Banner del texto 'Escondites' de Guillermo Arreola

Contra los deseos de su madre, el joven protagonista adopta un gallo. La presencia del ave en casa trastoca el curso diario y los oscuros secretos de la familia.

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Ilustración de Gongorism and the Golden Age, de Elisha K. Kane, p. 255. Biblioteca personal Antonio Castro Leal.

Hoy, muy de mañana, apareció un ave de colores en medio de la sala. Se oía el zumbido de sus aleteos mientras saltaba de un lado a otro, o por encima de los muebles. Cuando me acerqué para ver por qué había tanto escándalo, estaban todos formando un cerco alrededor de aquel montón de plumas en movimiento, intentando explicarse por dónde había entrado, a qué hora había llegado, menos Isabel a quien nunca le ha importado entender nada y en esta ocasión se limitaba a reír como tonta sin freno; en cierto momento contuvo su risa y dirigiéndose a mi mamá le preguntó: “¿ya van a desayunar, señora?”. Mi mamá la hizo retroceder varios pasos de donde se encontraba con solo pasarle la vista por encima.

Me fui aproximando al animal y les dije a todos que en realidad era un gallo; que se llamaba Herman; que sabía su nombre porque lo había soñado; que no importaba por dónde había entrado ni a qué hora; que me encantaba porque no se parece a las aves que salen en Mundo Animal; que de ahora en adelante yo lo cuidaría. Con mucho tiento arropé a Herman entre mis brazos.

“Saltó de mi sueño a la sala y no me di cuenta ni a qué hora”, dije. Mi mamá volteó a verme, me golpeteó la cara con su mirada y me recordó que no anduviera jugando con mi mente, “ya estás bastante grande para esos chistecitos”. Sin entender muy bien sus palabras, mi papá se le quedó viendo, la gargajeó con los ojos y le dijo “deja en paz al chamaco, ¿a ti quién te dice algo cuando te encierras con tus amigas a practicar yoga? ¿O prefieres que ande en la vagancia como su hermano o su hermana? Verónica, ¿qué te ha hecho tu hijo para que a la menor provocación lo estés reprendiendo?, ¡deja de bulearlo!”.

Sentí el peso del rencor de mis hermanos sobre todo mi cuerpo y sobre el de Herman, que empezó a temblar contra mi pecho. Mi mamá no le respondió nada a mi papá, pero alcancé a ver cómo, cuando él apartó la vista de ella, movía los labios, decía cosas en voz baja y en una lengua incomprensible, cruzaba las manos y se le hinchaban las venas del cuello hasta que iban adquiriendo un color azul negruzco; a momentos ponía los ojos en blanco.

Luego todos se fueron al comedor a desayunar y yo le pedí a Isabel que me diera algo con qué alimentar al gallo. Me dio unas migajas de pan remojadas. “Dale eso por ahora para que llene el buche, luego le damos algo más sabroso”, me dijo, y se fue de prisa a la cocina, contoneándose y tarareando una canción.

Herman se quedará conmigo durante un par de meses, lo alimentaré con pedacitos de carne de vaca, que Isabel me dará a escondidas de mi mamá; dormirá en mi cuarto, debajo de mi cama, encima de las piedras que mi mamá acostumbra a colocar allí para que en los sueños no se me olvide que hay que tener el cuerpo pegado al mundo real, “arraigado”. Por las mañanas Herman me despertará puntualmente, para que yo pueda arreglarme, desayunar e irme a la escuela donde podré presumir con mis compañeros, hablándoles de mi precioso gallo de colores. Les contaré que, en efecto, he decidido no meterlo en ninguna caja, no aprisionarlo para que no se me muera de tristeza, y que, en efecto, lo dejaré suelto para que ande en el jardín al ritmo de su sangre y de sus ganas de levantar vuelo.

Cuando yo regrese de la escuela, le daré a Herman la libertad de que se mueva por toda la casa. Mis hermanos no dirán nada, pues casi nunca están por la tarde, y cuando están se la pasan encerrados cada quien en su cuarto, hablando por el celular o frente a la computadora. Mi mamá no dejará de quejarse de las cagarrutas y las plumas que el gallo vaya dejando a su paso, de que a veces lo encuentra trepado en una alacena o en el refrigerador. Dirá que ya no puede invitar a sus amigas y practicar yoga con ellas, porque el cacareo de Herman interrumpe sus meditaciones, dirá que su casa ya parece un corral, un gallinero, un muladar. Le aclararé que las plumas y las cagarrutas de Herman las limpio yo, a menos que le quiera mandar hacer un baño especialmente para él. “Impertinente”, me dirá mi mamá, y “órale, los galleros al gallinero. Llévate a ese animal a ver dónde”.

Un día, de vuelta de la escuela, buscaré a Herman para que vea conmigo Mundo Animal, y no lo encontraré pues mi mamá lo habrá regalado. Yo me pondré muy triste; entonces me enojaré, como sucede siempre que me pongo triste.

El día que a Herman se lo lleven de la casa sucederán cosas muy raras: mi papá llegará del trabajo y como autómata se irá directo a la terraza del jardín, arrancará la planta de hojas color verde ceniza que en una maceta puso allí mi mamá y a la que ella cuida tanto como si fuera un ser de carne, una mascota, y descubrirá al hurgar entre la tierra unas tijeras y pelos y una gasa manchada de sangre con la que está envuelto un montón de fotografías de él traspasadas con alfileres. Y yo veré cómo a mi mamá se le pone la cara pálida y las venas de su cuello de un color azul negruzco, y empieza a temblar cuando mi papá, de vuelta al interior de la casa y mostrándole lo que ha encontrado, le pregunte “pero, Verónica, ¿qué es esto?”. Y mi mamá no sabrá que contestar y repetirá sin cesar “pero, Verónica ¿qué es esto?; pero, Verónica, ¿qué es esto?; pero, Verónica, ¿qué es esto?”, como si la voz de mi papá fuera un espejo de ecos. Y veré a Isabel fisgoneando desde la puerta de la cocina, con una mano cubriéndose la boca, plena de asombro pero contenta por el enojo de mi papá. En ese momento le diré a mi papá que él no lo sabe pero que mi mamá coloca piedras debajo de mi cama y que cuando se encierra en su recámara con sus amigas Carmela y Julia no meditan como dicen sino que se la pasan jugando; que lo sé porque una vez que yo estaba en mi cuarto viendo Mundo Animal me levanté para ir al baño y la puerta de la recámara de mi mamá estaba entreabierta. Me asomé y vi a mi mamá, a Julia y a Carmela vestidas de negro, agarradas de la mano alrededor de unas velas prendidas; y luego oí que se carcajeaban y se decían entre sí que eran las brujas y putas de Polanco y “pégame más fuerte, perra; no, mejor tú, cabrona”. Y mi mamá y Carmela le decían a Julia que tenía que cobrarle a su viejo todas sus ojetadas, y se daban de cachetadas una a la otra y se quitaban la ropa, se tiraban a la cama y se abrazaban hasta acabar quejándose como si las estuvieran ahorcando. Le diré que muchas veces Julia y Carmela le han dicho a mi mamá “¿dónde está Beto?, que no nos vaya a oír”, y mi mamá les responde “ese pinche mocoso no escucha nada, manitas; él vive en su mente, ya tiene doce años y se comporta como de siete”. Entonces Javier, mi hermano, con cara de confusión, y volteando a ver a mi papá y a mi mamá, anunciará que él se va de la casa, mientras que mi hermana Brenda se pone a llorar. Yo le diré a mi papá que antes de que mi hermano se vaya le pregunte qué es lo que esconde debajo del teclado de la computadora que le regaló en su cumpleaños. Le diré que le pregunte a Brenda por qué el otro día ella y mi mamá se encerraron en su cuarto y se pusieron a discutir y mi mamá le gritaba “¡Brenda, eres una pinche puta!”. Y Brenda fingirá que se desmaya y casi de inmediato recuperará el conocimiento tan sólo para emitir un graznido horrendo. Mi mamá saldrá del espejo que encontró en la voz de mi papá y dirá tartamudeando que son costumbres de mis abuelos que se han quedado adentro de nosotros. Mi papá arrancará el retrato de mis abuelos, los papás de mi mamá, que cuelga de la pared de la sala y lo estrellará contra el piso.

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Ilustración de William Augustus Sillince en A Century of Punch Cartoons. R.E. Williams, ed., prefacio de Malcolm Muggeridge, Simon and Schuster, Nueva York, c. 1955, p. 79.

Mi mamá me mirará directamente a los ojos y yo, por primera vez, le sostendré la mirada y empezará una rebelión de objetos por toda la casa que congela la furia de mi papá y lo hace ir hacia mí como si fuera a pedirme que no vaya a decir que he visto que en la cocina se le encima a Isabel como un perro y que una vez lo oí decir por teléfono “no, compadre, no nos vamos a pelear sólo porque los dos nos estamos cascareando a la misma vieja”; sí, e Isabel irá de un lado a otro, trastabillando, y subirá y bajará las escaleras que conducen al segundo piso de la casa, tratando de sostener un cuadro; impedir que una lámpara se haga añicos; intentar detener los platos y cucharas que salen disparados de las gavetas de la cocina; cerrar las puertas de nuestras habitaciones, que se abren de golpe, o atrapar con la mano alguno de nuestros celulares en pleno vuelo. Yo entraré en mi mente, donde vivo según dice mi mamá y desde donde no puedo escuchar ni ver nada porque todavía soy un pinche mocoso de doce años que se comporta como uno de siete. Y apenas sienta yo cómo me escurre por la mejilla la primera gota de sangre de los rasguños que mi mamá me hace con su mirada y el chorro de orines que me empapa las piernas, como sucede siempre que me enojo, reaparecerá Isabel bajando a toda prisa por las escaleras, gritando que los pantalones y las camisas de mi papá han cobrado vida y la andan persiguiendo y sus gritos se fundirán con un cacareo de decenas de aves multicolores que vienen detrás de ella, queriendo picotearle la espalda y la cabeza.

Al ver mi mamá lo que está sucediendo querrá que yo salga de mi mente, y, en efecto, me dirá “¡baaaasta!, ¡te digo que ya no juegues con tu mente!”; y deseará que de repente toque a la puerta la mujer a la que le regaló mi precioso gallo de colores y que le diga “señora, le devuelvo este gallo, no me gusta el nombre que le pusieron. Además suelta mucha pluma y se hace caca en cualquier lugar”. Pero ya será demasiado tarde para volver atrás y desmentir las cosas que he visto y oído y que luego he guardado en el fondo de mí.

Aunque todo esto no sucederá sino hasta dentro de dos meses; por ahora me dedico a ver Mundo Animal y Herman salta a mi lado y picotea los trocitos de carne de vaca que hoy por la tarde me dio Isabel para alimentarlo y que yo le he puesto en un platito, mientras oigo que mi mamá recibe a sus amigas Carmela y Julia.

Antes de meterse en su recámara con sus amigas, Carmela le pregunta a mi mamá “¿dónde está Beto?, que no nos vaya a oír” y mi mamá le responde “no hay nadie, manita, y ese pinche mocoso no escucha nada, vive quién sabe dónde, en su mente ha de ser”. Da un portazo. A mi lado, Herman salta y sus plumas destellan como pequeñas espadas de colores.

[182 Arreola 3]
Ilustración de Frank Reynols en A Century of Punch Cartoons. R.E. Williams, ed., prefacio de Malcolm Muggeridge, Simon and Schuster, Nueva York, c. 1955, p. 78.

Hace unos años mi papá y mi mamá nos llevaron a mis hermanos y a mí a un bosque. Nos adentramos muy de mañana en un mundo desconocido que nos asombraba la vista. Yo sentía que el aire fresco me golpeteaba los pulmones al ir caminando entre los árboles. Nunca imaginé que existiera un lugar como aquel. Yo y mis hermanos avanzamos como si atravesáramos las páginas de una fábula de cazadores, separándonos de nuestros padres. No sé en qué momento cada quien tomamos la ruta que nuestra fascinación nos indicaba. Caminé solo durante un rato, por la tierra húmeda y cubierta de hojas. De pronto, me detuve y sentí el deseo de volver los ojos hacia lo alto. En las copas de los árboles un haz de franjas diamantinas se filtraba como si formara un remolino. Entre la luz un racimo de pájaros volaba en círculos concéntricos formando con sus gorjeos un ruido ensordecedor. Sentí un golpe luminoso en la frente como un latigazo. Bajé la vista, miré a mi alrededor y hacia el suelo, y vi que a un lado de mis pies un gallo de colores daba saltitos; sin saber de dónde provenía, oí una voz que gritaba: “¡Herman!” De pronto me sentí muy mareado, me desvanecí como si hubiese sido derribado por una mano gigantesca y de humo. No supe cuánto tiempo estuve inconsciente. Cuando abrí los ojos me encontré rodeado por mi papá, mi mamá y mis hermanos. Me costaba trabajo estabilizar la vista. “No lo muevan, hay que esperar a que se despierte por completo”, alcancé a oír que decía con voz de padre mi papá. “¿Por qué dejaron solo a su hermano?”, les reclamó a Brenda y a Javier.

“No tiene nada, está jugando con su mente”, decía mi mamá una y otra vez, como si repitiera un conjuro.



Guillermo Arreola (1969) es escritor, artista plástico y traductor. Ha publicado novela, cuento y poesía. Es autor de La venganza de los pájaros (2006), Traición a domicilio (2013) y Fierros bajo el agua (2014). Como pintor, es coautor del libro Via Corporis, poemas de Pura López Colomé (2016). Cuenta con más de veinte exposiciones de pintura individuales tanto en México como en el extranjero.