'Los objetos y los fantasmas' Óscar Adán
Imagen: IA

Los objetos y los fantasmas

Videocasetes, devedés y el afán coleccionista

MIGRACIONES CULTURALES

Por Óscar Adán   |    Junio de 2024

Muchísima música en vinilo nunca pasó a CD y grandes temas en CD no pasaron a Spotify. Nuevas generaciones jamás entrarán en contacto con ciertas obras. ¿La cinefilia se exintiguirá o se volverá un amor incondicional por la emulación?

En mi última mudanza contemplé deshacerme de varias cosas. Entre ellas, mi colección de DVD. La decisión nació de la practicidad (ya no reproducía los discos, llevaban exhibidos en un anaquel varios años, en claro desuso) y de un cambio en mi comportamiento como espectador/cinéfilo. Cada cambio de formato en los soportes trajo consigo una transformación en mi manera de acceder a las películas e inclusive de relacionarme con la imagen. Hábitos, manías, actitudes, política y economía, hasta relaciones amorosas y de amistad cambiaron. También llegaron el BluRay y las pantallas de alta resolución: la obsolescencia cayó como una sábana mortuoria sobre mis viejos (no tan viejos) discos. La piratería amplió su oferta y los títulos más oscuros e interesantes estaban apenas a un trayecto en bus. Y si el objeto (en particular las ediciones especiales con material adicional y postales) fue lo que me sedujo al comienzo de mi afán coleccionista, lamentablemente los altos precios, la consciencia de que jamás tendría todas las películas que quiero y una afición más marcada por los vinilos y los libros (no se puede mantener tantas adicciones a la vez) hicieron que dejara de atesorar los dichosos DVD. Las plataformas de streaming y las descargas por torrents dieron la estocada final. El anaquel invasivo podría ahora contenerse en un pequeño disco duro portátil. Queda la pregunta de por qué no me deshice de la colección. Las portadas me observaron desde las cajas sin brillo: Kill, Baby… Kill!, de Bava, y Las zapatillas rojas, de Powell y Pressburger, lanzaron guiños. ¿Melancolía, apego, idolatría, aferrarme al pasado? No lo sé.

Esta pregunta me condujo a otras y me llevó, además, a repasar instantáneas de mi historia personal con los soportes. Del celuloide a los bytes, de la pantalla inmensa al teléfono celular, mis encuentros con la imagen van de la mano con experiencias significativas. Aquí comparto algunas. Quizás un ejercicio de memoria, quizás una confesión pasajera.

El amor no se demuestra en mi familia con mimos, palabras, abrazos ni besos. Se expresa con acciones. Aquella tarde mi madre me llevó al cine. Era la primera vez. Vimos una película animada que me hizo llorar. En la butaca estaba yo, un niño de apenas seis años, soltando lágrimas frente a las imágenes de un ratón en peligro, separado de su familia y a merced de los gatos. De lo poco que recuerdo de esa tarde, está la sensación de agradecimiento y eso: las lágrimas. Gratitud por conocer el gran teatro, que luego se convertiría en iglesia cristiana y, después de la quiebra de la fe, en casino y lugar de eventos nocturnos. Tal vez rememorar la infancia sea eso, volver a las sensaciones, a las huellas y sonidos. Volver al rostro de la madre, joven y bella, sin las grietas ni el dolor de la vejez.

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Foto: Maksim Katiukhov

Si conocí el cine gracias a mi madre, fue por mi viejo que me aficioné a las películas. De niño, y casi hasta bien entrados los veinte, le tuve miedo a mi padre. Un ser gigantesco (aún), fuerte, de pecho de toro y ojos desconsolados. Con su escaso sueldo y la frente llena del sudor de trabajar como vendedor de alimentos durante el día, llegó una tarde con una videograbadora, un Betamax, y todo cambió. Trajo también una cinta. Un film de aventuras de un tal Indiana Jones. No comprendía cómo la luz y el traqueteo del proyector de la sala de cine se trasladaban a una caja de plástico, sin embargo, el asombro mayor vino cuando mi madre nos llamó a comer y yo, preso de ansiedad porque la película no se había acabado, presencié cómo mi padre la detuvo. Así, sin más. Alquimia, brujería, tecnología. El videocasete podía pararse, retroceder y avanzar a voluntad.

Vinieron más cintas y el ritual de fin de semana de ir a alquilarlas. Aunque le tenía pavor a mi viejo, sobre todo cuando llegaba cansado de tanta humillación, reconocí mucho después que guardar dinero para alquilar una cinta de niños era un acto de sacrificio, de entrega. Todavía recuerdo sus carcajadas frente al diminuto televisor. La alegría de la clase media.

A pesar de la migración a los sistemas caseros, el cine todavía rondaba nuestras vidas. La sala cobró mayor importancia, porque requería tiempo, dinero y planeación. Cerca de la casa había un pequeño teatro. Caminando alguna vez con mi padre por allí, lo vi detenerse ante la vitrina de anuncios. Así era como la gente se enteraba de los estrenos y su contenido. Una película de guerra, pensé, porque la imagen era la de un casco de soldado que tenía escrito “Nacido para matar”. Quise verla y me lo prohibieron. Aprendí en esa etapa final de la niñez que había películas para grandes y para chicos. Entendí que crecer no era únicamente una cuestión de estatura, sino de tener acceso a las imágenes prohibidas.

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Imagen: IA

Unos tíos vivían en un complejo de viviendas en el extremo de la ciudad. Visitarlos era un largo trayecto. Mi manera de entender la cartografía citadina estaba vinculada a los desplazamientos con mis padres y mi hermano: visita a los tíos (occidente); tomar la ruta escolar e ir al colegio (norte); ir al mercado de las pulgas para que mi padre comprara revistas viejas sobre mecánica automotriz y nutrición (centro). En el occidente me parecía que todo estaba deslucido, las casas tenían un tono amarillento y lleno de polvo. Las fachadas eran de color ocre, idénticas. La verdad no me gustaba ir allá. Sigo sin ser afecto a visitar a la familia. No obstante, allí ocurrió otro suceso cinéfilo, otro ritual.

Mientras mi madre charlaba con mi tía, mi hermano y yo fuimos a la videotienda del barrio, pues mi primo, que no tenía videocasetera, nos contó que en aquel sitio había otra posibilidad de acceder a las películas. Efectivamente, detrás de los exhibidores, había un cuarto con un reproductor de Betamax, un gran televisor, sofá y sillas. Era una pequeña sala casera, y el negocio consistía en alquilar la película y el espacio para grupos de no más de cinco personas. Como teníamos que compartirlo con otros chicos del barrio, se decidió por votación ver dos películas: una de karatecas (que no disfruté, pero que luego, veinte años después rastreé, repetí y adoré) y El exorcista, la que pude ver por fin sin permiso de mis padres. Siguieron diez días de pesadillas, pero no me importó: la necesidad de tener esta película para verla una y otra vez hizo que comenzara a comprar por fin, a tan corta edad, con ahorros obtenidos gracias a regalos de cumpleaños, cintas originales.

Siendo el más bajo de mi salón de clase, el más pobre (estaba becado) y el más moreno, me refugié en la búsqueda de imágenes para encontrar mi identidad y demostrarle al grupo que yo tenía cierta valía. Fui el que consiguió las primeras películas de terror y acción, quien aprendió a copiarlas y distribuirlas entre mis compañeros antes de entrar al bachillerato. La dignidad en los colegios de clase alta se reducía a ser distinguido por un rótulo. Gané el mío gracias al arrojo de caminar los barrios populares y comprar películas piratas, por aprender a copiarlas y luego tratar con estudiantes de grados más altos y hacer intercambios.

Con esa actividad llegaron dos estigmas: me identificaban como el de las películas de miedo, entonces el cura del colegio llamó a mis padres para contarles que yo era satánico; además llevé antes que nadie una cinta de adultos, así que mis compañeritos me tildaron de pornógrafo (y sólo me quité este rótulo cuando fui el primero en llegar con cintas de conciertos de Led Zeppelin y los Rolling Stones).

A la par de los formatos y la cinefilia, crecía mi interés musical. La llegada del VHS también me obligó a actualizar mi repertorio y a conocer una contrariedad en los soportes. ¿Qué hacer cuando aparecía un cambio tecnológico? Es decir, si tenía una película en Betamax, pero luego se editaba el VHS, ¿tiraba la primera, la conservaba, compraba la segunda y me quedaba con las dos? Así vino el segundo interrogante, uno tremendo: ¿por qué varias películas que estaban en Beta no salían de nuevo en VHS? Más adelante (fast forward), esto se trasladó a ¿por qué muchísima música que estaba en vinilos de 78, 45 y 33 r. p. m. nunca pasó a CD? ¿Por qué grandes temas en CD no pasaron a Spotify? La conclusión: nuevas generaciones jamás entrarán en contacto con ciertas obras. Volvamos. La tecnología decidió, me pasé al VHS y convertí en hábito ir al centro a comprar copias piratas de clásicos y conciertos de rock.

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Foto: Kohanova

Estoy en sexto grado y termino muy amigo de un estudiante de noveno. Los dos coleccionamos. Él tiene mucho dinero (yo nunca tuve mesada) y compra lo que quiere, cuando quiere. Frente a mi casa vivía un coleccionista de otro nivel: montañas de vinilos y videocasetes (y también otro formato con el que coqueteé más bien poco, el LaserDisc). Íbamos a menudo con mi buen amigo Luis Da a maravillarnos de la colección (Luis Da, otro compadre –Páez– y yo tuvimos varias aventuras de coleccionistas en la adolescencia; una de ellas, comprarle discos a un vendedor ilegal de leche de vaca, pero esa es otra historia). Llevé al chico de noveno, pues el vecino tenía todo a la venta (lo ha hecho tres veces y las tres veces ha vuelto a comprar todo de nuevo, otra manía de los coleccionistas arrepentidos). Aquel chico (perdonen que no lo nombre) le compró películas, vinilos, afiches, todo cuanto pudo. Arrasó.

Con este recuerdo creo que deshacerme de mis DVD es acabar de tajo con la materialidad y el fetiche. Es ahogar ese deseo de arrasar, de poseer, de apilar. Años después de aquella compra, me llega la noticia de que el chico de noveno había muerto. El chisme dice que sobredosis, el chisme dice que suicidio. Sólo pensé en quién heredaría todos esos discos y películas.

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Foto: Loganban

No abandoné el celuloide. Antes de graduarme del colegio, agarré una sana costumbre: como sentía que no era ni apuesto ni lo suficientemente inteligente para conquistar chicas, me metí en el rollo de saber mucho de cine. Tenía la absurda creencia de que conocer las filmografías de la Europa oriental comunista iba a resultar más atractivo para una universitaria de primer año.

Lo que sí sucedió es que me dio por visitar la sala del Museo de Arte Moderno, en medio de aguaceros y ladrones esperando a la vuelta, y me aficioné a ver películas que no entendía. Había una fascinación con el proyector de 16 mm y los subtítulos que apenas si se podían leer. Fui sagradamente a esa sala durante un año. No conquisté a ninguna chica, pero conocí a otros cinéfilos. Siempre me llamó la atención uno canoso, arrugado, venido a menos, de boina. Me enteré luego de que era un famoso crítico. Sentí miedo de convertirme en él. Dejé las filmografías de la Europa oriental y trasladé mis gustos al cine gringo clásico. Nunca compré boina.

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Foto: Butus

En 2001 entré a trabajar como profesor en un colegio privado. El eterno retorno: el muchachito becado de clase media que estudió entre los pudientes ahora regresaba, todavía clase media, a trabajar dándoles clase a los pudientes. El capitalismo me tomó en sus garras: al recibir una paga bastante alta para alguien tan joven, lo único que pude hacer fue comprar todas aquellas películas y discos que deseé en la adolescencia. Dilapidé mi primer sueldo en dos cosas: 80% en aquellos objetos y 20% en un regalo para mi padre. El regalo llevaba una nota, la única que le he escrito. Palabras de cariño y agradecimiento.

Más adelante se popularizó la compra en línea y llevé al extremo la manía: llegaban a casa DVD procedentes de México, Argentina, Brasil, Estados Unidos, España y China. Tuve roomies y se beneficiaron de mi colección: Mario, por ejemplo. Me ufané de tener joyas inconseguibles y tuve un breve asomo por el cineclubismo gracias a mi amigo Armando. En casa de otro amigo, Gustavo, años después, organizamos proyecciones caseras casi multitudinarias. El plan era pasar la resaca de la fiesta del sábado comiendo pizza y viendo pelis. Hacer menos amargos los domingos.

Ahora debo resumir. Mientras escribo, vienen y vienen recuerdos. Por ahora van estos. La reflexión se alarga, interminable. Este texto es una cinta de VHS. Presiono “adelantar” y me detengo al azar:

Y pasaron los años. Se me cayó el pelo y dejé crecer la barba.

Compré películas. Pasé del giallo y las delicias psicotrónicas a Bresson y Fassbinder. Me volví un poco aburrido, digamos.

Hice viajes y, antes de visitar los museos de cada nueva ciudad, compré películas. Un falso turismo cultural que podría denominarse “videosaqueo internacional”. En una ocasión, en Buenos Aires (y esto fue antes del comercio online), me cité con un coleccionista. Llegó al apartamento en donde me alojaba con varias cintas de VHS. El intercambio monetario se sintió como si comprara algo prohibido, ilegal. El tipo era tan extraño (voz aguda, mirada perdida, dientes amarillos, manos en los bolsillos) que sentí que me iba a liquidar, tal como les pasa a los incautos que, según noticias, se aventuran a comprar en el mercado negro.

Viví en unión libre un par de veces. Los anaqueles de películas resultaban un problema de espacio.

Compré películas. Pasé del cine intelectual al noir gringo. Me volví predecible, digamos.

No rebasé los dos, tres años y me separé otro par de veces. Los anaqueles llevaron al divorcio.

Llegó el Blu-Ray. No me interesó. Lo intenté, pero nada. Volver a comprar todo de nuevo en otro formato ya era desquiciado.

Fui al cine también. Pero solo. No abandoné la sala. ¡Jamás!

Se popularizaron los torrents. Me aficioné. Llené teras y teras de películas que nunca veré en vida. El problema: no organicé una base de datos. Realmente no sé qué tengo.

Llegó el streaming. Veo poco. Trato de ver lo menos posible en esas plataformas aunque mi trabajo me lo exija. Aprendí a ver series. Sin embargo, cada vez me defraudan más.

Ahora la IA va a diseñar/recrear/producir las películas a partir de prompts. ¿La cinefilia se exintiguirá o pasará a ser un nuevo amor incondicional por la emulación? Esta reflexión me hace hace sentir muy viejo.

Como dije al comienzo, las cajas con los DVD empezaron a estorbar. No he sido capaz de deshacerme de ellas. Ahora mismo recorro mi estudio. Los DVD están al fondo de un clóset. Amontonados.



· Hablando de coleccionistas… para muestra, un botón: asómate al Fondo documental Carlos Monsiváis, la MONSITECA, el acervo hemerográfico que tuvo a bien reunir a lo largo de su vida: revistas favoritas, artículos que escribió para tantas publicaciones periódicas, correspondencia, fotos, recortes y otras curiosidades en papel, y que las y los bibliotecarios han clasificado con paciencia:
https://www.bibliotecademexico.gob.mx/monsiteca/




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Foto: Cortesía del autor

Escritor y guionista, ÓSCAR ADÁN es oriundo de Bogotá, Colombia (1980). Ha escrito el libro de cuentos Cerveza Nacional (PIE, 2017), la novela Fieras (FCE, 2023), el guion del libro ilustrado Murmullos de la vorágine (FCE, 2024) y de las novelas gráficas María (Planeta, 2020), Cuentos: Horacio Quiroga (Planeta, 2021) y A la caza del galeón San José: El naufragio (Planeta, 2023). Es guionista del largometraje KMKZ; coguionista de la serie Cansado de ser feliz. Codirige el Taller Distrital de Narrativa Gráfica de Idartes. Ha participado con proyectos en TorinoFilmLab, Talent Forum B3, Festival Internacional de Cine de Guadalajara, Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de la Habana, entre otros.