Pasaje a China
MIGRACIONES CULTURALES
Por Claudia Hernández de Valle-Arizpe   |    Junio de 2024
Hay experiencias que nos transforman. Aunque muchas no son previsibles como factores de cambio, y sencillamente aparecen sin aviso, sean momentáneas o prolongadas, hermosas o terribles, otras sí se anuncian. Ir a vivir a China necesariamente se inscribía en la segunda categoría, y así lo supe desde antes de emprender el viaje: su lejanía, su inmensidad geográfica, la otredad de un pueblo, una lengua ajena, esa suerte de trasplantación de una mexicana a un paisaje desconocido, se perfilaba, desde ya, como una experiencia muy transformadora. Lo fue.
En 2005 obtuve la plaza de maestra de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Pekín a través de la Secretaría de Relaciones Exteriores de México y la universidad china en cuestión, para impartir clases tanto en posgrado como en tercero de licenciatura en la Facultad de Español. Estaría un año. Recibiría un sueldo mensual modesto en yuanes que no me daría la posibilidad de viajar por el país, pero sí de conocer esa inmensa ciudad y sus alrededores, de ver espectáculos en el teatro universitario, de estudiar un poco de chino mandarín, de comer muy bien. El hospedaje lo puso la universidad: un estudio con cocina, baño con tina, escritorio con vista a un lago seco rodeado de sauces y varios templos que, desde el primer día, simbolizaron para mí ese continente que pisaba por primera vez, a mis 42 años.
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El vuelo, de San Francisco, California, a Pekín, corazón político, social y cultural de China, culminó con un aterrizaje que me dejó ver poco antes rectángulos de calles grises entre tejados rojos, algunos árboles más bien ralos, un cielo increíblemente plomizo. ¿Iba a aguantar la soledad en esa ciudad? Dejé a mi marido y a mi hija tan lejos de allí, y aunque irían a verme cuatro meses más tarde, para Navidad y Año Nuevo, un temor de claudicar a la mitad del camino me asaltó sin remedio.
El alma es de esos lugares en los que el mundo se nos revela valioso y entrañable, por no decir mágico y lleno de belleza y verdad.
Los primeros meses fueron de intenso calor húmedo. Recuerdo un agosto tórrido: las muchachas en minifalda, montadas en bicicleta, solas o en pareja, de día y de noche. Los puestos de fruta en el campus con manzanas muy jugosas y crujientes que nunca antes había probado, las uvas, los caquis o persimón. A pesar del calor, a diario me dejaban en la habitación dos termos altos con agua muy caliente para el té verde: Lu chá, una de las primeras palabras que aprendí a pronunciar. El té verde se bebe todos los días del año, varias veces al día. Aprendí a extrañar el café y luego a no pensar más en él.
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“Mi patria es mi lengua”, escribió el poeta Fernando Pessoa. Si lo pensaba mucho y me aferraba a esa idea del portugués, y que mucho tiene de cierto, sin duda me haría daño, así que mejor apliqué, cargada de asombro cotidiano, la máxima latina “Ubi bene, ibi patria”, en la que siempre he creído. Uno es de donde se siente bien; el alma es de ese o esos lugares en los que el mundo se nos revela valioso y entrañable, por no decir mágico y lleno de belleza y verdad. Eso me fue sucediendo en Pekín conforme pasaban los días de cátedra, con sus altibajos, sorpresas gratas, pero también cuestionamientos personales sobre la docencia.
La rutina, esa bendición que sólo lo es en la medida en que abra ventanas y puertas para romperla (en mi caso, con paseos increíbles, largas lecturas, incursiones en restaurantes dentro y fuera del campus los viernes, sábados y domingos que estaba libre de dar clases), me colocó en un tablero que permitió me moviera cada vez con mayor seguridad a pesar de la barrera del idioma. ¿Me importaba que se burlaran de mi pronunciación al decir las frases que con tanto trabajo aprendía cada semana con mi joven maestra? En realidad, no. Muchas veces yo también me reía con ellos. Los chinos que conocí en todos esos meses eran, como los mexicanos, muy de tocarse, de picarse la panza (literalmente) y de soltar la carcajada ante cualquier malentendido.
Comencé a notar más las similitudes que las diferencias entre ellos y nosotros: celebrarlo todo con comida, desde los cumpleaños hasta cualquier logro personal, familiar o laboral, caminar de la mano sin importar la edad, la cercanía de los abuelos con los nietos que pasan horas juntos en un parque. Es cierto que allá me resultaron más rudos: si te empujan con fuerza no se disculpan, por dar un ejemplo, pero uno se va acostumbrando a no enojarse por lo que no puede cambiar. Algunos extranjeros se irritaban con la acumulación del polvo en las aulas y en las oficinas, o con la cuestionable manera de limpiar pisos y baños, pero, francamente, con tanto por ver y descubrir, perder la paciencia por esas cuestiones técnicas, me parecía más bien tonto.
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Entre mis lugares favoritos de la ciudad estaba el Palacio de Verano. Detenerme allí en un puente sobre el lago Kunming se convirtió, quizá, en el más poético de los ejercicios espirituales de mi estancia. Otro más fue, sin dudarlo, el Templo de Confucio, cerca del Templo de los Lamas, con sus árboles, sus nueve patios, sus enormes y pesadas tortugas, sus dragones hacia el cielo y las estelas de piedra con palabras del filósofo, además de sus pabellones bajo el graznido de los cuervos en invierno. La inmensidad de la Ciudad Prohibida con sus elevadas bardas rojas, su encierro abierto, su historia. Parques, calles comerciales, más templos, mercados insólitos, otoño rojo y amarillo, invierno blanco, primavera florida en los árboles, Pekín me asalta a veces con sus mesas de verduras, jiaozi, pescado entero nadando entre chiles, pato en piezas relucientes y esos tallarines remojados en la salsa del caldero en que estuvo el pescado, como colofón del banquete. También me asaltan las carpas multicolores en estanques y en peceras, los ancianos cantando y bailando con gracia en los parques, el ascenso a Wofo, el Templo del Buda Reclinado, dentro del Jardín Botánico de la ciudad. Esos lugares y muchos más, pero también las personas (alumnos, maestros, comerciantes, taxistas, cocineros, transeúntes, empleados públicos, traductores, bailarines, poetas, artistas plásticos), además del calor y el frío, y por supuesto la comida y las fiestas populares se fueron metiendo a mis poemas.
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Era tal el azoro en el que vivía allá, que en realidad escribí pocos poemas in situ. Lo hice después, pasados meses y aun años, pero con las imágenes y las sensaciones todavía muy vivas. De aquella larga estancia surgieron los textos de México-Pekín, un libro de poesía cercano a la crónica, a la admiración exaltada, pero también a la denuncia de algunos capítulos del pasado chino y mexicano. Me fue inevitable comparar dos enormes, muy pobladas, ricas y complejas ciudades que comparten el lujo de su grandeza cultural pero que también enfrentan importantes retos ambientales, ecológicos y de desarrollo humano. Algunos poemas de México-Pekín fueron traducidos al chino y esperan la traducción del libro completo. También han aparecido en no pocas revistas y suplementos, así como en antologías. Destaco el libro El Lejano Oriente en la poesía mexicana, una extraordinaria compilación con selección y prólogo de la poeta Elsa Cross, publicado en diciembre de 2022 por la UNAM, la UAS, la UANL y Vaso Roto Ediciones, en el que Elsa generosamente incluyó diez de mis poemas chinos, y de donde tomo uno de ellos:
En chino
Hay que decir las torpezas:
el miedo a una pulmonía en un país lejano
donde la enfermedad se reproduce
como la mudez de las palabras.
Hay que escribir cada balbuceo,
cada gesto desembocando
en el silencio extranjero.
Ante éste, quedan los templos;
allí es posible vagar su rojo de muros,
su dorado azul de altares,
su esplendor de frutos y de cintas
atadas al ginkgo.
En chino sólo hay minúsculas.
O sólo mayúsculas.
No hay género en chino.
No hay singular ni plural.
No hay casos.
(Parecería fácil hablarlo)
y que rodaran las palabras por la garganta
como las dulces chinas de invierno,
como un sueño de navegante,
como un instrumento bien ejecutado.
Pero al despertar a la realidad
de su vibración ajena,
a sus formas de decir,
relinchan en sus praderas,
sus montañas, su vasta geografía,
(y no quieren salir de su territorio)
esas palabras que suben y bajan a placer
por los picos de cuatro tonos.
Un préstamo es siempre ajeno.
Y es que la lengua no es sólo la lengua.
No es sólo memoria exacta de vocablos
sino confín de emoción sexual y beata;
lugar de gargantas y de peces.
Aquí, ningún puente posible: silencio.
Un silencio cada vez mayor
congela curvaturas en la rama.
Su apariencia oculta
lo que florece bajo otros climas.
La escarcha es igual a una voz aprisionada.
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DE LA AUTORA DE ESTE ARTÍCULO encontrarás algunos libros en la Biblioteca de México:
· Sala General y Sala de Consulta: Claudia Hernández de Valle-Arizpe, México-Pekín, Conaculta, México, 2013.
· Fondo José Luis Martínez: Claudia Hernández de Valle-Arizpe, Agua, barro y fuego. La gastronomía mexicana del sur: Campeche, Chiapas, Quintana Roo, Tabasco, Veracruz, Yucatán, Fondo Regional para la Cultura y las Artes de la Zona Sur, Capeche, ©2000.
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La poeta y ensayista CLAUDIA HERNÁNDEZ DE VALLE-ARIZPE nació en Ciudad de México (1963). Estudió Lengua y literaturas hispánicas en la UNAM. Su amplia carrera literaria le ha valido importantes reconocimientos como el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta por su libro Deshielo y el Premio Iberoamericano de Poesía Jaime Sabines para Obra Publicada.