'El cura Vargas' Jorge Vargas Bohórquez
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El cura Vargas

Ataduras e identidad en los altos andinos

MIGRACIONES CULTURALES

Por Jorge Vargas Bohórquez   |    Junio de 2024

En pueblos agrestes, una frontera ficticia encara al sacerdote y al pícaro, al piadoso y al impío, como si uno pudiera imponer su ética sobre el otro.

Es inútil renegar de las ataduras ontológicas a la tradición: siempre se acabará enterrado por el padre. Quien ha viajado o emigrado sabe que las similitudes entre las distintas provincias latinoamericanas desatan la añoranza, acucian la melancolía. Hay lugares en los altos andinos donde cualquiera reconoce con claridad el murmullo familiar que deja el polvo huyendo de las piedras.

En la provincia de Loja, en Ecuador, frontera ficticia con Perú en los siglos XIX y XX, el contrabando nutría de bondades y vicios ambas regiones. Pueblos agrestes, de vieja presencia inca, en un páramo andino rodeado de precipicios, cañadas, mezquinos recursos naturales, de algún modo dieron abrigo para que se asentaran santificadores y herejes letrados. Cientos de sefarditas que huían de la España salvaje sembraron consuelo donde el deseo era ingobernable. Los negros, mulatos, zambos de Perú y del centro del Ecuador se escabullían entre riachuelos y peñascos, sin que las criollas tuvieran escapatoria. Los religiosos trataban de advertirles que no se dejaran distraer por las conversaciones insidiosas del diablo. Pero el diablo también estaba en el polvo, en las sequías, en el juego, en el café y el cacao, en la plata robada.

A principios de 1900 nacieron los hombres y mujeres de esta historia. Los unos tomaban a las otras, se las llevaban a caballo o en largas caminatas hacia la frontera, llenando de confusión el prejuicio. Algunas jóvenes, inconsolables de vergüenza, repudiadas por el barbado patriarca, se arrojaban a un precipicio, el Shiriculapo (el Balcón del Inca) para pagar con su sangre la inocencia perdida.

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En tales pueblos maltrechos, cada uno distanciado del otro por sus utopías y secretos, las figuras más importantes eran el sacerdote y el escribano. El poder de las imágenes contra el poder de la palabra. Así el día de la genealogía: un descendiente de zambos, Demetrio Vargas, se robaba a una doncella educada, hija del espigado notario y escribano del pueblo, don Albertano Ludeña. Demetrio, hijo de zambo, trasnieto de sefarditas, jugador avezado, pendenciero, apostador, contrabandista. Nadie se extrañó en Catacocha, lugar de los hechos, excepto la familia de la joven Prepedigna, pues pareció haber consentimiento, resignación, tan hiriente para sus padres, como si ella misma hubiera levantado a galope al inocente Demetrio. Huyeron.

Pero el pícaro tenía un hermano, el sacerdote Manuel, quien blandía desde su atrio la fuerza de la eucaristía, enorme para su estatura media, lentes de sabio, moreno como toda la frontera. Lo enfrentó, lo reprendió, le recordó la daga de Dios. El pícaro, en cambio, blasfemaba, aullaba sus más preciadas herejías. Algunos juraron que un día, a golpes, uno contra el otro, trataron de imponer una sola ética para siempre sobre la tierra.

Como no hay una cura para la mala suerte, en una resaca de sus derrotas, habiendo sido desplumado el gallo que lo hizo perder tantas veces, se refrendaba en la ruina, con su mujer a punto de parir. Sin un centavo para proveer, se cargaba en el hermano sacerdote, que cada cierto tiempo era enviado a las distintas casas curiales de los pueblos. Demetrio lo acompañaba, reclamando pan y cobijo para él y su familia. Eso sí, nunca perdía ocasión de decirle, por cualquier pretexto, que era un maldito comehostias, adalid de los engaños.

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En cada pueblo, tal vez siguiendo algún calendario incaico, Demetrio le hacía un hijo a Prepedigna. Residían cerca de las curias donde habitaba el hermano: cuatro pueblos, ocho hijos. Demetrio culpaba a la mujer de su fertilidad, reñía al clérigo por cualquier cosa, aventaba la comida por el piso de adobe, maldecía su suerte y se largaba a jugar, a beber, a perder. Invariablemente, mandaba a tirios y troyanos a la mierda. Sería temido en los pueblos del sur de la provincia, nadie quería siquiera preguntarle la hora, siempre acababan enviados al infierno. La injuria preferida: se cagaba en la leche. Resabios criollos en boca de zambo. Así coincidían los hijos, las maldiciones y los caminos. Todos de caravana en pleno western andino.

El camarada mártir, en su ascensión a santo, intentaba cobrar su “ser Cristo en el otro”, enlistando a la prole y a la mujer del blasfemo jugador a los escuadrones de la fe. Pero nunca tuvo éxito. Prepedigna era atea, lectora voraz, y sus hijos, desde escuincles, le agarraron gusto a la herejía. Ella de algún modo montaba malabares para que los chicos no se perdieran en el juego, en la pólvora, en el desenfreno prometido por los valles pelados.

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Después de esos doce años, la mujer un día se hartó y fue vista en la última caravana con sus herejitos a Guayaquil, la ciudad más próspera del Ecuador en la segunda mitad del siglo XX. Allí se perdieron entre negros, blancos, indios, cholos y se hicieron profesionistas y gente de bien: uno intentó secuestrar un avión para donarlo a Cuba, otro iba a matar a Pinochet en una visita que hizo el tirano al Club de la Armada de Guayaquil, el más viejo de todos inventó un material para construir casas prefabricadas en el pueblo, pero perdió en el póker. Dos se fueron a Estados Unidos, afines a la errancia: ella se hizo una romántica de la cocina, y el otro un día, en 1994, se tomaba la Universidad de Chicago, apareciendo en televisión mundial y declarando que el acto era porque no se habían respetado las cuotas de derecho para que trabajaran las minorías raciales. Acto genealógico: se cagaba en la leche yanqui.

Si en las tertulias alguno menciona al cura Vargas, reniegan de su militancia religiosa, y lo borran en la bruma y polvaredas de las fatigadas migraciones. En documentos de la provincia consta que se haría teólogo y nadie lo bajaría de inmaculado en los veinte pueblos donde dio fe de sacrificio y paciencia infinita. Sería el padre doctor Manuel Vargas Calle. Una pequeña escuela cerca de la capital de la provincia de Loja hoy lleva su nombre. También es autor de la letra del himno de Pozul, un pueblito discreto de los Andes, donde ya nadie mata a nadie porque llegaron a un acuerdo ejemplar quienes tienen la palabra en Cristo y los que la guardan en el hombre.

Hace apenas unos días me enteré de que Prepedigna Ludeña Erráez, la mujer de Demetrio, dejó de creerle sólo hasta el último de los ocho hijos que le hizo, y escapó de su égida al final de sus días. Cuentan que, sin embargo, se deprimió mucho con la noticia de su muerte. Allí pude comprender con plena evidencia metafísica, la única que en estos días da pruebas de algo, lo que habrá sentido el hermano santo cuando se enteró de que el bandido había muerto rodeado de sus hijos.




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Foto: Cortesía del autor

Narrador y ensayista, JORGE VARGAS BOHÓRQUEZ es también asesor en comunicación política y profesor universitario. Nació en Guayaquil, Ecuador, y reside en México desde hace treinta años. Ha publicado La Manada, El mecenas desconocido y ha colaborado en diversas antologías de crónica y en periódicos como La Jornada, unomásuno y El Nacional.