Banner del texto El diablo en el agua bendita de José Mariano Leyva

Dosis de miedo para los niños

“Arte” y “niños” son dos palabras que demasiadas veces provocan desprecio. En medio de las mareas de corrección política se asegura lo contrario: “la niñez es nuestro futuro”, se escucha hasta el hartazgo. Pero la práctica con ellos no es tan broncínea, es más bien coercitiva. Con el Arte pasa lo mismo: si no se entiende, si no llena nuestras ideas preconcebidas, lo desechamos. Mejor el insulto que pasar por ignorantes.

“Arte” y “niños” se desprecian tal vez porque se imaginan débiles. Poco útiles. Si las comparamos con, por ejemplo, “deporte” y “madurez”, parecen salir perdiendo. De manera inevitable. Si las contrastamos con “política” y “adultos”, parece que nos referimos a dos orbes no sólo distintos, sino opuestos. Por desgracia esas dos esferas se encuentran muchas veces trenzadas, y en ese baile una sale siempre perdiendo.

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Acervo de la Biblioteca de México.

Las publicaciones de finales del siglo XIX dedicadas a la niñez tenían una misión clara: educar, formar, meter en cintura. Los temas recurrentes: moral, religión, buenas costumbres. En muchos casos, la misión parecía clara: que los niños estuvieran quietecitos en el rincón del cuarto esperando a crecer. Pero el siglo XX, el siglo de las ideologías, no ha sido más benévolo.

Mientras que, con un adulto, cualquier ideología debe aludir al convencimiento, intentar persuadir al otro adulto de las ideas propias por medio de la seducción o la amenaza, con los niños y niñas no sucede así. Se les imagina como materia moldeable que aceptará sin reparos las ideas que se le sugieran, por más estrambóticas que sean. Ya en el nacimiento del XX, entre 1899 y 1900 apareció la colección Biblioteca del niño mexicano editada en Barcelona por Maucci hermanos. En los anaqueles personales de Jaime García Terrés que están en La Ciudadela, hay 21 ejemplares de esas historias —quince páginas cada una— que tienen un tema único y reiterativo: mostrar la grandeza de los mexicanos antes de la conquista. ¿Cómo volver interesante un tema tan árido? Colocando en la portada imágenes llenas de sangre: en una vemos cómo apuñalan a una dama y la sangre chorrea por su pecho, en otra aparece un patíbulo con dos cabezas cercenadas en el piso mientras un hombre se dispone a cortar la tercera; en una más, unas rocas caen montaña abajo aplastando a ocho incautos.

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Acervo de la Biblioteca de México.

Hasta hace poco tiempo, se solía creer que los infantes sentían fascinación por los titanes que los adultos iban construyendo para ellos: El Pípila y su roca en la espalda reventando puertas, los Niños Héroes defendiendo hasta la muerte un castillo, lanzándose al vacío envueltos en una bandera. Pero probablemente no se trataba de que sus jóvenes pechos se insuflaran de aires patrióticos, sino que lo atractivo era lo macabro. Las historias de sangre. Con un poco de suerte —para esos adultos patrioteros— algún niño establecería el vínculo entre el morbo y la ideología propuesta, pero en general si a un niño se le ofrece una historia patria con toda su violencia o una historia de terror, terminará eligiendo la segunda porque su curiosidad será satisfecha sin la monserga del discurso.

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Acervo de la Biblioteca de México.

Así, en la Biblioteca del niño mexicano, ese rescate del mundo indígena alterna con las escenas escabrosas e incluye a cada tanto el “amiguitos lectores” para que los escépticos se convenzan de que es a los niños a los que se les habla. Y el discurso es tan aplastante como las rocas de aquella portada macabra. En El sueño de Tenochtitlán o el origen del fanatismo sanguinario hay un fragmento que olvida cualquier forma sugerente para esgrimir su adoctrinamiento:

“Los viles sacerdotes… los que usurpando con maldito sacrilegio y blasfemos atentados, el verdadero sacerdocio del amor y la fraternidad del Grande Infinito dios pretendían regir los destinos de la nación, eran los que lentamente habían ido pervirtiendo —¡por su ambición de riquezas y de poder!— los sentimientos mejores de la raza náhuatl desde hacía muchos siglos. ¡Aquellos sacerdotes fueron en un principio vagabundos extranjeros que habían sido arrojados de sus países por atroces y furibundos crímenes!”

No se trata de inclinarse a favor o en contra de la conquista, de los españoles, del mundo indígena. Se trata de la labor de convertir a los niños en acólitos de posturas políticas, aprovechando su maleabilidad, su confianza en los adultos. Se trata de creer que unas líneas como las anteriores tienen algún beneficio para ellos y no que, como cualquier discurso político simplificado en busca de enemigos, más bien van a aprender rasgos de xenofobia (“vagabundos extranjeros”), entre otras radicalidades.

La cultura con apellidos —conservadora, revolucionaria, moral, indígena— es imaginada como la única válida para la niñez. Lo demás es desperdicio. Es algo parecido a una pesadilla: un mundo diseñado para que todo, absolutamente todo tenga una enseñanza práctica que sea útil en el mundo adulto. El juego es útil sólo si lo vemos como una práctica del mundo laboral. Las lecturas son útiles sólo si contienen los diagramas de pensamiento que el adulto ha pensado para ellos. Estos diagramas, por cierto, cambian de tiempo en tiempo. Se van de un lado al opuesto, según el capricho ideológico. En la colonia lo bueno era lo español, en el siglo XIX los rasgos indígenas, después de la Revolución mexicana lo útil para los niños eran los hábitos de higiene y el orbe rural.

Un representativo ejemplo de lo último es el teatro de títeres. En la segunda mitad del XIX, los autómatas hacían continuo escarnio de las figuras públicas. En las plazas de la ciudad porfiriana, atacaban a políticos con saña a partir de las noticias que habían aparecido en los diarios de la mañana. La persecución judicial contra estas compañías era un pan diario más común que aquel que alimentaba. Con los programas sociales posteriores a 1910, a los títeres se les reclutó con el fin de enseñar a los niños a cepillarse los dientes y lavarse bien las manos. Hasta ese momento se convirtieron en un espectáculo para niños, una vez que habían perdido la espontaneidad y tenían un programa didáctico fijo.

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Acervo de la Biblioteca de México.

Alí Chumacero tuvo el cuidado de guardar entre sus libros uno pensado para la infancia: Nosotros los felices de Omar González, Premio Casa de las Américas de 1978. Entre esas páginas todo gira en torno a la validación de un gobierno a partir de las memorias de una anciana:

“Después apareció un muchacho con la cara como la tuya, Ismael. Un niño todavía. En el bolsillo le encontraron una foto de Mella y dos casquillos de bala calibre 38. Segurito que venía huyendo desde La Habana. Sus restos estuvieron allí hasta que, pasados tres años, vinieron los compañeros de su Partido y se lo llevaron en un cofrecito negro cubierto con la bandera cubana.”

O bien:

“Los ojos de María Luisa, la más chiquita de mi cría, la hija que me mataron los batistianos cuando se iba a la Sierra con Fidel…”

A diferencia de lo que el título promete, poca felicidad se puede encontrar al interior de la edición. Resulta muy simbólico que se intercalen los diminutivos —segurito, cofrecito, chiquita— con las palabras que inician en mayúscula —Partido, Sierra, Fidel—, como haciendo hincapié en que lo pequeño puede —debe— acogerse a lo mayor para encontrar una seguridad. Esa certeza no tiene que ver con la comprensión sino con la imposición. Es responsabilidad del niño obedecerla.

El arte sometido por la camisa de fuerza política es una desgracia que probablemente ha visto sus peores momentos en las expresiones estéticas del nazismo, del fascismo, del estalinismo. Y ese es el tipo de arte que, filtrado, ha llegado por demasiado tiempo a niños y niñas. Insisto: se los ve como material maleable que va a aceptar las fobias vueltas enseñanzas. ¿Indagar en su naturaleza, en sus miedos, en sus aspiraciones? Pérdida de tiempo: lo que hay que hacer es aleccionarlos con el material correcto lo más pronto posible.

Los libros que exploran en la infancia son una invención reciente. Los que tratan comprenderla con sorpresa, también. La propuesta de ponerse en los pequeños zapatos en vez de diseñar unas botas inmensas para que el niño las llene lo más pronto posible, es novedad. Pero ya comienza a existir, por fortuna. Para diseñar esta última literatura, este último arte, hay que hacer más trabajo: indagar en lo desconocido en vez de reiterar en la pequeña cabeza ajena nuestras creencias. Y el salto es beneficioso no solo para los niños, sino para los adultos: ¿de cuántas perspectivas infantiles nos hemos perdido por no poner atención? De muchas. Esa cultura de exploración es, al fin de cuentas, un proceso pedagógico, pero para el adulto, que muchas veces, buena falta le hace. Con los textos que presentamos en este nuevo número de Biblioteca de México intentamos hacer una muestra de esas nuevas expresiones en contraposición con las estiladas durante demasiado tiempo.

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Acervo de la Biblioteca de México.

Así, con un poco de suerte, se irá eliminando ese diagnóstico que receta pequeñas dosis de miedo a los niños, para que ellos también se asusten de nuestros monstruos y los combatan con nuestra ideología. “La niñez es nuestro futuro”. Política sobre infancia. Tal vez ya es tiempo de dejar de convertir a los niños en “nuestro futuro” y poner atención al de ellos. Permitir que sean espontáneos y que vengan con sus propias ideas. Que piensen distinto, que tengan otro criterio, que elaboren su propia rebeldía.


José Mariano Leyva, novelista e historiador, es director de la revista Biblioteca de México.