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Con frecuencia he sentido que mi biblioteca explicaba quién era yo.
Alberto Manguel

Conocí la Biblioteca Monsiváis después de años de vivir en la Ciudad de México. Al entrar sentí que, incluso cuando pareciera que vamos tarde, uno llega siempre a tiempo a los descubrimientos. Fue como si se me concediera de pronto aquel lugar del que habló el cronista en alguno de sus textos, un sitio mínimo donde es posible atrincherarse, encontrar resguardo de la urbe y su apetito desmedido.

Me gusta ir a solas. El cuerpo oscila al transitar las callecitas formadas por 97 libreros de distintas alturas. La mirada va acariciando los lomos hasta que un título me traspasa con la fuerza de un arpón; lo observo, después espío a sus vecinos. Y al ver los libros alineados, guardados entre estantes de madera, me pregunto en qué pensó Monsiváis al leerlos, qué diálogo intimísimo surgió entre ambos, sobre qué páginas estuvo a punto de derramar café antes de evitar la caída de la taza; en cuáles de entre todos los ejemplares durmieron sus gatos, enroscados bajo la luz de lámparas de mesa, sobre libros convertidos en cunas de papel; cuáles fueron los pasajes que lo hicieron sonreír o recordar a alguien a quien, quizá, alguna vez amó.

La biblioteca de Monsiváis lo contiene: no es el despliegue de toneladas de hojas empastadas, es la materialización del palacio de su memoria. Ese edificio imaginario, total, que se erige en el suelo movedizo del recuerdo y el olvido. No es descabellado suponer que el palacio, como le llamó San Agustín, cuando pertenece a escritores y lectores omnívoros, se conforma de habitaciones repletas de libros, toma la apariencia de una biblioteca; de una estancia que contiene otros miles de cuartos imaginados, puertas que se cierran y abren en las historias, atravesando los siglos, surgiendo de otros escritores con efervescencia de levadura.

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El escritor mexicano Carlos Monsiváis. Fotografía de Rogelio Cuéllar.

Porque una biblioteca no es simplemente un depósito de ejemplares, ni la organización alfabética, temática, emotiva, relacional o cualquier otra de los libros. Es, además, su arquitectura, su calidez o su frialdad, la personalidad que exudan los muros. Las colecciones personales tienen transcursos peculiares, se configuran y se van ensanchando con el tiempo y la paciencia del dueño. La insistencia de la búsqueda llevará a entramados únicos, a relaciones entre libros que solo logran nacer y obtener sentido gracias a quien los ha puesto en un solo sitio.

A la muerte del bibliófilo, los libros tendrán que encontrar otro camino; muchos se separarán para resignificarse bajo el calor de nuevas manos. Algunas bibliotecas permanecen unidas pero adquieren nuevos propósitos. Después de la muerte de Monsiváis, un lugar de remembranza era necesario, un nuevo hogar para su memoria, un espacio a la medida. La Biblioteca de México, antes cárcel, cuartel de armas y fábrica de tabaco ahora cuida cientos de miles de libros, entre ellos los que alguna vez pertenecieron al cronista, uno de los escritores más queridos que ha tenido México. Su alma lectora, su recorrido intelectual y sentimental, terminó abierto a todos, descansando cerca del bullicio de parques y calles, de los puestos de comida y entradas de metro.

Los 24 mil ejemplares, aproximadamente, que conforman la colección, se encontraban antes en la casa de Monsiváis ubicada en la colonia Portales; revistas, libros, periódicos, cubriendo escritorios, sobrepasando el límite de los libreros, apilados en columnas sobre el suelo de la casa, en cajas, invadiendo sillones y vitrinas. Era posible encontrar, por ejemplo, a Oscar Wilde o a Pablo Neruda, estudios sobre el trabajo cinematográfico de Pasolini o las historietas de La Familia Burrón; leer alguno de los 400 libros sobre diversidad sexual o quizá uno de los tantos que conforman la sección dedicada a obras sobre gatos.

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Biblioteca Personal de Carlos Monsiváis. Foto: Juan Toledo.

De la calle San Simón a la Biblioteca de México, la colección privada de Monsiváis adquirió una dimensión pública conservando su esencia personal. Muchos ejemplares de grandísimo valor fueron puestos a la vista, en el llamado Fondo Histórico se encuentran gemas de brillo antiguo, libros datados del siglo XIX. Hay estantes que se alcanzan solo con la mirada porque, aunque es una biblioteca de consulta, lo que se reconstruyó fue “el pensamiento caótico e interdisciplinario de Monsiváis”, como dijo alguna vez Javier Castrejón.

El palacio de la memoria fue construido a imagen y semejanza del autor. La empresa fue realizada en un esfuerzo tripartita, con Aisha Ballesteros y Javier Sánchez Corral en la parte arquitectónica y con trabajos del gran Francisco Toledo atrapando la esencia de quien fue también su amigo. A la biblioteca se le otorgó una lógica interna que corresponde y dialoga con la estructura intelectual de Monsiváis; su diseño traduce un desorden solo aparente, se apropia de lo anómalo y asimétrico, de la armonía rascaciélica de la ciudad.

Sosteniendo todo se expande un piso hecho de mármol, una alfombra de piedra en donde aparecen, uno tras otro, 59 mininos. Y es que el palacio de la memoria de Monsiváis, el lugar que acogiera su colección gigantesca de libros, tenía que estar habitado y resguardado, incuestionablemente, por una manada gatuna. El escritor, que tanto los adoraba, tenía más de diez acompañándolo en sus procesos creativos así como en sus largos momentos de lectura.

Los gatos saltaban entre los montículos de libros como si fuera aquella su propia ciudad, su laberinto cambiante y móvil. Sus nombres se han repetido una y otra vez a lo largo de los años, y ahora las mascotas son homenajeadas en la Biblioteca Monsiváis, pues la memoria del autor también se cimienta en el recuerdo de Fray Gatolomé de las Bardas, Recóndita Armonía, Catzinger, Pos Moderna, Fetiche de Peluche y todos los demás gatos que disfrutaron de los libros y los papeles de manera distinta pero tanto como su dueño.

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Biblioteca Personal de Carlos Monsiváis. Foto: Juan Toledo.

Francisco Toledo no solo inmortalizó su compañía en las piezas de mármol sino en un deshilado y en uno de los gobelinos que adornan la biblioteca. En este último se guarda para siempre la silueta del escritor: su cabello despeinado, sus lentes voluminosos, atrás de su figura estantes con libros desorganizados y, a sus pies, la sombra de uno de los felinos. Como si a la vuelta de cualquier esquina pudiéramos encontrarlo de nuevo, un eterno habitante de urbe.

De las cinco bibliotecas personales que alberga la Ciudadela, la de Carlos Monsiváis es la que más me gusta: su atmósfera cálida acoge al visitante, la bestia citadina que es la capital se permite de pronto unos metros cuadrados de sosiego. Quizá es la metrópoli regresando, en forma de calma, el amor que Monsiváis le dio.


Mariajosé Amaral (Culiacán, 1992). Ensayista y traductora mexicana. Licenciada en lengua y literaturas modernas: lengua portuguesa por la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado en Anders Behring, Timonel, Círculo de Poesía, Milenio y El Universal. Es una de las traductoras del libro Sobre un Comba y otros cuentos, de Manuel Rui. Ha sido becaria, en ensayo literario, del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico Sinaloa (2017-2018) así como de la Fundación para las Letras Mexicanas en los cursos de Xalapa 2012 y 2013, Monterrey 2012 y de ensayo (2018-2020).