Banner del texto 'Nueva York: de las ratas a King Kong' de Mariano del Cueto

Este es un recorrido entre calles, andenes y rascacielos, a través de los ojos de un joven escritor obsesionado con la mirada que Eduardo Lizalde le heredó en los versos “Nueva York sin poeta”.

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Nada hay más que escribir sobre el perfecto mastodonte, dice un poema no coleccionado de Eduardo Lizalde. Sólo hay que admirarlo, palparlo y caminarlo.

¿Cómo llegué? Tenía un bono por vuelo cancelado que pronto vencería, y dos amistades ausentes desde tiempos prepandémicos que vivían endeudados en West Harlem. En el barrio negro y latino de Manhattan, donde el español es idioma frecuente y vecinos organizados avisan cuando alguien con pistola anda suelto, o que simplemente reportan disparos y desatan paranoia, mis conocidos consiguieron, a una cuadra del Hudson River, un pequeño estudio acogedor y muy, muy organizado para sobrevivir al invierno y la pandemia y que las groseras deudas neoyorkinas no aumentaran, y donde, en cama dividida, podría pernoctar por una semana.

Así que fui.

Pero mi entrada fue por la puerta trasera. En migración, después de veinte preguntas de pronto intimidantes, un agente me retiró el pasaporte y me llevó a un cuartito. Prohibido el teléfono. Angustia maldiciente: no vuelvo a visitarlos. El segundo agente, sin embargo, fue más amable. No perdí los privilegios de hombre documentado. Quizá le resultó sospechoso, al primero, que diera como razón para entrar a Estados Unidos la visita a un amigo, a un amigo mexicano que se quedó a trabajar allá. A la próxima, si es que hay, digo shopping aunque sea mentira.

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La segunda vez que buscó suerte en la ciudad de los rascacielos, José Clemente Orozco pintó El subway, en 1928. El cuadro retrata a tres hombres en la sombra, caras cansadas y abrigados de tanto frío, que viajan en el eficiente y multiconectado sistema de transporte que pocos años antes había sido inaugurado. Es una estampa desoladora que transmite una quietud desocupada rara de ver. Hoy, el ochenta por ciento de usuarios (me temo que la cifra es conservadora) utiliza el teléfono a bordo. Indefectible y atentamente. Y hay mucho ruido, mucho anuncio, gente que llama la atención y sin embargo fracasa: no es común que la gente desatienda el aparato.

Una famosa cuenta de Instagram recolecta historias del subway que deberían ser insólitas, y no: un hombre que colgó una hamaca, leyendas en la vestimenta como “pussy builds strong bones” o “tired of adulting”, disfraces variados (payaso, diablo, alien), y un pequeño tiburón blanco jodidamente muerto y abandonado. Esto en menos de una semana. La cuenta se actualiza seguido.

En mi caso, tres historias me impactaron.

Voy con Claudia del norte al sur de Manhattan. Un individuo de piel cacareada se pone en medio de los vagones, en la parte que conecta uno con otro y que por ende es inestable, no apta para humanos. Es decir, le da el aire en la cara, siente el vértigo, no deja de hablar aunque nadie lo escuche. El metro, en esos momentos, pasa por arriba de un puente. Tan fácil es que muera. ¿Está por aventarse? ¿Debemos tocar una alarma? ¿Qué hará? Dos estaciones después, ingresa al vagón. Nos aborda. Grita cosas, increpa y la mayoría de la gente, vista en el teléfono, lo ignora.

Otra. Volvemos de noche de un speak and easy, los bares de cuando el alcohol era ilegal, de entrada clandestina y bebidas camufladas en porcelana. Vamos cansadísimos. Y esperamos al metro, luego de transbordar. Una pareja de indigentes pelea a gritos. Y del otro lado del andén, un viejito posiblemente sin hogar, que arrastra cartones y alguna otra cosa, grita “Not all of them” o “Why do you think that?” o “Who said that?” Sin dejar de gritar, se cruza del otro lado, no en medio de las vías sino de manera común. El metro no pasa.

Viene hacia nosotros.

Nos pregunta si conocemos una película cuyo nombre no registramos.

Claudia está tensa y yo también. ¿Qué nos va a pedir, qué podemos hacer por él?

Le tememos.

Pero Ricardo es solidario, le hace plática.

El otro desarrolla argumentos y revive diálogos de una película de Kung Fu.

Master of disaster, dice.

Cuenta varias escenas de peleas. Las actúa. Y antes de reproducir un diálogo en que un personaje dice “motherfucker”, el homeless cambia de tono a uno suave: “Excuse, Miss”, se disculpa con Claudia.

Ricardo mantiene conversación con él. Claudia y yo apenas si le sostenemos la mirada. Mi amigo cuenta de una vez que vio cómo un hombre se bajó a las vías para morir. Uno de los amigos de Ricardo y otra persona corrieron a sacarlo de ahí. El otro dijo que todo estaba perdido, aunque lograron que subiera antes de que el metro pasara. Hablaron con él largo rato. Algo de dinero recibió. Alargó su vida quién sabe cuánto más.

La tercera: bajo por el vagón trasero, de noche. En el andén, una mierda humana al lado de mi pie. A punto estuve de pisarla. Brinqué por reflejo. Un hombre estaba agachado, acomodándose entre cartones. No se limpiaba.

El subway: escaparate de la gente cuya psique no embona con la realidad aplastante, vertiginosa y tasada en dólares.

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Cuando salen de casa y cierran con llave, Ricardo y Claudia dicen una palabra o frase. Les pasó que luego no se acordaban y regresaban a verificar. Con ese método, si recordaban la palabra o frase no perdían tiempo y ganaban tranquilidad. Durante mi estancia, soy el encargado de la tarea. Más que García Lorca, el poema de Lizalde viene a mí. Han trepado al Empire como King Kong.

Los vecinos de Ricardo y Claudia a veces invitan gente para drogarse en compañía. O para vender. Alguna noche tengo paranoia por los yonquis del edificio. No por la droga sino por la estufa de gas. Ya una vez tuvieron que despertarlos porque se disparó la alarma de humo. Varios vecinos tocaron a la puerta con éxito tardío. Nunca me cruzo con la pareja. Prejuiciosamente, o no, me los imagino como Jesse Pinkman y Jane Margolis, su novia, a la que el megalómano chef de metanfeta deja morir. Y eso me da más miedo.

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Caminamos por Central Park. Me sorprende un dato: Yoko Ono aún vive en el edificio Dakota, según Claudia. No entiendo la razón para mantenerse ahí tantos años, luego de que Mark David Chapman interrumpió su lectura de El guardián entre el centeno para matar a su ídolo John Lennon. ¿Por qué Yoko no se ha ido?

Dicen que es común verla pasearse por Central Park.

Yo no la vi. Ni a Stephen King ni a James Franco ni a Tobey McGuire en arácnida vestimenta enmascarada. No vi a Lena Dunham (sí me asomé a una cafetería de Girls en Williamsburg, Brooklyn: el café estaba carísimo) ni a Taylor Swift (Claudia me señaló a lo lejos el departamento en que vivía). Tampoco fantasmas de García Lorca ni del viejo hermoso Walt Whitman y su barba llena de mariposas. Ni a Paul Auster. Quise averiguar la dirección de Woody Allen y de Gay Talese, por morbo. Me hubiera gustado, el par de veces que estuve en Washington Square Park, escuchar a Bill Murray, con cuartillas impresas y presentado de improviso, casi anónimamente, leer algún poema, un manifiesto político, cualquier performance propio de su personaje.

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Si mencioné el Washington Square Park no puedo ahorrarme dos atracciones. La primera: el dosas guy, un street food icon que emigró de Sri Lanka. Él anuncia por internet qué día abre y cuál no. Pone su changarro y cierra temprano: tantos se quedan sin comida. La gente se forma hasta por hora y media, como nosotros. En un reportaje dice que le pagó la universidad a su hija en Columbia, por el éxito de la comida india callejera vegana. Las dosas me encantaron: una pasta de arroz y lentejas servida con chutney y coco seco, curry, salsas picantes, papa y verduras.

En lo que hacíamos fila, me acerqué a las mesas con tableros de ajedrez. No me animé a retar, aunque recibí invitaciones. Varios mirones veían a los expertos que cobran por jugar o apuestan. Recordé una crónica de la palindromista mexicana Merlina Acevedo, en la que jugaba contra un hombre llamado Billy que llevaba su casa en un carrito de súper y entre sus pocas pertenencias había un tablero de ajedrez y un reloj. Ella jugó contra él no lejos de allí. También pensé en los últimos años de Bobby Fischer, que luego de vencer al soviético Spassky devino en vagabundo. A Beth Harmon no me la imaginé por allí. Una partida reñida fue la de un hombre elegante y sesentón, seguro en pausa del trabajo, contra uno de los colmilludos ociosos del parque, que iba en pants. El hombre adinerado ganó la primera y dijo que podría ganar “ten in a row”. Pero el otro defendió su territorio. Ganó seis por cuatro del otro y tres empates. El hombre de suéter y zapatos le dio al otro un billete grande. “Holy shit”, dijo el profesional, “What can I do for you?”. Lamenté mi pudor: no me atreví a ver de cuánto era el billete.

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Un recordatorio constante en la calle, negocios, instalaciones artísticas, flyers y pancartas es George Floyd, muerto por asfixia a manos de un policía blanco en 2021, lo que generó una oleada de protestas masivas en contra del racismo: Not all live matters, until black lives matter.

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La cultura influencer, el fake till you make it y Nueva York tienen en Anna Delvey uno de sus productos millenial más acabados. La chica rusa se hizo pasar por una heredera alemana para estafar a hoteles, bancos y gente de mucho capital y a punto estuvo de conseguir una transacción de cuarenta millones de dólares. Inventing Anna es una serie que sigue la investigación periodística del caso Delvey y cuyo valor añadido son las increíbles tomas neoyorkinas hechas por un dron, donde se aprecian los titánicos poemas arquitectónicos que hacen parecer a las pirámides de Keops y Monte Albán minúsculos ensayos (Eduardo Lizalde dixit).

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Contrario a los edificios, las ratas. Millones de ratas. La ciudad les pertenece. Comen pizza, arrastran rebanadas, devoran pepperoni. Dicen que no puedes andar en bermudas por la banqueta porque te muerden el chamorro.

El personaje de la ciudad es el hombre rata, que se mueve a pesar de la cola, salta y asusta, se le ve en el metro y tal vez reciba una paga del gobierno de Nueva York como performancero. Tiene miles de seguidores.

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Me quedo con ganas de mencionar el puente de Brooklyn, la mini estampida humana ante el miedo al derrumbe y el revire con elefantes para demostrar que la icónica construcción de acero era fiable. García Lorca y José Martí no incurrieron en esta falta; antes bien al contrario.

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Cada que veía al Empire pensaba en el gigantesco mamífero negro, antítesis del animal rastrero por excelencia, clonado hasta volverse colonia expandida, que es símbolo de la ciudad.

Mi último día fui a la mítica librería Strand, que de milagro sobrevivió a la pandemia, en parte porque venden algo más que libros. Como souvenir elegí una taza que condensa el poema de Lizalde: los grandes edificios y, sobre el Empire, lejos muy lejos de los roedores, la gran bestia negra que, no agarra un avión como si fuera mosca, sino que tiernamente, sostenido de la aguja que hizo la diferencia para que el edificio fuera más alto que el Chrysler, lee un libro rojo. Un libro de Strand. Y goza, sostenido, del Empire. Del Empire de King Kong.

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Las imágenes que ilustran este texto pertenecen a La tierra de Caín. Poemas de Enrique González Rojo, Raúl Leiva y Eduardo Lizalde, con ilustraciones de Eduardo Lizalde, Editorial Muñoz, México, 1956.



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Mariano del Cueto.

Mariano del Cueto (1990). Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el género de narrativa (2016-2018) y del FONCA Jóvenes Creadores (2022-2023) en novela. Estudió la licenciatura de Comunicación Política en la UNAM y la maestría en Narrativas Culturales en Polonia, Santiago de Compostela y Lisboa (beca Erasmus). Ha publicado diversos textos en Cuadernos Hispanoamericanos, Revista de la Universidad, Cultura Urbana, Este País, Pliego 16 y Travesías.