Banner del texto Eduardo Lizalde en la Academia de Vicente Quirarte

La poesía es ejercicio de juventud. En esa edad, se hallan íntegras todas las potencias del animal que somos. Carencias y plenitudes se ofrecen colmadamente a nuestras ansias y las ejercemos como si nunca fueran a agotarse. La juventud termina pero nunca la poesía. Nunca el testimonio de que hemos luchado contra el Ángel y en esa “fiera y desigual batalla”, al ser vencidos hemos ganado en iluminaciones. Cada herida es una prueba del combate en que el premio más digno es la derrota. La única victoria verdadera.

Derrota y fracaso son palabras elocuentes en el caso de Eduardo Lizalde porque él las utiliza en un libro ejemplar, luminoso y necesario no sólo para entenderlo a él sino para todo aquel que intenta hacer más puras las palabras de la tribu.

Eduardo Lizalde cumple 90 años y sigue siendo fiel a ese muchacho inconforme y rebelde que nos dio para siempre versos estremecedores e inolvidables. Le sucede lo que a nuestro José Alfredo Jiménez: cada día canta mejor, y cada acercamiento a su obra es diferente y renovado. Apenas el pasado 14 de junio, en la lectura estatutaria que es nuestra obligación en esta cofradía que hoy orgullosamente celebra a nuestro poeta, Lizalde dio a conocer la tarea en la que actualmente se halla: la traducción al español del poema El cementerio marino de Paul Valéry. Vertido antes a nuestro idioma por uno de sus más altos artífices, el poeta español Jorge Guillén, Lizalde demostró, en su breve e intensa exposición, que los versos de Guillén suenan fastuosamente pero no equivalen a lo que dice Valéry. En esa ocasión dijo palabras que ilustran el trabajo del poeta y la aventura verbal del propio Lizalde. Se refirió a la traducción cono una herejía. ¿Y que es la poesía sino una herejía suprema, la inevitabilidad que nos lleva a intentar escribir algunos versos bellos que nos hagan sentir superiores a aquellos a los que despreciamos?

Tuve el privilegio de conocer dos veces a Eduardo Lizalde. La primera fue en esa especie de tribunal en el cual, junto a otros dos inquisidores que eran Beatriz Espejo y Salvador Elizondo, en el Museo de San Carlos opinaban sobre el trabajo del candidato que en esa sesión había aceptado ser sometido a toda clase de humillaciones. Tarde o temprano nos encontramos con los poetas que nos forman. Nunca agradeceré lo suficientemente que mi hallazgo de El tigre en la casa coincidiera con el descubrimiento de que Eduardo Lizalde se hallaba a cargo de un taller de poesía en la Facultad de Filosofía y Letras. Los integrantes, cuatro cuando éramos todos, llegábamos bajo el imperio del sol negro en busca de una verdad que no existía. Entre todos sobresalía Eduardo Hurtado, quien ya era el espléndido poeta que no he dejado de leer ni de admirar. Yo, en cambio, frente al hombre Lizalde que conocía a través de sus poemas, llegaba con un manojo de mal llamados versos — para perjuicio de mi orgullo y de la poesía— recién salidos de la desgracia amorosa. Entonces no sabía que esa contundencia que vuelve tan personal y estremecedora a la poesía de Lizalde, tenía detrás a un artista que había eliminado toda pasión inmediata, para escribir sobre la pasión humana. En aquellas sesiones de taller, Lizalde nos enfrentaba al texto, trazaba su geografía y sus relaciones. No se limitaba a la lectura y análisis de poemas; nos llevaba al conocimiento de aquellos escritos que podían darnos una idea más completa de la pugna del hombre con las palabras. No era un profesor de academia; por lo mismo, es uno de los contados maestros que he tenido —que sigo teniendo a través de su obra— precisamente porque nunca tuvo piedad hacia mis textos y me enseñó, sobre todas las cosas, que el poema es un objeto autónomo, vampiro de la vida, pero alejado de ella desde el instante en que acepta su propia soledad, orgullosa e insobornable. Una de sus leciones consistía en traducir uno los poemas en apariencia más inocentes de William Blake: “The Sick Rose”. Ninguna traslación a nuestro idioma era igual a la otra, con lo cual el maestro demostraba que una misma pasión halla respectos afluentes en la sangre. En ese taller, Lizalde nos conducía a practicar lo más rescatable de su poeticismo de juventud: el asedio al auténtico poema, la búsqueda del lenguaje como gran arte, encima de las casualidades o a los pararrayos celestes. Ahora, a la distancia, creo que sin él pensarlo preconcebidamente, el profesor Eduardo Lizalde era el apócrifo del poeta, un Juan de Mairena que revelaba las estrategias y frustraciones, los triunfos y caídas del poeta y su presa, un heterónimo que nos concedía el privilegio de asistir al laboratorio donde se habían gestado sus poemas.

La poesía de Lizalde cautiva a causa de su musicalidad, su precisión conceptual, la contundencia de sus metáforas. Pero nos marca de manera perdurable, y su experiencia también debe probarse en la edad cuando todo nos vulnera. A esa ponzoña inevitable, a esa voluntaria temporada en el infierno, pertenece la poesía de Eduardo Lizalde, y, de manera sobresaliente, la figura que ha elegido y explorado y afinado a través de los años: el tigre que tensa, con su aterradora simetría, las cuerdas de una de las poesías de mejor y más alto timbre entre nosotros.

Imagen Eduardo Lizalde en la Academia

Archivo Hilda Rivera.

La llegada a ese gran libro —que cumple con la exigencia de Cyrill Conolly de escribir en la vida una obra maestra— no fue en Lizalde motivo de la casualidad. Antes había integrado con otros autores el llamado movimiento poeticista, que como toda vanguardia juvenil, pretende cuestionar todo lo escrito antes de ella. Eduardo Lizalde es uno de nuestros poetas más conscientes, uno de los que con mayor frecuencia y solidez han reflexionado en su trabajo sobre la factura del objeto verbal, en sus versos la pasión se halla tan sabiamente modelada que el verso parece romper —matraca o cohete el corazón de la noche, guitarrón del solitario, bolero del resentido —sin más recurso que la blasfemia y el coraje. Y si en primera instancia Cada cosa es Babel es el libro conceptual de Lizalde, heredero de nuestra gran poesía simbólica desde Primero Sueño hasta Piedra de Sol, la disección que posteriormente hace del felino monarca en El tigre en la casa y Caza mayor, o la exploración que del sentido de las palabras y de sus relaciones peligrosas efectúa en La zorra enferma, reafirman ese afán expansivo y exploratorio de la poética lizaldiana.

¿Qué es el tigre? Más allá de la filiación cultural de la fiera, que el propio Lizalde revela en varios poemas, su mayor mérito radica en que, no obstante la repetición obsesiva de la palabra, es la experiencia personal, pero también los bombardeos sobre Vietnam, el hombre de negocios y sus enormes minucias, el borracho itinerante que descarga sus penas frente a la barra de cantina.

No lo toquemos más, que así es el tigre, puede decir Lizalde; así debe repetirlo su lector, el adolescente que más que solidarizarse al leerlo, se siente acompañado por el dolor del otro, por ése que se ha atrevido a despertar a la fiera, con todas sus devastadoras consecuencias. El tigre es la vida; aliado de la muerte, no deja de temer al tigre de los tigres, y en esa condición caduca, en esa amenaza de extinción, acaso se halle el único consuelo del asunto. Porque si bien sentimos la amenaza de la fiera, debemos tener simpatía por ella, pues sin nosotros no vive. Es el otro, el ajeno, el exiliado; es, como cualquier adolescente que se respete, un enorme animal por dentro y fuera, dando golpes de ciego, tirando dentelladas en un mundo donde la vida está pendiente.

No haber estado presente en la entrega del Premio Nacional de Literatura 1988 a Eduardo Lizalde me concede el derecho a imaginar la escena. Un trigre —imaginario de tan real— camina sobre la alfombra roja del recinto donde se hará entrega del premio. La presencia del tigre no es advertida por columnas ni escaleras de mármol, ni el Estado Mayor, ni el público asistente a una de las últimas ceremonias del sexenio. Pulido, cebado, musculoso, el tigre se desplaza con la lentitud serena de los reyes. Se detiene, husmea, busca entre ese mar de flashes y corbata; desprecia la pulida carne de doncellas, los muslos aún firmes de aquella otra hembra, el bien nutrido estómago de flamantes secretarios de Estado.

Por fin, descubre al único mortal que puede verlo: imperceptible casi, introducido a fuerza o por descuido, un adolescente solo como isla, con una sed que la lluvia enciende con mayor violencia. El muchacho se sabe descubierto y mira al tigre a los ojos; en la mano lleva un libro con la evidente huella de numerosas lecturas. Sin quitarle los ojos a la fiera, descubre lentamente la portada: sobre un fondo naranja, un tigre en el instante del salto.

En el salón, la ceremonia ha comenzado. Para el adolescente y el tigre ha cesado el mundo de afuera. Ambos inician un baile de miradas, un par de rounds de sombra y a distancia. Saben que el encuentro no es fortuito. El adolescente se ha empeñado en trasladar a palabras sus pasiones; las ha encauzado a través de ríos ajenos donde ha creído apurar su dosis precisa de veneno. Una tarde, en una librería de la avenida Hidalgo descubrió un antídoto que habría de causarle nuevas fiebres: El tigre en la casa de Eduardo Lizalde. Antes sabía de los tigres de Malasia, o del Shere Kahn obstinado en devorar la carne impúber de Mowgli. Y aunque este nuevo tigre salía de un libro de poemas, era todo menos un tigre de papel. Al fin de la lectura, sonrió con la paz de los vencidos.

Bajo la luz de los candiles, la pupila del tigre late al contemplar su presa. Su desconfianza de siglos lo obliga a detenerse, a estudiar el terreno y la distancia. No menosprecia a ese animal bípedo, tan inerme en la selva, tan temible en su propio laberinto. Su deleite no nace de la carne, sino de un apetito más intenso: ese muchacho y otros —incluido el hombre que se sienta al estrado a recibir justos honores— lo han conjurado al descubrir que el amor “es un árbol que da frutos dorados sólo cuando duerme”.

Cuando los aplausos atruenan el espacio y los flashes parecen una sola bengala en la noche, el tigre y el muchacho saben que ha llegado el momento. El primero tensa su perfección mortífera; el muchacho es un sable desnudo, pero menos brillante que sus ojos. En el instante del salto, a punto del abrazo mortal, ambos disfrutan la victoria anterior al combate y los dos reconocen su linaje.

Eduardo Lizalde ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua el 24 de mayo de 2007. Su lección inaugural llevó por título “La poesía mexicana. Esplendor e infortunios”, donde nuevamente hizo gala de esa defensa de la palabra que esta hace cuando se encuentra tensada en su más alta potencia. La respuesta estuvo a cargo de su amigo de navegaciones Ernesto de la Peña, a quien me honra traer a la palestra: “La poesía de Eduardo Lizalde es de presencia, no de lamentos por la ausencia, por la nostalgia de lo perdido. La inmensidad de lo real desborda las medidas y sus poemas cantan, elogian el mundo circundante, aunque él mismo percibe huecos cuya plenitud alguna vez nos fue concedida y dejó cierto saldo vacío, sólo preterido por la opulencia del momento presente”.

Ernesto de la Peña solía recordar que la Academia Mexicana de la Lengua existe para limpiar, fijar y dar esplendor al idioma, y que al poeta corresponde la enorme responsabilidad de hacerlo brillar en sus notas más altas. Estoy seguro de no hablar sólo en mi nombre cuando digo que la relativa gloria que les es dado gozar en vida a los poetas, Eduardo Lizalde la tiene en sus múltiples lectores, agradecidos a la exigente hermosura de su tigre de la guardia.