Érase una vez en la Biblioteca de México
MIGRACIONES CULTURALES
Por Vladimir Balderas Mondragón   |    Junio de 2024
No sabía que en la José Vasconcelos comenzaría mi amor por los libros.
Tenía 14 años la primera ocasión que pisé la Biblioteca de México. Era 1999. Fue para una tarea de la maestra de Español, creo. Me acuerdo de ella no porque fuera bailarina de danza folclórica, menuda, erguida y con el cabello apretado en un chongo en perfecta tensión, sino porque con ella me acerqué a la poesía: Mujer, eres la luna de mi noche (ese fue el verso que le escribí y que entonces me pareció sublime) y la culpable de mi derroche (así lo rematé por consejo de ella). Descubrir que con las palabras se puede construir una imagen o que las palabras pueden contener sentimientos y emociones se convirtió en mi mejor aprendizaje. Pues bien, esa profesora fue quien me pidió, a mí y a mis compas de la secundaria, ir a la Biblioteca de México “José Vasconcelos”.
Ese día no asistí a la escuela y me fui con Rafa Méndez Vega, un amigo dos años mayor que yo. Nos fuimos de pinta, no sólo por ir a la biblioteca y cumplirle a la maestra, sino porque Chapultepec y su feria estaban cerca.
No sabía que en la José Vasconcelos comenzaría mi amor por los libros. Una de las frases que más me incendia la cabeza sobre el libro en cuanto a objeto y recipiente la dijo Borges, él resume en un párrafo cómo es que las herramientas del ser humano son prolongaciones de su cuerpo: el microscopio y el telescopio son extensiones de la vista; el teléfono y la radio, de la voz; la espada y el arado, del brazo. Pero el libro, dice, es otra cosa: el libro es la extensión de la memoria y la imaginación.
Más que un satélite, la biblioteca es una constelación que orbita y da luz a mi imaginario.
Lo que me gusta mucho de la biblioteca y los libros que la habitan es lo que gira alrededor: la carnalidad que palpita en esos espacios que son uno y el mismo. Los libros también son eso: extensiones del placer, ahí también están las pulsiones, el deseo humano, la exploración verbal de la carne.
Salimos de Tecámac poco después de las ocho de la mañana, tomamos un autobús que atravesó la autopista México-Pachuca y nos dejó en Indios Verdes, luego vino el metro, luego Balderas. En ese trayecto Rafa y yo nos hicimos compas cercanos: le conté de Victoria, mi primera novia, a quien no había besado aún y que, en efecto, me traía bien enamorado. Rafael tenía una belleza particular: ojos grandes y aceitunados, piel blanca y pecosa, labios rosados y, ya a sus 16 años, un cuerpo de efebo griego; aunque parecía un güero fresa más de Ojo de Agua, Rafa era de los rebeldes. Su papá tenía una carnicería que atendía él mismo: era un hombre calvo, recio y bien parecido, me daba la impresión de que siempre estaba de mal humor. Rafa era un vatillo que luchaba por abrirse espacio entre los cabrones de su edad, pero la maldición de un rostro andrógino y precioso le ponía trabas.
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Francamente no guardo una imagen clara de cómo era la biblioteca esa primera vez que fui, sólo recuerdo que al final, antes de irnos, entré a la librería y compré mi primer libro: Dr. Atl: paisaje de hielo y fuego, de Alma Lilia Roura. Me costó 40 pesos. Hace poco volví. Más que un satélite, la biblioteca es una constelación que orbita y da luz a mi imaginario: está ahí y ha estado en varios momentos de mi vida: va y vuelve cada vez, voy y vuelvo cada vez a ella.
Antes de esta última remodelación del espacio peatonal, cuando los puestos callejeros de libros ocupaban el costado que va del Centro de la Imagen a la entrada del metro, iba regularmente a buscar libros: una buena parte de mi biblioteca proviene de ese corredor. En ese espacio conseguí libros que quiero mucho y que hoy viven conmigo: varias ediciones dignas de Cortázar (no esas de bolsillo que se amarillean con el tiempo), uno de John Szarkowski, otro de Antonio Turok y varios más. Esos comercios hoy ocupan la barda de la biblioteca que da al Parque de la Ciudadela, y he reconocido varios rostros entre los vendedores, incluso puedo saber quiénes siguen ahí, por el estilo y cuidado con que tratan sus libros. Esta última vez compré un poemario intonso de Wisława Szymborska, publicado por la Universidad de Sinaloa.
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Recuerdo que saliendo de la librería, aquella vez de mi visita con Rafael, nos comimos una torta afuera del metro. Éramos los primeros clientes. La mañana aún no se despertaba del todo. Cada quien pidió una de milanesa y quesillo. Rafa pagó lo exacto; yo, con un billete de cincuenta pesos. El tortero, distraído y apurado por picar la cebolla y terminar de ordenar el puesto, me devolvió el cambio. Nos echamos a caminar. Conté el cambio y descubrí que me había devuelto de más. La torta me había salido gratis y encima tenía como 50 pesos extra. Quise regresarlo pero Rafa me paró en seco: “Aquí o te chingan o los chingas, ni modo; él se equivocó, vámonos”. Nos fuimos al Castillo, anduvimos explorando, nos metimos a la Feria de Chapultepec, me subí por primera vez a la Montaña Rusa...
Pienso en cómo y con qué emoción me ardía la piel a los 14 años, y esa misma hambre por otro cuerpo nunca se ha ido: la vida que busca la vida. Me acuerdo de Jean Genet y su Diario del ladrón; de Historia del ojo, de Bataille; de Las edades de Lulú, de Almudena Grandes. Pienso en todo eso ahora que camino por el Parque de la Ciudadela y veo a los preparatorianos que se juntan en grupos para platicar y acompañarse, para ensayar y estimular el contacto físico con su opuesto; unos se prensan en un beso hondo que me produce envidia, otros prolongan los abrazos en cuartos de minuto. O en la pulsión del cuerpo que se transforma en baile los fines de semana, cuando este espacio se llena de salseros y danzones y se vuelve procaz al caer la noche, cuando los personajes de Genet o de J. M. Servín se escapan de las hojas de los libros y llenan de sexo, vouyerismo y prostitución estos alrededores.
Me entregó el amor mismo vuelto un objeto precioso.
Esa vez con Rafa, ya en el camino de vuelta rumbo al metro Chapultepec, hubo un vato que me olió la inocencia y el amor desmedido que en ese tiempo sentía por Victoria y, en el acto, me ofreció el regalo perfecto para ella: un anillo con nuestras iniciales grabadas por la módica cantidad de cinco pesos. Dudé, pero pudo más la imagen de verme poniendo la joya en su dedo anular como símbolo de que mi amor era puro, único y eterno. El vato se puso en chinga a tallar la prenda y a cada tanto me preguntaba, ¿no quieres que le agregue unas estrellas? ¿Y un corazón? ¿Qué tal una “y” entre tu inicial y la suya? No podía negarme: cada adorno extra le daba más alas a la imagen de Victoria unida a mí. Hasta que terminó y me entregó el amor mismo vuelto un objeto precioso. Le di mis cinco pesos. Él, serio y firme, me dijo: son setenta pesos. Me puse blanco. ¿Qué? Le pregunté. Sí, son setenta pesos, no cinco. Alegué que él me había dicho cinco en un principio. Respondió que sí, pero por el puro anillo: los grabados se cobraban aparte y enseguida enlistó los precios: yo había aceptado casi todo el paquete, sólo hicieron falta unas mariposas. Apelé a la lástima de la pobreza y él, después de intimidarnos y asegurarse de que no teníamos más dinero, nos dejó ir por 35 pesos o algo así.
Rafa trató de quitarme el mal sabor, pero, como no pudo, mordió el anillo y lo dobló hasta romperlo, luego me lo devolvió. Yo lo sostuve entre mis dedos: lo que parecía sólido y perpetuo ahora estaba torcido, deforme e inservible. En un arranque de falsa ira lo arrojé al bosque.
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Pasaron los días. Tuve mi primer beso con Victoria y a los dos meses me rompió el corazón: se besó con otro y en la tarde me cortó por teléfono: Es que tú y yo ya no somos novios, me dijo. Con el tiempo, Rafa desapareció. Se fugó a Puebla o a Tlaxcala por no sé qué problemas con su papá. Ya no volvió a las clases ni a la escuela. No he vuelto saber de él, desde entonces la historia quedó como en el final abierto de un libro. La biblioteca, para tranquilidad de mi memoria, me lo recuerda cada vez que piso su espacio.
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· Las fotos son cortesía de Vladimir Balderas Mondragón.
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Escritor y fotógrafo, VLADIMIR BALDERAS MONDRAGÓN nació en la Ciudad de México (1985), estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha publicado en espacios como Este País, Bitácora, Desprendida o Food&Wine. Su quehacer artístico se centra en la imagen y su representación escrita. Instagram y Facebook: @balderasymondragon, X: @soyelnegrojose