La insonora voz del lector
Escuchar “El Aleph”
LITERATURA Y STREAMING
Por Enrique Pagella   |    Agosto de 2024
El primer narrador totalmente centrado en la ciudad, hijo de la urbe que
corre por sus venas con palabras, rumores, silencios y orquestaciones
de piedra, pavimento y vidrio, es Borges. Quien conoce Buenos Aires
sabe que el más fantástico vuelo de Borges ha nacido de un patio, de un
zaguán o de una esquina de la capital porteña. Pero quien conoce
Buenos Aires también sabe que acaso ninguna otra ciudad del mundo
grita con más fuerza: ¡Verbalízame!
Carlos Fuentes
Pensar los audiolibros como formatos de entrega para la literatura, a partir de “El Aleph”, ese notable cuento publicado hace 75 años, y de los barrios borgeanos, que adquieren fervorosas dimensiones míticas en muchos de sus poemas y cuentos.
Los orígenes del barrio de Constitución en Buenos Aires, donde transcurre “El Aleph” de Jorge Luis Borges, datan de la época colonial, del año 1727 precisamente. La casa de Beatriz Viterbo –protagonista por omisión: acaba de morir– está sobre avenida Garay, una de las principales arterias del barrio. El cuento fue publicado en 1949, es decir que describe el Constitución de aquel entonces, un barrio pujante, con grandes casonas –como la de Beatriz– y con pomposos restaurantes –como el de Zunino y Zungri, propietarios también del caserón de la Viterbo, un inmueble lindante al comercio.
Ese es el barrio porteño que Borges despliega, un distrito de clase media acomodada. Resulta paradojal que hoy en día Constitución sea un sitio de pequeños y abigarrados comercios, de prostitutas, de dealers, de inseguridad nocturna, donde las otrora espléndidas casonas se han transformado en conventillos.
Borges era un enamorado de Buenos Aires, pero no de su zona céntrica, sino de los arrabales. Con amigos o solo, solía recorrer a pie sus irregulares veredas. Constitución está al sur de la ciudad y era periferia, dos motivos poderosos para que Borges haya elegido dicha locación. El sur, en la obra de Borges, adquiere calidad de símbolo. Otro memorable cuento del autor, “El sur”, da cabal cuenta de ello.
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Por lo tanto, ese punto cardinal y el margen (Constitución) resultaron condiciones suficientes como para que la casona en la que ha vivido Beatriz y aún vive su primo hermano, el estrafalario Carlos Argentino Daneri, albergue un objeto extraordinario: el Aleph, un punto del espacio que contiene todos los puntos del planeta, una vibrante esfera de 3 cm de diámetro donde se ve, yuxtapuesto, todo lo que ha acontecido y acontece en el mundo.
Los arrabales y el sur, en la obra de Borges, son los topos donde ocurre lo fantástico o donde surge la reflexión filosófica.
El Borges que mitificó Palermo en su imaginación era el Borges niño y adolescente que se nutría, para ello, de los relatos orales que bullían en su casa.
Pero Constitución no es el único Buenos Aires de Borges –en “El sur”, allí, en su estación de trenes, comienza el desenlace del relato–, porque hay otro Buenos Aires mucho más arraigado en su imaginario, ese que inspiró, sobre todo, la primera época de su obra, el barrio que, sin embargo, seguirá latiendo en muchos cuentos y poemas tras quedarse ciego.
Ese otro barrio, fundacional en la ficción y en la poesía borgeana, es Palermo, ubicado al norte de la ciudad. Allí se crio Borges hasta que, en su temprana adolescencia, la familia emigró a Europa. Contrariamente a lo que ha sucedido en Constitución, Palermo, de una zona marginal, de clase social baja, pasó a ser un área extensa que abarca enclaves pequeños, como los concurridos Palermo Soho (allí aún está aquella casa de Borges) y Palermo Hollywood, que albergan restaurantes eclécticos, teatros alternativos, coctelerías y tiendas de moda.
No es de extrañar entonces que el primer libro de Borges lleve por título Fervor de Buenos Aires (léase: Palermo). La familia acababa de regresar de Europa (1921) y el joven Borges volvía a toparse, maravillado, con ese Buenos Aires que anidaba en su memoria. El Palermo de casitas bajas y zaguanes humildes; de malevos, de cuchilleros y compadritos. Pues bien, ese barrio adquiere en muchos poemas y cuentos fervorosas dimensiones míticas. Mucho más que Constitución.
Como dice Carlos Fuentes en el epígrafe, para Borges, los patios, los pobres muros y las esquinas mal iluminadas de aquel Buenos Aires –preciso: de aquel Palermo– fueron como para Kafka, Praga, o como para Joyce, Dublín, su Aleph personal.
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El Borges que mitificó Palermo en su imaginación era el Borges niño y adolescente que se nutría, para ello, de los relatos orales que bullían en su casa, en especial de los amigos de su padre, como el poeta palermitano Evaristo Carriego –al que años después le dedicaría un libro– o como el inclasificable Macedonio Fernández, una de sus principales influencias literarias.
Pero no es este tráfico oral lo que determina al Borges escritor sino, y principalmente, al Borges lector, ese que a los cuatro años ya sabe leer y escribir, ese que a los seis escribe su primer cuento, ese que a los 10 hace una reseña de la mitología griega, ese que a los 11 traduce El príncipe feliz de Oscar Wilde.
Lo ha declarado en más de una oportunidad, quizá con falsa humildad. Borges se enorgullecía más del lector que logró ser que de sus libros. En efecto, Borges fue un lector exhaustivo, voraz, al menos hasta que se quedó ciego.
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Afirma Harold Bloom en Cómo y por qué leer que la lectura es un placer solitario y egoísta; Roland Barthes, en El placer del texto, emparenta el acto de lectura con una erótica: el texto se desnuda lentamente ante nuestros ojos. Cito a estos grandes pensadores de la literatura porque espero que de alguna manera iluminen mis reflexiones en torno a un fenómeno de época: el audiolibro y las plataformas de streaming.
Cuando leemos, el discurso de una subjetividad singular “llena” nuestra voz insonora y nuestro ser, que a su vez le dan vida al texto. Somos ese universo que develan las palabras.
Para ello debo sincerarme rápidamente. No frecuento plataformas de streaming excepto YouTube, donde consumo canales dedicados a literatura y filosofía. Tampoco escucho audiolibros o podcasts, no me llaman la atención. Entre un audiolibro y el libro me quedo, indefectiblemente, con el libro. Y con respecto a los podcasts me sucede lo mismo que me ha sucedido con la radio. Ser el sujeto pasivo de un discurso o un coral de discursos no me atrae. Será, supongo, porque amo la soledad de mi mente, donde el pensamiento y el diálogo interior ocurren sin el concurso de la propia voz. Al menos así me acontece: no suenan palabras en mi mente cuando pienso, mi pensar es, más bien, una retahíla de mudos destellos cognitivos. Pienso en silencio siendo silencio. Creo que algo similar ocurre cuando se lee, pero sin pensamientos. Se puede pensar si se deja de leer: pensar el texto, entablar un diálogo con sus destellos.
En el acto de lectura, la voz del que lee es, creo, esa misma voz sin voz naciendo de los ojos. En el acto de lectura, insisto, mi insonora voz de lector es la que progresa sobre el texto, contrariamente a lo que sucede, por ejemplo, con un audiolibro, donde el discurso se desarrolla por su propia cuenta.
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Cuando leemos, el discurso de una subjetividad singular (un escritor, un filósofo, etc.) “llena” nuestra voz insonora y nuestro ser, que a su vez le dan vida al texto. Somos ese universo que develan las palabras. Borges lo ha afirmado: cuando leemos a Shakespeare somos Shakespeare. Pues ese contacto entre los ojos y las palabras es un acto mágico por el cual, como afirma Bloom, nos abrimos a una otredad, y en ese abrirnos, agrego, consolidamos y expandimos nuestra mismidad.
El estilo de Borges, sobre todo en narrativa, se tornará más oral cada vez, irá perdiendo esa textura del que usa las manos como extensión de su mente para escribir.
Ahora bien, ¿qué sucede cuando la palabra escrita no está, cuando lo que hay es una voz otra que no es mi insonora voz de lector? ¿Sigue siendo un placer solitario y egoísta como dice Bloom? ¿Se despliega la misma erótica que señala Barthes? ¿Es lo mismo leer que escuchar?
Empiezo por el final: no es lo mismo leer que escuchar, para nada.
Al respecto me pregunto: ¿A quién se le lee un cuento? A los niños y, por ejemplo, a Borges.
A Borges, tras quedarse definitivamente ciego, en 1955, le leen, y a partir de ese momento Borges también empieza a dictar sus poemas, cuentos y ensayos. Debe haber sido un duro golpe no sólo para su persona sino también para Borges lector. Envuelto en una bruma amarilla –así afirmaba que era su ceguera, una bruma amarilla–, fue condenado a escuchar, mayoritariamente, voces femeninas leyéndole: las de su madre, su hermana y las de las compañeras que tuvo; o la voz de Bioy Casares, su entrañable amigo. Y a ellos comienza a dictarles sus creaciones. Es un antes y un después en la obra de Borges porque, entre otras cuestiones, su estilo no logrará alcanzar el brillo que le dio prestigio mundial. Y no es sólo la ceguera la que contribuye porque, a la vez, comienza a trabajarlo la vejez. Así, ciego y envejeciendo, ya no conseguirá lo que alcanzó su prosa, por ejemplo, mientras era vidente, especial y puntualmente en Ficciones (1944) y en El Aleph. Su estilo, sobre todo en narrativa, se tornará más oral cada vez, irá perdiendo esa textura del que usa las manos como extensión de su mente para escribir.
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Dictar no es lo mismo que escribir, lo he comprobado con una de esas apps voz a texto. Se pierde la riqueza de la textura sintáctica. Un relato dictado, según entiendo, tenderá a ser más simple que uno escrito.
Escuchar un audio es la operación contraria al dictado, pero también está signada por las características de la oralidad. Principalmente por la tendencia a simplificar. Cuando quiero referir o referirme lo escuchado, seguro lo simplificaré. Si soy un lector entrenado –y Borges vaya que lo era–, luego de la lectura podré no sólo ser exhaustivo al reseñarlo sino también preciso al memorizarlo –Borges es una prueba, recordaba literalmente textos de sus autores admirados. Además de genio, era un ser humano condicionado por nuestras circunstancias existenciales; somos más visuales que auditivos, y envejecemos, insisto.
No es lo mismo mirar palabras que escucharlas. Por otra parte, la ausencia de la palabra escrita desvanece la erótica que teoriza Barthes para abrir paso a otro tipo de erótica, una erótica pasiva donde la música ya no la interpreta mi insonora voz de lector sino la voz de un actor; tal es el caso del audiolibro que se me ha propuesto escuchar. Es decir, entre el narrador compuesto por el autor y el oyente interviene un intérprete, un actor que, más allá de su magnífica performance, acalla mi silente y querida voz lectora. Y como dice el refrán: Dos es compañía, tres, multitud. El acto de lectura, si se puede llamar así a la escucha de un audiolibro –yo creo que no–, dejaría de ser esa actividad solitaria y egoísta, activa y creativa, que encomia Harold Bloom.
Los invito a leer los comentarios al cuento leído en voz alta –les dejo el enlace al final–. La mayoría pondera la interpretación del actor, algunos pocos elogian la calidad del texto de Borges. En la lectura, ya sea de un libro físico o digital, el contacto de la mirada con la palabra no tiene intermediarios: mi insonora voz de lector le insufla vida a la voz narradora que, paralelamente, me es.
Se sabe, la literatura tiene su origen en la narración oral, como sostiene Walter Benjamin en El narrador, donde también lamenta que, tras la Segunda Guerra Mundial, la gente haya perdido la capacidad de referir la experiencia. Volvían mudos del campo de batalla, incapaces de producir relatos experienciales. Tal vez esa sea una de las razones por las cuales la literatura y la filosofía, entre otras tantas disciplinas, dieron tantos y tan buenos libros durante la posguerra. La gente necesitaba que se le reviviese la insonora voz lectora. Solo así, con una voz lectora entrenada o con una facilidad natural, se pueden producir relatos orales o escritos.
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Sospecho que algo similar aconteció durante y tras la pandemia. Fuimos forzados a ver y a escuchar, o a escuchar solamente, como sujetos pasivos del formidable bombardeo de los medios y las redes.
Quizá el auge de los audiolibros resulte una consecuencia de esa modorra narcisista. No lo sé. De lo que estoy seguro es de que Borges habría apreciado los audiolibros. Estaba absolutamente capacitado para leer con los oídos. No son muchas las personas que pueden hacerlo.
A propósito, y para finalizar, una de las tantas anécdotas memorables que jalonan la vida de Borges. En los albores de la década de 1970, es jurado de un concurso literario. Deben leerle los trabajos presentados. Llega el turno de un texto de Rodolfo Enrique Fogwill, otro enorme escritor argentino. Fogwill daba sus primeros pasos narrativos y ya era ese gran provocador que animaría su obra posterior. La persona que debe leerle a Borges decide omitir todos los pasajes eróticamente escabrosos. Culminada la lectura, Borges opina que Fogwill hacía un uso notable de la elipsis.
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· Enlace a la versión en audio del cuento: “El Aleph”

ENCUENTRA LAS REFERENCIAS del artículo en los fondos personales de la Biblioteca de México:

· Harold Bloom, Cómo leer y por qué, Barcelona, Anagrama, 2000. Disponible en el Fondo Personal Enrique González Pedrero-Julieta Campos de la Biblioteca de México.

· Roland Barthes, El placer del texto y Lección inaugural de la cátedra de semiología literaria del Collége de France, Siglo XXI, México, 1984/2004/2011. Disponible en los Fondos Personales José Luis Martínez, Jaime García Terrés y Enrique González Pedrero-Julieta Campos, así como en la Biblioteca Vasconcelos.

· El Aleph está disponible en varias ediciones en la Biblioteca Vasconcelos y en diversas salas de la Biblioteca de México.
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El actor y dramaturgo ENRIQUE PAGELLA escribe también poesía, narrativa y guion de cine. Nació en Buenos Aires (1965) y a partir del año 2000 se integró al colectivo artístico del Teatro Galpón de Diablomundo, que dirigió de 2012 a 2020. Ha escrito seis obras de teatro, ha actuado en más de una decena y ha realizado giras por varios países latinoamericanos. Ha publicado en Lamás Médula, el semanario El ciudadano del sur, el folletín Los Cucullú, la novela por entregas Hijos de Maro en el portal colombiano Milinviernos, la novela San sucio perro conchudo y el ensayo-ficción Soy de cualquier manera: Gombrowicz.