Banner del texto 'Siempre estarás conmigo' de Roberto Abad

Antonio escucha la estremecedora historia que le cuenta su hija y se enfrenta a las consecuencias de una manifestación demoníaca.

[182 Abad 1]
Ilustración de Gongorism and the Golden Age, de Elisha K. Kane, p. 64. Biblioteca personal Antonio Castro Leal.

Antonio llevaba horas en espera del resultado de la cirugía. No pudo dejar de mover la pierna derecha hasta que vio al doctor asomado en la puerta del pasillo interno. Advirtió en sus ojos una mala noticia, pero al acercarse a él lo tranquilizó escuchar aquella voz grave y ceremonial diciendo:

Su hija está bien, extirpamos el tumor por completo.

Luego le pidió que lo acompañara y, sin darle tiempo de avisar a Ilse —la madre de Miranda, que no se había retirado ni un segundo—, lo jaló del brazo. Antonio siguió al doctor hacia el área de laboratorios. Se detuvieron en un cuarto luminoso parecido a la morgue, en cuyo centro había mesas de acero cromado. La temperatura del aire generaba la sensación de estar adentro de una nevera gigante. El doctor cerró la puerta.

La operación salió casi como planeamos, dijo.

Inclinó la mirada al piso; constantemente observaba a la ventanilla.

¿Qué ocurre?, preguntó Antonio; hasta entonces comprendió que se ocultaban de las enfermeras y de los otros médicos. El doctor masajeó su quijada:

Mire, no sé cómo decirle esto, o si haya algo que me estén ocultando. En nuestro archivo no encuentro registro de casos similares, necesitaría investigar, pero al menos yo no he visto ninguna lesión que se le parezca. Y por eso preferí consultarlo con usted primero, tal vez pueda darme una explicación...

Antonio frunció el ceño. De qué carajos habla este hombre, pensó. Si Miranda se encontraba bien, qué otra cosa podría importarle.

Siéntese, por favor.

El doctor acercó un par de sillas; al sentarse, frotó sus párpados cansados, se quitó el reloj de muñeca y lo guardó en el bolsillo de la bata.

No sé cómo no nos dimos cuenta antes, agregó, reprochándose. En ese momento, Antonio tuvo la sensación de que podría estar refiriéndose a cualquier otra paciente. Es fácil confundirse cuando se está cansado. Además, los niños en los hospitales suelen tener la misma cara pálida todo el tiempo.

¿Estamos hablando de Miranda Juárez?, Antonio endureció el tono.

Sí, sí, la niña con el tumor en el vientre… ella, ella descansa… está en observación en el cuarto 108 del primer piso...

El doctor se puso de pie, inquieto, dándole la espalda.

No es la niña quien me preocupa, dijo, es el tumor.

¿Cómo?, exclamó Antonio y sintió la boca seca.

Algo le pasa.

El doctor hizo una serie de ademanes que antecedían una aclaración; parecía estar imitando a un afónico que quiere darse a entender sólo a través de señas. No pudo decir nada que lo ayudara a ser claro, y optó por cruzarse de brazos, negando con la cabeza. La frustración en la cara lo hizo ver de pronto más acabado. Dio unos pasos en línea recta hacia el fondo y colocó la mano en el mango de un gran cajón metálico. Despacio, se volvió hacia Antonio, esperó unos segundos en silencio, después le dijo:

Lo puse en un frasco, ¿quiere verlo?

***

[182 Abad 2]
La cirugía mexicana en los siglos XVI y XVII, de Francisco Fernández del Castillo. Biblioteca personal Antonio Castro Leal.

Un día antes de la cirugía, Antonio y Miranda hablaron de lo que implicaba estar en el hospital. Aunque no era la primera vez que ella sería internada, había cierto nerviosismo por la operación y por tener que separarse. Estaban en el cuarto de la pequeña. Sentado en la orilla de la cama, él le había dicho que la dormirían para sacarle eso que tanto dolor le causaba, y que estarían al pendiente de ella todo el tiempo, pidiendo por su vida. También le dijo que la amaba. Después de escucharlo, Miranda, con los ojos húmedos, pidió que la dejara hablar, quería confesarle un secreto. Antonio le acarició el cabello y preguntó qué pasaba.

Si te digo, ¿prometes no regañarme?, dijo Miranda débilmente.

Antonio asintió.

No he podido dormir desde que jugamos con la tabla.

Sosteniendo la respiración, Miranda se masajeó el vientre abultado; un espasmo intenso le atravesó el cuerpo. Tardó unos minutos en reponerse. Antonio se sobó las sienes; el dolor de su hija lo ponía mal. Le preguntó a qué tabla se refería.

Tiene un abecedario y varios números, y con un triángulo del tamaño de una escuadra, te va diciendo letras; debes juntarlas para saber cosas.

¿Letras?, ¿es algún material escolar?, dijo Antonio, cruzando la pierna. La niña tardó en responder.

Mi mejor amiga, Sandra, la llama ouija. La llevó al salón porque a veces habla con alguien que vive en la tabla, y quería enseñarme. Dijo que me iba a presentar.

La sangre se le heló de súbito y dejó de acariciar la cabeza de su hija. Le pasó por la mente que pudiera estar desvariando. Quizá debía de avisar al doctor, o a Ilse cuando menos. Pero lo único que resolvió, de momento, fue seguir sacando información:

¿Dónde la jugaron, mi amor? ¿No las vio ningún maestro?

Nos encerramos en el baño. Sandra puso el seguro.

Pero, Miranda, no debiste hacer eso, me prometiste que te ibas a portar bien, sabes que esa niña tiene malas calificaciones y reportes, no entiendo por qué te juntas con ella, lo que hicieron estuvo mal... ¿Qué le preguntaron a la tabla?

Una tontería.

Cuéntame.

Que si íbamos a ser amigas siempre.

Antes de seguir, Miranda volvió a doblarse por el intenso malestar debajo de su estómago. Con mucho cuidado, acomodó su cabeza en la almohada (le gustaba dormir con una docena de ellas alrededor). Antonio la dejó tomar un descanso y enseguida añadió, manteniendo un dejo de preocupación:

¿Les contestó?

Miranda se tapó con la sábana hasta la frente y sin que pudiera verla, dijo:

La tabla respondió que no, que no íbamos a ser amigas para siempre, porque yo tendría un hijo suyo. Y eso iba a separarnos.

¿Suyo? ¿De la ouija?

No...

La niña pareció reírse, pero en realidad se quejaba. Continuó:

No. De nuestro amigo, el que mueve el triángulo sobre la tabla.

Hija, lo que hicieron estuvo muy mal. ¡Y esa cosa no es tu amigo! Ni siquiera existe.

Dijo que me llevaría con él, papá. Que era un favor. Algo así como un intercambio. Para que Sandra pudiera ser su favorita. Ya no quise preguntarle nada. Sandra se burló, me dijo cobarde. Salí del baño. Al otro día me comenzó a crecer la panza.

La pequeña se descubrió el rostro y empezó a llorar. Antonio la abrazó, tratando de consolarla. Jamás hubiera imaginado que un demonio escondido en una ouija fuera a manifestarse en cuestión de semanas como un tumor. Pero qué sabía él del mundo oscuro. Pensó en llamar a la casa de Sandra y reclamarle a sus padres. Se imaginó diciendo: Hola, su hija es una estúpida y ustedes lo son el doble por no cuidarla. Qué sentido tenía ya. No era el problema más grande. Primero estaba la salud de Miranda. Trató de concentrarse en lo que les había dicho el doctor. Esas cosas pasan, por más raras que sean: los tumores aparecen, aun si eres bebé. Antonio se incorporó, le dio un último beso y desde la puerta le dijo:

Vas a estar bien muy pronto, te lo prometo.

Pero es que desde ese día siento que no soy yo, papá, a veces hago cosas sin darme cuenta; me levanto y me acerco a la ventana, tengo ganas de lanzarme. No quiero hacerlo, pero algo me obliga. Me asusta, me asusta mucho.

Tras un largo suspiro, Antonio supuso que Ilse ya debía de estar enterada; ellas eran más cercanas. Sería muy ingenuo de su parte creerse el único en saber el secreto. Sólo por quitarse la duda, le preguntó a Miranda si su mamá sabía de esto.

Mamá tiene más miedo que yo por la cirugía; cada que viene, llora. Creo que si le digo se va a poner peor. Preferí decírtelo sólo a ti. ¿Estuvo mal?

Antonio sintió un ligero orgullo.

No, no, hiciste lo correcto. Tienes razón, hija. Gracias por tenerme confianza. Bueno, trata de descansar. Mañana será un día complicado.

No puedo. No he podido dormir desde ayer.

¿Tienes pesadillas?

Se mueve mucho.

¿Qué se mueve?, dijo Antonio.

Miranda se tocó la protuberancia que sobresalía de su vientre. Y Antonio parpadeó confundido. Intentó ver si reconocía alguna vibración sobre las sábanas. Pasó un rato observando inútilmente. Poco después, logró hacer que la niña cerrara los ojos. Salió del cuarto, se recargó en la puerta y comenzó a pedir en rezos que le disminuyera el dolor a su hija. Pensó: qué fuerte debe ser como para provocarle ese tipo de delirios.

***

El doctor extrajo de uno de los amplios cajones un recipiente de vidrio lleno de agua verdosa. Lo llevó hasta la mesa metálica principal, donde se realizaban pruebas y disecciones. Antonio, con el corazón atrapado en un vórtice de angustia, se acercó lentamente y vio algo en el interior, del tamaño de una toronja, que nadaba en círculos.

Entonces se reprochó no haber tomado en serio a Miranda, y lo atravesó la idea de ser un integrante ausente y sordo para la familia. Un verdadero padre, uno que cuida de sus hijos, se da cuenta de esto a tiempo, razonó. Era igual que los padres de la amiguita esa. El doctor se colocó unos guantes, quitó la tapa circular, sacó el tumor y lo puso sobre una charola.

Ha crecido, dijo, analizándolo.

Aquello era un bulto gris de consistencia pegajosa, que en su intento por avanzar mostraba una serie de dientes diminutos y puntiagudos debajo de lo que aparentaba ser el lomo. Emitía un sonido casi inaudible, un silbido molesto. ¿Esta cosa salió de Miranda?, pensó Antonio, estupefacto, ¿cómo era posible que una niña de ocho años pudiera haberlo gestado? El doctor pareció escuchar sus cavilaciones y dijo:

Yo tampoco doy crédito.

El tumor no dejaba de agitarse, como queriendo descender de la mesa. Daba la impresión de que tenía ojos o algún otro sentido, pues intentaba seguir el ruido del aire acondicionado y la luz que emblanquecía la habitación. Antonio se agarró la cabeza.

¿Y qué quiere que haga?, dijo de golpe, ¿para qué me lo mostró?

El doctor lo observó fijamente y volvió la vista hacia el tumor, como si le pidiera que hiciera un esfuerzo sobrehumano y apreciara los rasgos amorfos de aquello, que no dejaba de arrastrarse.

Quería que lo conociera, dijo, y agregó: usted sabrá qué hacer.

¡¿Yo?!, gritó Antonio. El tumor retrocedió asustado, dejando un rastro líquido sobre la repisa. El doctor mencionó que no podrían conservarlo en el hospital, que levantaría sospechas de una negligencia médica; no era la misma masa de la biopsia. Sería un problema grave. Los enfermeros que lo asistieron en la cirugía omitirían el asunto.

¿Qué quiere que haga?, ¿que se lo muestre a mi esposa?

Cuando Antonio dijo mi esposa, pareció abrir una puerta de la que no era consciente.

Yo no podría deshacerme de esto, dijo el doctor, no sé qué decirle… Usted es el papá de la paciente, haga lo necesario. Médicamente, la niña está estable, se encuentra fuera de peligro; pero esto es una anomalía. Con algunas prescripciones y mi hoja de alta, pueden volver a casa hoy mismo. Usted deberá firmar unos oficios y listo.

¡Es su responsabilidad!

Ya no se trata de ella. Hagamos el trámite de una vez.

El doctor se dirigió a la salida y dijo:

¿Puedo dejarlos a solas un momento?

Parecía preguntarlo en serio. Salió sin decir nada más.

Antonio se imaginó explicándole a Ilse lo que acababa de escuchar y ver, y buscó la mejor justificación para llevarse consigo el tumor a casa. No había alguna que fuera comprensible. Quizá podría esconderlo en el congelador. Se le erizó la piel al darse cuenta de que estaba perdiendo lucidez. Creyó que lo mejor sería impedir que aquello saliera de esa habitación; ponía en riesgo a Miranda y lo que menos deseaba era que siguiera sufriendo. Consideró el hecho de que durante esas semanas se hubiera estado alimentado de su hija y sintió un odio profundo hacia sí mismo. Si esa criatura maligna había salido del cuerpo de Miranda, entonces era parte de ella y, por tanto, pudiera llevar su propia sangre. Se colocó sigiloso por detrás del tumor y lo sujetó, pero la consistencia era gelatinosa y se le resbaló de las manos. La segunda vez lo agarró con más fuerza, al grado de estrujarlo como a un globo con agua. Sin embargó, no reventó; le mordió el dedo índice y lo soltó. En un movimiento reflejo, Antonio dio un paso al costado, chocando con una silla. Los pies se le enredaron y cayó al piso.

Para entonces, observar aquello desde abajo lo hizo paralizarse, no pudo gritar siquiera. El tumor saltó desde la mesa al rostro de Antonio, exponiendo sus finas garras. Intentó detenerlo, pero otra vez la viscosidad, el jugo espeso que desprendía del dorso, lo hacía imposible de contener. Al colocarse en la barbilla de Antonio, le incrustó los dientes en el cuello. Él soltó un grito profundo de dolor; se incorporó, tambaleándose, y tomó una toalla que estaba cerca. La colocó encima del bulto grisáceo que le colgaba de la garganta; jaló de la misma manera en que se quita una garrapata aferrada a la carne de un perro. Sólo así, al cabo de unos segundos, logró separarlo. Lo llevó hasta un lavabo que se encontraba a unos cuantos pasos. Abrió la llave del agua. El tumor emitió un chillido penetrante, como si presintiera su destino en el desagüe, y obligó a Antonio a taparse los oídos. El ruido era tan intenso que lo hizo caer y golpearse la cabeza con la esquina de un gabinete.

Inconsciente, Antonio permaneció tirado junto a varios recipientes de vidrio rotos. Tras dar un brinco desde la tarja, el tumor recorrió el camino de las piernas al pecho. Y se mantuvo quieto unos instantes, haciendo vibrar sus dientecitos y soltando una baba que humedeció enseguida la playera; practicó un gesto particular de las moscas que frotan las patas arriba de un plato de comida caliente. Luego montó por la quijada, dejó atrás una ruta de líquido amarillento en la piel y, sin dificultad alguna, se introdujo en la boca.

Antonio abrió los ojos minutos después.

***

[182 Abad 3]
Portada de Ebon, Martin, Exorcismo: pasado y presente, trad. de Dolly Basch, Buenos Aires, La Aurora, 1976. Biblioteca personal Alí Chumacero.

Por la noche, a las horas del traslado en la ambulancia, acomodaron a Miranda en su cuarto con todas las atenciones posibles. Antonio había estado silencioso desde la salida del hospital y el rostro se le notaba macilento. Algo en su mirada parecía distinto. Los párpados oscuros, los labios resecos y pálidos. A veces se tocaba la herida del cuello; no daba ninguna explicación. En algún momento, viendo al fin la calma en el horizonte, Ilse lo abrazó en la sala; necesitaba sentirlo cerca, pero él dio un paso atrás. Ella no le dijo nada; ambos cargaban con ese tipo de agotamiento que hace enmudecer. Sólo lo observó irse a la cocina, abrir el refrigerador y quedarse frente a la luz amarilla, como un insecto embelesado por la iluminación de un foco. Mientras lo vigilaba, tuvo la idea de que su marido podía pasarse la madrugada entera en esa misma posición: congelado, se dijo mentalmente. Sin embargo, cuando lo vio dar una mordida al tocino sin sacarlo de la bolsa, Ilse reconoció que debían hablar. Antonio, le alcanzó a decir con un suspiro. No hubo respuesta. El desvelo la hizo pensar en su colchón y, aunque le preocupaba dejar las cosas así, se acercó y le preguntó quién cuidaría a Miranda. Antonio dejó de masticar; con el semblante apagado expulsó un lánguido yo. Se irían turnando los siguientes días. Ilse descansó por dentro.

Cuando ella se fue a dormir, Antonio recorrió la casa, parecía perdido; apagó las luces y entró en el cuarto de Miranda arrastrando los pies. La miró desde el umbral con una paciencia similar a la de una estatua que cobra vida, recién aprende a desplazarse y, torpemente, decide espiar un lugar nuevo. Se sentó en la cama junto a su hija, pasó la mano por encima de la sábana y sintió la textura tibia. Tomó una almohada de los extremos, con fuerza. La pequeña abrió los ojos reconociendo su lámpara, sus posters, sus muñecas.

Papá, le dijo trémula, no me dejes sola, por favor.

No, mi vida, contestó Antonio, siempre estarás conmigo.



[182 Abad semblanza]
Roberto Abad. Foto: Citlalli Castañeda Cázares.

Roberto Abad (Cuernavaca, 1988) es escritor y músico. Ha publicado en diversas antologías y medios nacionales e internacionales. Su libro de cuento brevísimo Orquesta primitiva fue publicado en 2015 por el Fondo Editorial Tierra Adentro. En 2018 ganó el XI Premio Nacional de Narrativa Ramón López Velarde por su libro Cuando las luces aparezcan, editado por Paraíso Perdido en 2020. En 2019, fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas, en el género de narrativa. Coordinó el proyecto Breve manual del libro fantástico (UAM Cuajimalpa, 2020).