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Una editora en busca de contenidos
LITERATURA Y STREAMING
Por Dania M. Vándalos     |    Agosto de 2024
¿Se pierde la intuición en el mar de la oferta comercial que nos circunda? He aquí un momento en la vida de quien, por defecto de profesión (y simplemente por existir), navega en el territorio anegado de lo mercantil.
Descubrió El Desastre por azar, el otro lugar estaba lleno y le resultó más bien un alivio no poder entrar –tenían buena red ahí pero… le bastaba con su propia chocantería–, así que buscó a la redonda en el celular: sólo eran dos calles atrás volteando la cuadra y no vio movimiento ni fila de espera, apenas un letrero oculto por el follaje de un árbol bajo, perfecto: pidió un café, un vaso de agua. Tenía poco más de una hora antes de volver, apartar mesa en el sitio acordado y encontrarse con Danielle.
Escuchando el borboteo de la máquina de expreso en ese cubil oscuro, de iluminación artificial al mediodía, trataba de calar dónde estaría su vaso porque, mientras tanto, ahí eran adivinanzas. Por fin se enteró de que la estaba aguardando, ¿obvio?, debajo de un vitrolero y que debía servirse ella solita en la barra, por supuesto. En ese entuerto del vaso medio escondido y vacío, medio al alcance para ser llenado aunque fuera con la vista, divisó de reojo a alguien de veintipico a un costado de la cafetera, arrellanado en un sofá, con la compu en el regazo y los ojos vagantes. Bren se preguntó si llevaría cinco horas promedio sin corte de suministro (sin impedimento alguno) para ver la temporada mil de alguna serie, habiendo tenido entonces que desmañanarse. O más bien, habiéndose desvelado desde la temporada previa ahí mismo en el café+libros. También cabía la posibilidad de que el personaje veinteañero de vista nublada y columna chueca estuviera metido en algo turbio de marketing, video editing, UX writing…? Desde luego no sería raro lo segundo, tampoco lo primero: todo el mundo se pasaba medio día en la ociocidad obesa y obsesa del video, hablaba en chat, compilaba listas para audífonos y con frecuencia llegaba a su casa a seguir conectado, con cable o sin cable. Ya casi nadie requería que un locutor ofreciera poner tu canción favorita al primer ring que sonara en su conmutador, una melodía por llamada en cierto lapso horario y estricto, sino que las horas, horas del universo conocido se habían vuelto de autocomplacencia, de onanismo diferido todo el tiempo y por lo tanto sempiterno, en flujo constante y corriente.
La barista le habló otra vez y ella asintió con un sorbo a su tacita espumosa, todavía de reojo.
Aquel era un buen día, fulgurante. La atrajo una terraza con cerca de enredadera, frondosa, fresca, aunque por poco la disuade la ausencia de enchufes, y Bren necesitaba pila. Pero le echó ojo a su cargador de diseño ciber –con el chipset a la vista–, y por los caracteres de un fosfo no tan alarmante en los dígitos, notó que aún tenía un porcentaje viable que le regalaría unas cuantas vidas ahí afuera en el patiecito, además del verdor de sentirse al aire libre.
Abrió la cámara en busca del menú y algo dulce para morder, pero antes de aproximarla al QR apareció la foto en la que se había quedado el celular la noche anterior: ella al centro y sus dos colegas a la orilla, sonrientes, uno le hacía al cuento y le extendía flores en un ramo envuelto en celofán. Habían hecho buen equipo, incluso los había etiquetado en su historia y le puso “content founding squad”, los primeros en el área a su cargo cuando llegó a México esa plataforma de “entretenimiento en audio para toda la familia. Pruébalo 7 días gratis”. La foto del recuerdo era un jpg y no se decoloraba porque sí, pero databa de mucho antes de que sus subalternos se fueran a la competencia y a ella la pusieran a reportarle a Danielle. Malditos. Los extrañaba.
Hacía dos noches había vuelto a ver Trainspotting, lo daba Prime, y se le había ocurrido, como a Irvine Welsh, que quizá era tiempo de cambiar de ámbito, pero irse más por la artisteada, en su caso. Se metió a Spotify por el soundtrack.
Pensándolo bien después de un par de canciones, sería mejor que no se pusiera tan intensa (eso del arte), porque la calle es dura.
Se suponía que el famoso bloqueo de la página en blanco únicamente les pasaba a los escritores, y que las editoras podían sentirse ajenas a tremendo pesar, pero elegir contenido o proponer el asunto a un creador para que lo desarrolle puede llegar a ser motivo suficiente para ponerte entre la pared y una finta de esgrima. Más si primero se lo tienes que presentar a un comité que lo dictamine, no sin antesísimamente haber librado el ojo crítico de tu jefa.

Luego del vaso de agua y el café, tuvo que levantarse al baño, y durante la parada técnica no le quedó más remedio que atender un audio en whatsapp de alguien impertinente: le urgía algo, para variar, quería un archivo o no sé qué. Al salir del lavabo echó ojo a los libreros apretujados de la sala –el café se había afincado en lo que antes fuera una casa– y se detuvo un poquito a checar las novedades esparcidas en la mesita de centro, a lo mejor le ayudaban a pensar: había dos Gris Tormenta de ensayo sobre la mirada creativa, varios libros con diseño bonito y se suponía que disidente, y otros firmados por nombres literatos que Bren había empezado a escuchar con más frecuencia cada vez. Los tecleó en su tablet + Descarga Cultura UNAM sólo para sondear en podcast si ya habían pasado ese filtro. Y no es que fuera un parámetro precisamente comercial, pero al menos podría calcular si aquellos talentos en ascenso eran viables de fichar o no, dependiendo de cómo sonaran sus voces al leer en alto sus propios cuentos: tipludas, maniacas, ligeras, amables, tortuosas, entretenidas…
Bueno, ya seguiría escuchando al final del día. Se notaba bien la atmósfera, quizá, pero en el ahorita de su deadline adandonó de volada el buscador, sin haber terminado el relato de una de sus opciones, porque se oía tan inexperta esa voz como que la autora iba a requerir una suplente, y Danielle le había advertido bajar costos, entre menos actrices requeridas… De todas formas, recurrir a Cultura de la Universidad como menú de sugerencias para su trabajo mercantil se entendía si tomaba en cuenta que el origen de todas las cosas siempre acabaría siendo la misma gata pero revolcada (lo del storytelling en los anuncios no era ningún hilo negro, como creían los entusiastas; se remontaba milenios y aparecía en la actualidad rebautizado para una tarea de baja calaña). Agrégale que en la UNAM siguieran existiendo algunos intérpretes en audio que todavía se tomaban su tiempo, deleitoso, y te podías dar el lujo de escuchar despacio aunque fuera ya en la parsimoniosa privacidad de la madrugada.
Dio un suspiro y pensó en una nueva taza, humeante y amistosa.
Los dueños del café, una pareja renegada de la vida corporativa antes de que el destino y el sistema los alcanzara, estaban haciendo las cuentas en la mesa de al lado y le opusieron resistencia metafísica con sendas caras cuando les pidió otro cortado. Le indicaron que debía acercarse ella misma a la barista. Alegona por lo general, Bren no tenía entraña para remilgos justo en el minuto 27 antes de la hora, y se contentó con fantasear que en la realidad estaba tratando con un bartender de rigor, inescrutable y servicial, en la barra de un viejo bar de Nueva Orleáns, por decir, sin hora definida de cualquier media tarde aquel verano. Se irguió de la silla, en busca de su cometido (aunque para sus adentros iba sin adarga al brazo y arrastrando los pies). Dame uno doble. Con servilleta. Leche fucking entera.
El morro de la compu seguía en su sillón, con los ojos… idos. Al menos tenía buen ver. Guapetón pero inantojable en ese instante.
Durante el goteo del café con técnica vietnamita, de lenta moda para la extracción del sabor, Bren distinguió en el pasillo otros libracos ya con algunos años en el mercado: un Elena Ferrante, muy presente en los burós, normal en el audio y ya una costumbre en las pantallas (La vida mentirosa de los adultos quedaría muy bien para subtitular a este cafecito en el rótulo de la entrada). Luego vio el mero mero Schweblin que se había producido directamente para streaming hace no tanto (y si lo googleas, entre los primeros resultados te aparecen las preguntas y respuestas de “qué significa la película” y por ahí un artículo de Vogue con la “explicación del final”). También estaba uno de Mariana Enríquez (y al momento le puso un calambre, porque si no le resolvía a Danielle los contenidos de noviembre dentro de tres cuartos de hora, alguien caminaría sobre su tumba desde agosto).

También se acordó de sus tiempos en la editorial: para contratar libros todo se había vuelto no sólo cuestión de números, seguidores en redes y linda cara, sino de engagement, capacidad de coquetear y retener, o nada; igualito que en la vaina de las plataformas de audio a la carta, donde ahora trabajaba; incluso ya desde las agencias de representación, o en cualquier otro lado. Lo que daría por estar parada en el punto preciso, donde lo que mande sea lo que importa. Dar con algo tan perro para publicar como El cuento de la criada, uf, palabras que hicieran arder cada pinche cable submarino de internet, y de paso a los seres que se sienten dioses y te quieren callar. Por lo menos le encantaría haber tenido la idea de hacer aquella fabulosa edición ignífuga, anticensura, a prueba del lanzallamas que la misma Margaret Atwood apuntaba en el video de promoción para comprobar el aguante de sus páginas de aluminio, tras décadas de prohibición de su libro.
Bien que mal, el streaming era justamente a prueba de todo. Eh, esteee… tenía la grave desventaja de ser bloqueado con facilidad. Los gobiernos se las gastan para aislar, vía satélite y más. Aunque Bren estaba segura de que la gente que padecía bloqueos políticos no tenía ánimo para consumir el tipo de cosa banal que ella solía contratar. O tal vez se estaba equivocando, tal vez juzgaba mal el poder de evadirse un poco de la realidad. Pero igual le impresionó pensar que en tierras de paz –donde los servicios de transmisión te restringían las licencias comerciales por zonas geográficas y de contrato– hubiera quienes se sienten limitados por acceder sólo a una mínima parte del catálogo entero del planeta, así que hallan el truco para sortear las restricciones. Son unos atascados, dijo en voz alta mientras le daba un sorbito a su café, ya casi frío. Quieren tener acceso a la biblioteca de cualquier país. Si existen guías en línea de “Obtenga más de su suscripción a Netflix, desde Estados Unidos hasta Japón”, es que ya valimos gorro como especie.
Entró al IG buscando una foto que había visto antier: una cita encontrada en una botella que alguien entre miles había echado al mar de las redes sociales. Navegó por varios y pintos nicknames hasta que su aceitadísima mnemotecnia la condujo a donde quería: la foto de una portada sobre una compu y, al lado, el libro abierto con una idea destacada en marcatextos amarillo: de Byung-Chul Han No-cosas. Quiebras del mundo de hoy: “No vivimos en un reino de violencia, sino en un reino de información que se hace pasar por libertad”.

Habría pedido un trago si hubiera estado en el bar idóneo para situaciones ríspidas, porque quiso abrir una nueva pestaña en Chrome pero le negaron el permiso porque había alcanzado las 500 pestañas abiertas. No cerró ninguna, no recicló alguna, y se fue a consultar rápidamente la app de Internet Movie Database, que siempre tenía a mano. Quería saber cuántas temporadas eran de la serie basada en la novela de Atwood, y se encontró con el comentario –calificado 10/10 por los demás usuarios– de un fan que la catalogaba de increíble, pero también una de las más exasperantes y difíciles de ver que se hubiera topado –Sí–. Que era indignante, y que seguía esperando que las cosas se pusieran a favor de la protagonista o que la gente gacha recibiera lo que se merecía –Sí, ajá–, pero que la historia se volvía cada vez más desesperanzadora –Pues sí–. Que había pequeñas victorias en el camino, pero que había que terminar la temporada 4 para finalmente obtener algo de satisfacción. No había duda de que parte de la serie era insoportablemente lenta, comentó, pero que valía la pena seguir. Quizá, anotó también, sea hora de que el show llegue a su fin, y espero que tenga un final satisfactorio.
Otro comentario destacado se quejaba de que el equipo de guionistas alargara tantísimo el asunto para que diera muchos capítulos y temporadas –queja que Bren secundaba siempre–; el comentario hablaba mal de la lentitud de la serie y el poco desarrollo de la historia por episodio, reducida a un par de minutos entre decenas de ellos; le desesperaba que se la pasaran haciendo zoom a las expresiones vacías de los personajes, a sus caras de empatía, al cielo, a la pared y de vuelta a un close up de alguien que no hacía nada. Sugería a los interesados ahorrarse la “cámara lenta” y poner la emisión a velocidad 3x, 2x mínimo para verla a ritmo apenitas regular.
Era más claro que nunca para Bren que el ambiente estaba dominado por un paladar proclive a la felicidad en los finales y al paso veloz, nomás para enterarse y dar tiempo al atasque, lo que sigue. Y Bren, negándose a la verdad de que lo sano es el deseo de tranquilidad mental, cero problemas. Lo cual parecía absurdo, porque sin conflicto no hay nada y sin calma no hay paz, como el goteo vietnamita del café –que seguro se trataba de un contrapeso del inconsciente, y el colectivo lo había puesto in para calmar el ruido, las prisas y el atiborre que hay por doquiera que camines. Para qué aferrarse a la poética del caos. Diosas, estaba metida en un verdadero problema con la línea de la empresa. Le dio un mordisco a su croissant y se quedó mirando la enredadera verde lima con brillitos de sol.

Para serenarse, o complicarse la existencia, un poco más, Bren volvió a meterse un shot de la UNAM, una suerte de antídoto. Sólo que en ese tris de inminencia del desastre –le quedaba poco tiempo para la junta con Danielle–, no estaba para echarse un podcast de Sor Juana, aunque bien le habría venido el Primero sueño para reducirle esa manía inquieta con un poco de divino silencio nocturno; al fin y al cabo, Sor misma había afirmado que era el único poema que había escrito por mero gusto.
Se brincó las radionovelas, le dio clic a un conversatorio con Enríquez –interesante que les dijeran así a las entrevistas en la Universidad– y llegó hasta donde la autora declara, con supuesto desenfado y posible complacencia en el escándalo, que le gusta la literatura contaminada. Le encantó escuchar eso, era un respiro, se lo tomó como una extraña justificación para su vida laboral y un recordatorio a su ser privado, porque Bren se había dicho una y otra vez que lo literario estaba por cualquier lado, era cosa de cazarlo, y en su defecto, inventarlo, o bien, revolcarlo, como la gata.
De tanto machacar, había encontrado ese día la inspiración dorada. Para agarrar vuelo, anotar las ideas y reunirse con Danielle en cosa de minutos, Bren fue fiel a la inevitable compulsión de dar saltos sin cesar en los menús y le puso play al Retrato de la joven monstruo, una obra de teatro en atril, porque un poco de gótico a deshoras, a las prisas y en una terraza bañada por el astro rey entre las hojitas de la fronda, no le hacía mal a nadie. El género estaba a la alza y en el intro se describía a Mary Shelley como fuego bajo la nieve.
Por influencia de los fantasmagóricos efectos de sonido, Bren decoró sus notas en la servilleta –como si no trajera una computadora, una tablet y un teléfono donde anotar– con dibujitos extraños, flechitas que trazaban el plan y rayitos que hacían resplandecer una que otra palabra clave.
Un momento después de ponerle una estrella al punto final, sonrió, sí. Miró alrededor, tomó sus cosas y se bebió lo último de su matcha, que había pedido para variar y no treparle al rush de la cafeína. Se alejó de la terraza con nostalgia, rumbo a la zona de baristas. Por costumbre echó un vistazo a su reloj inexistente en la muñeca y enseguida descubrió que el personaje de veintipico se había ido antes que ella; después de todo tenía su límite.
Al pasar junto al sillón vacío, disponiéndose a salir a la calle por el otro extremo, descubrió que había más gente en la cochera, decorada como sala de estudio, con una serie de enchufes alimentando a la clientela. Estaban en lo suyo, absortas en el flujo de corriente. Enemil tributarios de fibra óptica encaminados al cerebro humano, y enemil encaminados humanos rindiendo tributo a la corriente mayor. La barbarie pasiva de siempre, murmuró. ¿Y eso con qué se come? Un pasón eléctrico, ahí donde quedan los rescoldos de una llama, la que sea.
La gratificación inmediata es un ángel, un querube lindo y pestífero: se siente bien pero te toma el pelo, es una trampa vil, es un link, un distractor que te impide continuar, siquiera empezar. Link link es una serie interminable: no llevas de cabo a rabo nada link a no ser que la nada esté hecha de fragmentos. La satisfacción que accede a la inmediatez por un atajo es más perecedera que cualquier otra, dura unos instantes y renueva tus ansias en el acto mismo de su defunción. Todos los enchufados lo saben, y parecen fingir.
El flujo de datos se detendría de improviso desconectando los sockets que comunican el todo desde las grandes plantas. Sockets que, por cierto, gastan cantidades inimaginables de energía.

Scroll, scroll. Se la vive dándole scroll. Arriba y abajo. Sin fin. Flechita. Link. Chat. Like. Esa tarde, esa tarde… Bren se rio de recordar a un colega diciendo, hace no mucho, que los primeros registros de escritura en la era remota habían sido pecuniarios, y no poéticos. Las notas de comercio se impusieron en esta tierra mucho antes que los cuentos por escrito, los números primero que las letras. Porque la calle es dura, solía decir, y la papa es la papa, hay que ir tras ella. Y en aras del mercadeo, lo básico hoy en los trabajos de entretenimiento era hacerle al disruptivo, según cacareaba la generalidad. Pero sobre todas las cosas a Bren le interesaba lo contrario: recomponer los pedazos, reparar las fracturas, fundir los fragmentos, articular trozos dispersos, rescatar las historias del cuarto de cacharros: los refritos solían salvarle el pellejo.
Las sugerencias de contenido en el par de servilletas para Danielle iban con letra chiquitita y dando vuelta por los costados, como el acordeón en un examen de secundaria que no sabe bien para qué ha sido escrito si no es para salir del paso con certezas, calidez y confianza:
1. The Misfits, relinchos salvajes de mustangs, caballos desbocándose en la planicie de la película y el cuento en que se basa, de Arthur Miller. Argumento de venta: al fin que los triángulos amorosos siempre han tenido su gracia, son una figura geométrica sólida, sobre todo si aparece alguien con voz tipo Marilyn.
2. Blow-Up, banda sonora de la peli sesentera de Michelangelo Antonioni. Argumento de venta: basada en “Las babas del diablo”, Cortázar, fundamental.
3. La puerta del cielo, aquella película que llevó a Michael Cimino directo al desastre económico y a la tumba artística como cineasta, y con la que le dio al traste al cine de autor gringo en los albores de los 80 con sus 325 minutotes de filmación, editada y entregada a los productores, como si la gente se fuera a instalar más de cinco horas en el cine (menos hoy en día). Argumento de venta: en aquel entonces fue un escándalo de muchos millones perdidos; ahora, con la tan cuestionada tendencia a estirar la liga, a veces en perjuicio de la historia, podría ser una de tantas series, y un éxito tal vez. (Ya sé que no nos dedicamos a contenido audiovisual, sólo que suene, pero la empresa podría ampliar sus horizontes incursionando en zonas alternas.)
4. Podría dejar muchos bullets para documentales, ese género de ensayo audiovisual, y true crime, pero se cuecen aparte.
5. Contratemos a quien desarrolle algo tipo Masterclass…
6. De Cien años… y Páramo ya ni hablar. Auch ☹ Contrargumento: aunque ver cine con la leyenda “basada en la novela Fulanita de Tal” suele ser un aliciente de lectura posterior, también sucede que mucha gente desiste de cualquier intención de leer el libro cuando ya ha visto su adaptación a la pantalla, y de ambos libros estarán saliendo muy pronto del horno esas versiones: espectadores escolares obtendrán otro amigable resumen –de los tantos en línea– para sus tareas de la prepa. Además, esos derechos de explotación son, desde luego, inalcanzables.

Justo es decir que Bren tal vez no habría cambiado de parecer si al pasar debajo del letrero que nombraba El Desastre y voltear a ambos lados de la banqueta, no le hubiera pegado de golpe y porrazo el sol rutilante. Le brillaron los ojitos nada más de pensar en un cambio de idea, así que volvió sobre sus pasos hasta la barra y soltó del puño sus propuestas, que acabaron abandonadas junto con la propina en un platito de porcelana, al buen arbitrio de la barista. En el último segundo, básicamente en un acto reflejo, garabateó un título en mayúsculas: POSIBLES ADQUISICIONES, y en honor de la pesada pareja del café, como una dedicatoria, escribió una sugerencia más:
7. Soylent Green, ciencia ficción infaltable, partió de una novela de Harry Harrison, Make Room! Make Room! Argumento de venta: para cuando el destino los alcance.
Ya en la calle, más dura que cuando llegó, Bren puso de nuevo Google Maps para reubicarse y ver hacia dónde tenía que caminar. Prendió un cigarro, que ya empezaba a deshacerse por bailar solo al interior de una cajita de metal, y se enfiló con paso tranquilo sobre la acera en sentido contrario de donde iría a apartar la mesa para su junta. La falda del vestido ondeaba en el inusitado calor de aquel año bisiesto.
Caminando y hablando, envió la ubicación de El Desastre y grabó un audio para indicarle a Danielle que ahí la estarían esperando mejor sus sugerencias de contenido, con la barista. Le dio send y enseguida le puso un link que conducía a su elección última, su lealtad suprema, para sí, la vida y la idea de que, así fuera en el sinsentido, siempre era posible hallar o formar algo, y era su voluntad laboral, su broma subalterna, la de un efecto sonoro y lleno de posibilidades que lograba resignificar los minutos… idos, el tiempo incompleto, en curso y discurso, y al que le recomendaba ampliamente poner atención, Danielle, sí, un
Tralalí
que la iba a desarmar, y el
Lali lalá
le fragmentaría y multiplicaría la capacidad de interpretar qué roña se supone que le estaría diciendo, balbuciendo, renaciendo,
Aruaru
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Si te interesa acercarte a los documentos mencionados en este artículo, aquí encontrarás algunos:
BIBLIOTECA DE MÉXICO
· Arthur Miller, The Misfits, Penguin, 1971. Disponible en el Fondo Personal José Luis Martínez
· Elena Ferrante, La amiga estupenda, trad. Celia Filipetto, Lumen, México, 2016. Disponible en la Sala General.
· Irvine Welsh, Trainspotting, trad. Federico Corriente, Barcelona, Anagrama, 1996. Disponible en el Fondo Personal Luis Garrido.
· En la Sala para Personas con Discapacidad Visual, hay versión en audiolibro y en braille de Cien años de soledad; hay versión disponible en braille de Pedro Páramo; y se encuentran en audio las Narraciones y poemas de Cortázar.
STREAMING
Margaret Atwood, Una palabra tras otra palabra tras otra palabra es poder, 2019. https://www.filmin.es/pelicula/margaret-atwood-una-palabra-tras-otra-tras-otra-es-poder
· De Atwood se encuentran estos libros en el acervo de la Biblioteca de México: La mujer comestible, Los diarios de Susanna Moody y Don Quijote alrededor del mundo (Fondo Personal Luis Garrido), Angel Catbird (Sala General), Moral Disorder (Fondo Personal Carlos Monsiváis).
· Asimismo, en la Biblioteca Vasconcelos encontrarás los siguientes libros de Atwood: Oryx y Crake, Por último, Nada se acaba, El legado, La puerta, Luna nueva, Resurgir, Chicas bailarinas.
EN LÍNEA
· Descarga Cultura UNAM: https://descargacultura.unam.mx
· Vano Sonoro: Plataforma dedicada al sonido y las experiencias de escucha. “Siete por siete” es un ciclo en el que distintos actores y actrices interpretan y recrean libremente el “Canto VII” del poema Altazor, de Vicente Huidobro: https://vanosonoro.com/category/voces/siete-por-siete/.