Banner del texto 'Saki, el eduardiano' de José Homero

Hector Hugh Munro, conocido como Saki, escribió sus relatos durante la era eduardiana, momento en el que los individuos se legitimaban a partir de su presencia en los eventos de la élite fuera de la ciudad. José Homero refiere estas circunstancias que se manifestaron en la literatura del escritor británico.

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Munro, H. H., The Complete Works of Saki, Introduction by Noël Coward, Estados Unidos, Dorset Press, 1976. Biblioteca personal José Luis Martínez.

“Ningún soberano británico desde Elizabeth pagó tantas visitas a las grandes mansiones campestres y ninguno fue más aficionado a las carreras de caballos” sentencia G. P. Gooch refiriéndose a Eduardo VII. Acaso por ello, la era bautizada con el nombre de este monarca cuenta entre sus emblemas la obsesión por las mansiones rurales y las alegres reuniones al aire libre. Diríase que el prestigio de un individuo dependía de su asistencia a esos acontecimientos sociales y que esta era intrínseca al aprecio que gozara como terrateniente. Quien pretendiera obtener cierta relevancia en un campo, fuera la sociedad, la política, las artes o incluso los deportes, debería tener cierta relevancia en el campo; una regla tácita de la sociedad británica.

Sea por una impresión superficial o por un trato prolongado con la obra de Saki, la primera imagen que seguramente evocaremos serán los escenarios de sus historias. Muchas se sitúan en una gran mansión rural, preferentemente en reuniones y celebraciones de fin de semana. La anécdota suele detonarla el carácter egoísta de los personajes, representantes de la clase privilegiada, como en “Laura”, donde la fiesta terminará en exequias, o en “Esmé”, donde una partida de caza deriva en una experiencia escalofriante en pleno camino real, y qué decir de la señora Packletide, cuyas acciones se mueven estrictamente por la animadversión que siente hacia su vecina Lorna (“El tigre de la señora Packletide”). Es recurrente, sin embargo, que algunos de los personajes que concentran el relato no pertenezcan a tal clase, convidados a estas selectas recepciones en razón de sus presuntos méritos como celebridades. Así ocurre con el profesor Cornelius Appin (“Tobermory”), Septimus Brope (“El pecado secreto de Septimus Brope”) o Leonard Bilsiter (“La loba”), invitados por las respectivas anfitrionas con la esperanza de que contribuyan a la diversión general. La buena sociedad se divierte, los advenedizos entretienen, por ello, la aburrida tertulia espera que esas dudosas eminencias los entretengan con una chapucera función de ventriloquía o con una sesión de magia, e incluso el estudiante de teología interpreta, deplorablemente, una canción de Pelléas et Mélisande —la de Gabriel Fauré, no la de Debussy.

A despecho de la estereotipada imagen del periodo eduardiano como un lánguido crepúsculo pleno de diversión, la realidad, al menos como nos la presenta Saki, es que debió ser una época de ociosidad, sí, pero no muy entretenida, si tomamos en cuenta cuán proclives fueron estas anfitrionas ansiosas por complacer a sus huéspedes a invitar a don nadies sólo porque se rumoraba que eran inteligentes, brillantes o dotados de poderes sobrenaturales; cualidades apreciadas por su potencial dosis de entretenimiento. La caprichosa Laura dirá que la agonía de una nutria no le parece peor que la muerte lenta que ocurre de sábado a martes, aludiendo al plazo en que morirá pero también al lapso de las fiestas en las que irremisiblemente transcurre la vida de la clase ociosa. Acaso por ello, en la singular tarde de agosto en que se desarrolla la reunión de Lady Blemley, como antídoto contra el aburrido fastidio que hace detestable las melodías de la pianola, todos escuchan a un tal señor Appin, quien acaba de proclamar que ha realizado un invento prodigioso.

En otras narraciones, aun cuando la reunión no sea central, da pie a la anécdota, como en “El cerdo” o en “Los lobos de Cernogatz”. La preponderancia de la propiedad campestre se manifiesta, asimismo, en relatos como “La música de las colinas”, “Gabriel-Ernest” y “La ventana abierta”.

Para comprender las extrañas relaciones e incluso las tramas, no únicamente de este universo narrativo, sino de otras obras literarias inglesas, que van desde las novelas de Jane Austen, situadas en los años de la regencia, hasta la saga de John Galsworthy, sin soslayar la novelística de las hermanas Brontë, conviene recordar que la alta sociedad inglesa del siglo XIX y los inicios del XX se divide en dos estamentos: la aristocracia (peerage) y la nobleza terrateniente (landed gentry). Integran la primera, aristócratas con títulos nobiliarios, siendo el mayor rango el de duque y el menor el de caballero. Por su parte, la jerarquía de la nobleza de la tierra se conforma con los baronets en la cúspide y en la base los caballeros sin título, pero de linaje noble. Más importante aún, el cimiento de los valores sociales es la posesión de la tierra, como señalamos anteriormente. Un hacendado será un caballero mientras que un comerciante, aunque sea acaudalado, no dejará de ser un plebeyo, como observamos, por ejemplo, en Emma de Jane Austen donde la entrometida protagonista no aprueba el matrimonio de su protegida Harriet con el señor Martin porque es un granjero, es decir, un individuo cuya fortuna ha construido por sí mismo, no por herencia.

Y si en la base de la pirámide social se encuentra la hacienda, de igual modo en la dinámica de la propia democracia británica encontramos cierto aroma campestre. Hasta la entronización de Eduardo VII, los únicos con derecho a participar en la política eran los caballeros y para esto debía contarse con tierras. Como sentencia en un quiasmo Evangeline Holland: “un terrateniente era casi siempre un caballero y un caballero era casi siempre un terrateniente” (Pocket Guide to Edwardian England). Por ello, los acaudalados nouveaux riches de finales de la época victoriana y de inicios de la era eduardiana adquirieron, tan pronto les fue posible, posesiones en la campiña inglesa. Magnates ingleses de ascendencia judía como los Rothschild y sir Julius Wernher, o millonarios norteamericanos, como Dale Carnegie, acreditaron así su estatus social erigiendo imponentes mansiones rurales en las que se congregaba la sociedad más selecta de la nación. De ahí entonces la importancia y preponderancia que tienen estos sitios en las narraciones de Saki, y también el no tan velado desprecio por los nuevos ricos, con notas incluso de antisemitismo, que patentizan sus sátiras.

Loada como una edad dorada y espléndida, principalmente por la generación que le sucedió, con frecuencia considerada el equivalente británico a la Belle Époque francesa, lo cierto es que en opinión de los historiadores contemporáneos la era eduardiana fue una época de crisis en la que emergió la moderna Gran Bretaña. Más que un periodo de inconsciente placer, como se le presenta en el imaginario popular ―baste evocar, como ejemplo, la serie televisiva Downton Abbey―, y de interminables y soporíferas reuniones campestres, como tan bien las describe Saki, es en las postrimerías del reinado de Victoria (1837-1901) y en la década de Eduardo VII (1901-1910) donde se configura una nueva nación. Si a decir de Gooch, a quien ya hemos citado, los principales intereses del rey eran las fiestas campestres y los asuntos extranjeros, no debería extrañarnos que la principal transformación que la nación isleña vivió durante su administración fuera el tránsito del aislamiento o insularidad que había caracterizado a la época victoriana a retomar sus vínculos con otros imperios, no únicamente los europeos, sino también con Japón, con el que estableció una alianza defensiva para mantener sus posesiones en Asia en 1902. El epítome de esta política imperial volcada al exterior, conocida como “continentalismo”, sería la Entente Cordiale, suscrita con Francia en 1904, cuyo artífice no reconocido sería el propio monarca.


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Portada de Saki, Los juguetes de la paz, México, Alfaguara, 1991. Biblioteca personal José Luis Martínez.

A menudo la voluntad de un hombre tiene menos preponderancia que la agitación de los pequeños sucesos en el interior de un país. Así, la incorporación de la orgullosa nación insular y aislada al concierto de las naciones, no fue tanto por la iniciativa de Eduardo VII, pese a sus intereses europeos, sino por los conflictos que enfrentó el Imperio británico en las postrimerías del siglo XIX, desde la insurrección nacionalista en Egipto, comandada por Ahmed Orabi en 1879, y la sublevación religiosa en Sudán (1881-1899). El acontecimiento crucial fue, sin embargo, la segunda guerra con los bóeres. Inmigrantes de origen holandés, dedicados principalmente al cultivo de la tierra y al pastoreo, los bóeres ―“campesinos” en neerlandés―, actualmente mejor conocidos como afrikáneres, se habían asentado en diversos territorios de Sudáfrica y de Namibia. Con la Ciudad del Cabo como su principal capital, para escapar al dominio británico habían emigrado paulatinamente hacia otros puntos de África. En el este y en el norte habían establecido dos naciones independientes: el Estado Libre de Orange y el reino de Transvaal. Para Gran Bretaña, esta independencia era un desafío sobre todo porque el Ministro de las Colonias, Joseph Chamberlain, consideraba Ciudad del Cabo como “la piedra angular de todo el sistema colonial británico” (Ferguson: 316.). Reacios a permitir que sus repúblicas las engullera el Imperio y a compartir sus ricas tierras ―el Transvaal poseía uno de los más grandes yacimientos auríferos del mundo, descubierto en 1887―, los bóeres decidieron enfrentar a los británicos. Si bien, al término de la guerra Gran Bretaña logró su objetivo de desaparecer las dos repúblicas independientes y de entrometerse en el manejo de la riqueza, lo cierto es que la tozuda resistencia que le habían planteado los bóeres ―los arrogantes ingleses sufrieron una encarnizada derrota en Skion el 24 de enero de 1900―, un pueblo de agricultores más que un ejército moderno, propició que políticos y ciudadanos adquirieran consciencia de la fragilidad imperial. Significativamente, Saki nace precisamente en estas circunstancias: las primeras sátiras de Alicia en The Westminster Gazette zahieren a los políticos y militares por el mal manejo de esta guerra. La decadencia del Imperio comenzó con el auge de la opinión pública y el reconocimiento de los males del imperialismo.

Si en la política exterior las alianzas y los contubernios con otros imperios fue el rasgo preponderante del reinado de Eduardo VII, en lo doméstico emergieron conflictos que redundarían en el surgimiento de un país más democrático y liberal, apertura que la postre destruiría el imperialismo, aunque indudablemente no fue el único factor. Siendo la primera generación en la historia que se enfrentó a una extendida pobreza y a una población predominantemente urbana, a diferencia del reinado de Victoria, la Inglaterra eduardiana vio surgir reclamos insólitos. Periodo fértil de transformaciones en todos los ámbitos, incluido el social, acaso los movimientos más importantes sean la demanda de las mujeres por su derecho al voto y la irrupción en las postrimerías del siglo XIX de nuevos actores sociales en la Cámara de los Comunes, representantes de origen plebeyo, y por ende de un cuestionamiento que cristalizaría en el gran triunfo del Partido Liberal en 1906. Además, se establecieron los elementos para una política estatal más equitativa, que no únicamente reconociera los derechos de las clases obreras y mercantiles ―los comerciantes, al no poseer tierras, no podían aspirar a un rango nobiliario―, sino que igualmente protegiera a los desvalidos. Mientras el Imperio se vanagloriaba de sus posesiones ultramarinas y el boato de la clase privilegiada, sus ciudadanos perecían de hambre por la crisis agrícola provocada por la migración de los campesinos hacia los cinturones industriales. Así se asentaron los principios para una política de seguridad social que velara por los desempleados, las viudas, los huérfanos, los inválidos y los ancianos. Las leyes promulgadas en este breve pero intenso periodo terminarían asentando las bases para el escenario político británico en el ámbito exterior e interior en la primera mitad del siglo XX, desde la decadencia y ocaso imperiales hasta la creciente demanda democrática de las minorías.

La era eduardiana ciertamente no fue una gozosa y placentera velada a la luz de los candiles y con una orquesta interpretando melodías ligeras, pero a despecho de la ansiedad que propició entre los británicos ―el término es de Niall Ferguson, aunque Brian Gibson también recurre a ese concepto para escribir las tensiones que libra Munro/Saki y sus personajes, y explicar además por qué era necesario separar la esfera pública de la privada― también proporcionó los elementos que habrían de transformar a la sociedad británica en un país moderno.

Esta sinopsis no sólo nos permite comprender la sociedad en que vivió Munro, sobre todo, nos permite entender contra qué reacciona Saki: el mundo eduardiano en que se desenvuelven sus personajes y que es referido con singulares detalles que entablan un diálogo de actualidad con sus lectores ―no olvidemos que fueron, en principio, lectores de periodistas, ciudadanos de clase media y baja antes que la alta sociedad en la que se desenvolvía el escritor―. En ese mundo eduardiano Saki es un provocador mientras que Munro es sólo un diletante.

Bibliografía

Ferguson, Niall, El Imperio británico, Barcelona: Debate, 2005.

Gibson, Brian, Reading Saki: The Fiction of H. H. Munro, Jefferson: McFarland, 2014.

Hattersley, Roy, The Edwardians, Londres: St. Martin’s Press, 2005.

Hearnshaw, F. J. C. (editor), Edwardian England (1901-1910), Londres: Ernest Benn Limited, 1933.

Holland, Evangeline, Pocket Guide to Edwardian England (edición en formato Kindle), Plum Bun Publishing, 2014.

Read, Donald, Edwardian England (1901-1910), Londres: The Historical Association, 1972.

Saki, The Complete Short Stories of Saki, Londres: Vintage Classics, 2017.

Este ensayo es una versión ampliada de una parte del prólogo a una selección de relatos de Saki que la Universidad Veracruzana publicará en 2024 en su colección Biblioteca del Universitario.



José Homero. Poeta, ensayista y editor. Ha publicado poesía: Sitio del verano (2013), Vista envés de un cuerpo (2000), Luz de viento (2006), La ciudad de los muertos (2012) y Función de Mandelbrot (2021); y obras de cuento y ensayo. Asimismo, publicó las compilaciones Antología pánica de Arthur Machen (Universidad Veracruzana, 2018); Tren musical de palabras. Viaje de poesía infantil y ¡Otra vez! Cuentos para repetir (2021), ambos publicados por Ediciones Municipales, Xalapa. Ha sido miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Actualmente es coeditor de la revista Liber.