Fragmentos de novela
Amarás a Dios sobre todas las cosas
De Alejandro Hernández
LIBREROS Y HALLAZGOS:
Migraciones culturales
Vivir lo indecible… ¿Por qué tanta crueldad con los indocumentados que intentan cruzar México rumbo a Estados Unidos?, ¿por qué siendo víctimas de las mismas circunstancias nos convertimos en peores verdugos?
Decía alguien en una carta que pasó de mano en mano por quién sabe cuántas manos, y que ahora reelaboro de memoria: «Aquí uno gana en un día lo que allá ganamos en una semana, se puede uno comprar chocolates, una casa con agua, un carro del color que quiera. Y nada de remordiminto porque no sólo el estómago propio sino el de la familia están bien llenos, gracias a Dios. Y a los gringos, claro, que siempre necesitan quién pode su jardín, les sirva en los restaurantes o lave los baños. Aquí el trabajo sobra: va uno al campo, hay trabajo; va uno a las empacadoras de carne, hay trabajo; va uno a una casa, hay trabajo; anda uno caminando, distraído, y alguien le pregunta si quiere trabajar. Dicen que nos pagan menos que a los gringos, pero qué, a quién le importa, si para nosotros un puñito de dólares son un montón de dólares que obran milagros en nuestras familias y nos dan para vivir very happy. Nomás que eso sí, se harta uno de hamburguesas y hot dogs. Pero es cosa de acostumbrarse, al fin de donas y malteadas está hecho el camino al paraíso».
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—Waldo —la voz viene de la litera que está a su lado derecho.
—Qué.
—Perdóname por lo del otro día.
—No me acuerdo.
—Estaba muy triste, Waldo, y encabronado.
—De eso sí me acuerdo.
—Ya no estoy encabronado. Nomás triste.
—Está bien, a veces hace falta.
—Viendo a todos aquí, tuncos, y yo, nada más por la cara, y puta madre qué coraje. Me caí del tren y tuve suerte, ni un dedo me quitó. Pero mirá nada más mi cara, Waldo. Ni quiero regresar a mi casa.
—Pues no regreses, Quedate, quedate hasta que quieras.
—Parezco monstruo. Has visto, ¿no? Sin un ojo, sin nariz, con media boca. Por eso estoy triste, Waldo. Mi mamá se va a desbaratar cuando me vea.
—Te vas a componer, de veras, dejale eso a doña Olga. Vos nomás cuidate de no ponerte demasiado triste, de no dejarte caer. Pero un poco triste está bien, dejá que se te vaya reponiendo el ánimo. A veces se necesita tiempo.
—Ayer le hablé a mi mamá —la voz tiembla bajo la noche. Otros migrantes, todavía despiertos, escuchan.
—Y qué le dijiste.
—Le dije Voy a regresar a Honduras.
—Y se puso contenta.
—Sí, pero también le dije Voy a llevar a un compa a la casa. No tiene dónde quedarse y me pidió el favor, unos días nada más. Y dice mi mamá Claro, hijo, tráelo. Nomás que este compa, le digo, se cayó del tren, ma, y tiene toda la cara deformada. No tiene un ojo ni nariz, la boca se le fue de lado. Y tiene media cara abierta. Y entonces mi mamá me dijo Ay, Cayo, mejor no, mejor no lo traigas, me dolería mucho verlo, que Dios lo bendiga, pero creo que no aguantaría. ¿No tiene otra parte dónde quedarse?
Waldo enmudece. Quiere decir algo, pero sabe que no puede hablar, que ni con toda la sabiduría del mundo tendría algo qué decir. Tiene el corazón humedecido y la cabeza en blanco.
—Waldo, Waldo, ¿entendés lo que te digo?
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Valente no quería irse, se rascaba la cabeza y decía que no, que él no iba solo a ninguna parte. Hermano menor de mi padre, el tío Valente había sido como un hijo temprano para él. Más adulto en los años que en la vida, parecía no tener energía propia, como si pudiera vivir y caminar sólo si mi padre estaba cerca. Hablaba poco, mi tío. Se rascaba la nuca, se secaba el sudor. Así, solo, no se iba a ningún lado. Entonces nos llevamos a los tres, decían los agentes. No, decía mi padre, no, vete, Valente, tú vete y ya luego te alcanzamos en casa de Ademar. Acuérdate, Houston, Texas, y le dio el papel del domicilio.
Mi papá no habló más que una sola vez de aquello y los que lo escucharon fueron los que lo estuvieron contando. De vez en cuando mi papá maldecía. Era una doble culpa: haber forzado a Valente a irse y haber perdido después a Wilbert. Una culpa inmensa. Empezó a sufrir insomnio y a enojarse por todo. Mi mamá nos alejaba cuando él tenía arranques de desesperación o de coraje.
El tío Valente se fue, y mi padre y Wilbert lo vieron irse despacio, como un niño que por primera vez va a la escuela y no quiere que lo dejen solo. Fue entonces, dicen que dijo mi padre, cuando me di cuenta de que me había equivocado, de que Valente no podría llegar solo a ningún lado, pero ya los agentes estaban subiendo a mi papá y a Wilbert en una camioneta en la que iban otros migrantes. La camioneta se fue dando tumbos por la brecha, mientras los agentes se agitaban, divertidos con el miedo de aquellos migrantes asustados. El vehículo siguió zigzagueando incluso cuando tomó una carretera, hasta que el conductor perdió el control y fue a estrellarse contra un cerro. Todo el mundo giró en un instante, cielo, vidrios, golpes, gritos y polvo confundidos. Los ojos se le llenaron de sangre a mi papá. Era su propia sangre por un golpe en la cabeza, y era la sangre de otros. Paralizado, vio a un migrante muerto. Wilbert le dijo Vámonos, salga de la camioneta, corra. Pero mi papá estaba adormecido y no quería ni podía moverse. Wilbert lo ayudó a salir y lo sentó en la tierra. Le limpiaba la sangre de la cara con su camisa y le daba voces para reanimarlo cuando un policía lo detuvo por el brazo. Wilbert se lo sacudió y se levantó. Nada más quiero curarlo, dijo. El agente lo golpeó en el rostro y mi hermano golpeó en el rostro al agente. Mi papá le gritaba que no, que no. Y Wilbert se echó a correr. Parecía un prófugo de la justicia, dicen que dijo mi padre. Mi hijo huyendo como un delincuente.
Dos de los cuatro agentes estaban heridos por el accidente y los otros dos, ilesos. Llamaron por radio, la escena se llenó de patrullas. Un migrante había causado la tragedia, decían los agentes. Cuál. Mi padre bajó la cabeza. El culpado era el muerto. A pesar de la mentira, mi padre agradeció la elección. Hubieran podido culparme. Me sentí muy agradecido por eso, cobardemente agradecido, y no dije nada. Tampoco dije nada cuando me preguntaron, allá donde nos llevaron, quién era el migrante que golpeó al agente, cómo se llamaba, qué parentesco tenía conmigo. Negué a mi hijo todas las veces que me preguntaron, todo el tiempo. Me dejaron allí dos semanas y todos los días alguien llegaba a preguntarme por el migrante fugitivo. No lo conozco, no sé, no tengo idea. Era un migrante, nada más. Pero qué migrante, de dónde era, en dónde quedaron de verse. Era menos que un migrante, le dije a un jefe de la policía. No seas pendejo, me dijo el jefe, no hay nada menos que un migrante. Y si no era migrante, entonces qué era. Las palabras le supieron a vómito a mi papá. Era nadie, les dijo.
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Para seguir leyendo esta novela, busca el ejemplar en la Sala General de la Biblioteca Vasconcelos, con esta ficha: Alejandro Hernández, Amarás a Dios sobre todas las cosas, colección Andanzas, Tusquets, México, 2013; foto de cubierta: Juan de Dios García Davish.
Durante cinco años, ALEJANDRO HERNÁNDEZ recorrió las rutas migratorias en México, Centroamérica y Estados Unidos, dialogó con cientos de centroamericanos y mexicanos indocumentados y formó parte del equipo que investigó y redactó el primer informe de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos sobre secuestros de migrantes.
Otros libros del autor: Nos imputaron la muerte del perro de enfrente, Para cuando llegue el día, Daniel Jolugo (en colaboración con José Luis Gómez) y La bolsa de vil estrit (Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés).