispositivo y el otro se dejaría mirar en la intimidad de su hogar. “Tener un kentuki circulando por ahí era lo mismo que darle las llaves de tu casa a un desconocido.”

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Imagen: IA

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Imagen: IA

A partir de esta premisa, Schweblin se lanza a explorar la influencia de la tecnología en las relaciones interpersonales, la vinculación afectiva de los seres humanos en la era digital y el salto tecnológico del terreno funcional y práctico al terreno puramente emocional. “La gente pagaba para que la siguieran como un perro el día entero, querían a alguien real mendigando sus miradas.”

Los personajes de las diversas historias que componen la novela se encuentran inadvertidamente frente a una situación en la que no saben cuáles son los límites, si es que los hay, y cómo establecerlos. Esto los hace caer en una espiral emocional de la que no es nada fácil salir, una especie de nueva adicción. La intimidad expuesta, la banalidad de lo cotidiano, el apego a un dispositivo, el aislamiento, la soledad, pero, sobre todo, la falta de un propósito claro de vida son los elementos que terminan revelándose con más fuerza en el día a día de los personajes. “¿Qué hacía toda esa gente circulando por pisos de casas ajenas, mirando cómo la otra mitad de la humanidad se cepillaba los dientes?”

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Foto: Vadym Drobot

Una de las historias más conmovedoras de Kentukis es la de Marvin, un chico (probablemente adolescente) que vive en la ciudad de Antigua, Guatemala, con su padre. Recién ha perdido a su madre y, por esa razón, tiene un sentimiento de soledad que, más allá de no poder expresarlo, ni siquiera comprende. En secreto, se compra la aplicación de un kentuki y, cuando descubre que se ha “linkeado” con un dragón, experimenta una gran alegría por primera vez en mucho tiempo. El dragón vive en Noruega y eso significa la posibilidad de ver la nieve de cerca porque el invierno está por llegar. Antes de morir, la madre de Marvin le había prometido llevarlo a conocer la nieve, pero el destino se lo impidió. El chico pasa todas las tardes frente a su computadora viviendo la vida en una ciudad muy lejos de la suya. Lejos de sus deberes escolares y de la rígida disciplina que su padre le impone. Su realidad y la realidad del dragón se van volviendo una sin que él lo note. De pronto ya no es un chico que tenía un kentuki dragón, sino un kentuki dragón habitado por un chico. Cuando el peso de las circunstancias hace añicos su “ensueño”, Marvin cae en cuenta de que su soledad ha tomado dimensiones insospechadas.

El argumento de Kentukis es muy potente, no cabe duda, es una novela de abrumadora actualidad que nos pone de frente a la era posdigital sin miramientos, pero también vale la pena observar que su factura literaria roza apenas los altos estándares a los que Schweblin nos ha acostumbrado, todo hay que decirlo.

Y tú, querida lectora, ¿qué preferirías?, pagar por ver o pagar por que te vean. Tú, querido lector, ¿cómo te sentirías con un peluche “vivo” deambulando en tu intimidad?

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Foto: Swetlana Wall







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Foto: David Quintero

Narradora y traductora, CLAUDIA SÁNCHEZ ROD ha publicado los libros Ratones knockout, La marta negra, Me dejaste puro animal inexistente y ha sido incluida en antologías de poesía y cuento; ha obtenido el Premio Internacional de Narrativa Ignacio Manuel Altamirano 2024 y el Premio Iberoamericano de Cuento Ventosa-Arrufat / Fundación Elena Poniatowska Amor 2022. Colaboró en la revista argentina Lamás Médula, el Periódico de Poesía de la UNAM y otras publicaciones en España y EU. Coedita la revista  Biblioteca de México: De Ciudadela a Vasconcelos.