'Viaje en metro al siglo XIX' Betty Bitter Bow
Foto: Asife

Viaje en metro al siglo XIX

El audiolibro como ventana de expresión

LITERATURA Y STREAMING

Por Betty Bitter Bow   |    Agosto de 2024

Las posibilidades de mis horas se multiplicaron. Lo escuché mientras pedaleaba rumbo al súper, mientras dibujaba, cocinaba o lavaba los trastes, pero sobre todo cuando iba de camino a la oficina. Era subirme al metro atestado, ponerme los audífonos y perderme en el Madrid de hace 150 años.

La mayoría de los lectores experimentados que conozco tiene cierto menosprecio por los audiolibros. Su argumento es que la profundidad de una obra literaria sólo puede comprenderse a cabalidad mediante la palabra escrita y nada más. Acaso tengan razón, no lo sé. En mi opinión, el libro y el audiolibro de una misma obra son dos experiencias distintas. Leer implica soledad, concentración, inmovilidad y silencio. Leemos para aprehender el mundo. Uno como lector vuelve sobre el mismo párrafo para tratar de discernir cuáles fueron los mecanismos del lenguaje que consiguieron producirle una emoción de tristeza, de ternura, de irritación o de furia. Trata de desandar los pasos del escritor para atisbar las motivaciones que le llevaron a construir la historia de la manera en que lo hizo y no de otra. Lápiz en mano, va subrayando ideas, versos, frases e incluso formas de puntuación. Entremete el separador de páginas y se toma un momento para reflexionar sobre alguna terrible verdad que recién le ha sido revelada, hacer asociaciones con otras lecturas o maravillarse con la genialidad literaria del autor en cuestión: ¿Cómo hizo Kafka para colarse en tantos resquicios del mundo con sus palabras?, ¿nació para eso?, ¿se le dio por azar?, ¿qué sucedió ahí?

El libro es un objeto cumbre, a nadie le cabe duda.

[bbb_1_hamaca]
Foto: Simona Pilolla

El audiolibro, en cambio, es una herramienta de comunicación moderna con un propósito distinto; la soledad, la inmovilidad y el silencio pierden su importancia; una se acerca al audiolibro con la intención casi exclusiva de disfrutar una historia así sin más, de modo que la exigencia intelectual se vuelve un tanto más pasiva. Pero vamos a ver, el disfrute no es poca cosa, todo lo contrario, es una emoción fundamental.

La literatura oral nunca ha desactivado del todo sus mecanismos más primigenios.

Pensemos en la literatura de tradición oral: en sus inicios, toda literatura fue oral, los testimonios hablados y cantados fueron dándole forma al mundo que conocemos, el paso de la oralidad a una cultura letrada significó una revolución del pensamiento, ciertamente (con las reticencias inevitables: Platón afirmaba que escribir era contrario a la memoria, la capacidad creativa y la agudeza crítica), pero la deuda que la literatura escrita contrajo frente a la literatura oral está ahí y es imborrable. Desde luego, no estoy afirmando que el audiolibro como producto cultural signifique un retorno a la literatura oral, sería insensato por donde se le mire. Pero no deja de ser, por lo menos divertido, observar cómo el libro, en estos tiempos modernos tan agitados en que las horas se han vuelto un bien escaso, ha encontrado en el audiolibro una “ventana de expresión” para todo aquel que quiera asomarse. Quizá sea porque, si bien la literatura escrita tiene la hegemonía, la literatura oral nunca ha desactivado del todo sus mecanismos más primigenios. Estamos hechos de historias, perdónenme el lugar común; las historias nos salvan de la realidad, y ahí está Sherezade para corroborarlo.

[bbb_2_altavoces]
Foto: Liu Junrong

A mí personalmente no me molestan los audiolibros, tal vez porque de niña consumí con fruición todos los cuentos que se transmitían por la radio del pequeño pueblo al norte del país donde crecí, y tengo claro que de ahí me viene el amor desmedido por las historias. Esa es la razón por la cual no me extraña el auge actual de las plataformas de streaming como Audible, Storytel, Everand y un largo etcétera, incluso soy consumidora más o menos frecuente de audiolibros, comencé durante el encierro de la pandemia y conservo el hábito hasta el día hoy.

Ahora bien, los motivos que me llevan a consumir este producto son muy distintos a los que tenía cuando niña. Hoy las prisas de la cotidianidad me dejan poco espacio para las cosas que ambiciono, entre ellas, la lectura de algunos clásicos. Pongo como ejemplo a Fortunata y Jacinta: por un lado, estaba harta de no saber de qué iba esa novela, por otro, sabía bien que la vida no me iba a dar para coger el libro de más de 800 páginas que Benito Pérez Galdós escribió en el siglo XIX y sentarme a leerlo. No había forma si pensaba, además, en los diez libros que tengo apilados en la sala de espera de mi buró. Leer casi se ha convertido en una actividad para burgueses, en una especie de lujo, necesitas mucho tiempo de ocio para ponerte al día con tu lista de deseos.

[bbb_3_bici]
Foto: Dinis Tolipov

Calculo que me llevó unos dos meses escuchar las más de 40 horas del audiolibro Fortunata y Jacinta, y lo cierto es que lo disfruté enormemente, porque las posibilidades de mis horas se multiplicaron. Me explico: lo escuché mientras pedaleaba rumbo al súper, mientras dibujaba, mientras cocinaba o lavaba los trastes, pero sobre todo, mientras iba de camino a la oficina. Era subirme al vagón del metro atestado de pasajeros, ponerme los audífonos y perderme en el Madrid de la década de 1870.

Las plazas, los cafés y los mercados que conformaban el paisaje urbano de ese Madrid casi provinciano, donde la gente hacía y veía pasar la vida, se me mezclaba de pronto con los olores y los sonidos de los puestos callejeros que se ponen fuera del metro Barranca del Muerto, y en los que la clase trabajadora se detiene a comprar golosinas, cigarros, pan dulce y atole, o a desayunar tacos de guisos diversos que se sirven directos de la plancha humeante. Y era caminar la avenida Revolución hasta el barrio de San Ángel, imaginando las calles de Lavapiés, Tetuán, Chamberí, Hortaleza o Leganitos. Los cafés que comenzaban a abrir pasando el edificio Celanese y el teatro Helénico me hacían pensar en los cafés donde Juan Pablo Rubín, hermano del desdichado Maximiliano, se sentaba largas horas, un día detrás del otro, a solucionar los problemas del mundo: el Puerta del Sol, el Siglo, el Platerías, el Levante, aunque de todos, prefería el Santo Domingo, porque ahí daban más azúcar.

No recuerdo en qué estación me indigné cuando el insufriblemente pagado de sí mismo Juanito Santa Cruz le confesó a Jacinta, en plena luna de miel y ahogado de borracho, la herida que el amor por Fortunata le había dejado y que estaba más abierta de lo que él sospechaba. “La engañé, le garfiñé su honor, y tan tranquilo. Los hombres, digo, los señoritos, somos unos miserables”.

Recuerdo, eso sí, que muchas veces me demoré unos minutos antes de entrar a la oficina para terminar algún capítulo, parada ahí, en plena avenida Desierto de los Leones. Y quedarme pensando en esa fuerza oscura que empujaba a Fortunata una y otra vez a la autodestrucción, su manera casi primitiva de amar a Juan Santa Cruz, culpando a las leyes naturales por ello y negando toda responsabilidad social. O en Jacinta y su apego inquebrantable al deber ser, el fiel estereotipo de la mujer clasemediera madrileña de la época, llena de buenas intenciones pero estrecha de miras, el producto mejor logrado de esa sociedad que le imponía una rigurosa liturgia de modales, pero que la eximía e incluso la alentaba a dejar de lado el cultivo del pensamiento.

[bbb_4_fortunata]
Ana Belén como Fortunata, en la serie televisiva Fortunata y Jacinta. Imagen tomada de YouTube
[bbb_5_jacinta]
Maribel Martín como Jacinta, en la serie televisiva Fortunata y Jacinta. Imagen tomada de YouTube.

En fin, una trama costumbrista de muy honda complejidad, cuyas relaciones entre los personajes recrean la vida incluso de nuestros días, incluso de esta ciudad que no es Madrid sino la CDMX y que no vive en el siglo XIX sino en el XXI. No me sorprende que la serie televisiva que se realizó en España en 1980 haya atrapado al país entero.

Sé que no todo tipo de libro se presta para disfrutarse en audio. Yo, por ejemplo, no escucharía poesía (no me gusta ni leída en voz alta, culpa de Octavio Paz) sólo me gusta directa de las páginas de papel y sólo de papel; cada quien sus manías.

Si me dan a escoger entre un libro y un audiolibro no me quedaría más que reírme. El libro ha sido mi fetiche más sólido desde la adolescencia. Sin embargo, un buen audiolibro (no todos lo son) siempre será un clic para transportarnos a otras realidades cuando las horas pico de la vida nos tengan contra la cuerdas, no me cabe duda.



Portada del libro Fortunata y Jacinta
Benito Pérez Galdós, Fortunata y Jacinta, Hernando, Madrid, 1979.

· El clásico de la literatura española Fortunata y Jacinta se encuentra disponible en distintas ediciones en la Biblioteca Vasconcelos y en los Fondos Personales Carlos Monsiváis, González Pedrero-Julieta Campos, Antonio Castro Leal y Jaime García Terrés de la Biblioteca de México.




Cuentista y periodista cultural, BETTY BITTER BOW es jefa de Redacción en la revista Biblioteca de México: De Ciudadela a Vasconcelos.