Sabina Orozco, Sentarse sin hacer nada

Cuando él se fue en el tren suburbano sentí que algo en mí se había roto, una especie de hueso partido e invisible que me impedía moverme con naturalidad. Al salir de Buenavista una ligera lluvia empezó a caer; no quise entrar de nuevo a la estación, la gente moviéndose como salida de un hormiguero me revolvía el estómago. Metros adelante, había un edificio metálico entre los árboles. Los truenos anticipaban tormenta y, como no llevaba sombrilla, caminé a ese sitio de apariencia distópica. Esa fue la primera vez que pisé la Biblioteca Vasconcelos sin saber que, a partir de entonces, además de protegerme del mal clima se convertiría en un refugio contra el caos de la Ciudad.

Del vestíbulo pendía una criatura de costillas afiladas. Meses después me acercaría a la placa que especifica la procedencia de ese monstruo flotante: la Mátrix Móvil, escultura hecha con el esqueleto de una ballena. Esa tarde no tenía ganas de nada, mis ánimos se hallaban quebrados. Aquella visita a la Vasconcelos se redujo a plantarme en la sala del primer piso hasta que dejara de llover, me limité a observar las gotas que golpeaban las puertas de vidrio por las que se accedía a uno de los balcones.

“Una biblioteca debería pensarse como un lugar de acción social y a lo mejor la acción social es simplemente una persona sentada en un sillón, con o sin libro”, menciona Cristina Morales en un conversatorio del 2020. Yo fui esa persona sentada sin libro y nadie me confrontó por ello. Intuí haber descubierto por casualidad un espacio seguro. Ese hecho me alentaría a volver la siguiente semana para echar un vistazo a las estanterías. Fue así como tramité mi credencial y empecé a llevarme libros a casa.

Sería complicado recordar con exactitud qué pensé el miércoles 4 de diciembre del 2013 a las seis de la tarde, pero si reviso mi historial de préstamos de la Vasconcelos es posible saber que a esa hora llevaba bajo el brazo Crónicas Marcianas y Las Maquinarias de la alegría. A finales de año suele invadirme el presentimiento de que el mundo se acaba. Me enamoré de Bradbury por sus atmósferas vinculadas al espectáculo de la destrucción. Difícil olvidar el presagio apocalíptico del despegue de un cohete o el cuento “Las vacaciones”, un paseo por los rieles de un mundo abandonado.

En mayo de 2014, luego de ir a una lectura de Coral Bracho busqué Ese espacio, ese jardín, un recorrido donde todo lo visto es hermoso porque está a punto de acabarse. Por esa época yo había vuelto de un retiro en una casa de monjes salesianos, a orillas de la carretera. Ahí conocí a una mujer con una enfermedad implacable que me hizo pensar en mi propia finitud. De regreso a la ciudad, leí varias noches los versos de Bracho como un conjuro contra el miedo: “Porque la muerte tiene en el torneado corazón / de la vida / enraizados sus vértices”.

Fracaso constantemente en reafirmar mi escepticismo. Hay una larga lista de títulos de alquimia, reencarnación, tarot y astrología que consulté durante el 2015. Llevaba tres años viviendo sola, el mundo que habitaba se volvía turbio por el esmog, las historias cada vez más violentas ocurridas a personas cercanas y la duda si estudiar literatura había sido una buena elección. Quizá la crueldad de lo cotidiano alentaba mi deseo por leer sobre magia.

En 2016 cursé la materia de bestiarios medievales. Los libros acerca del tema solían incluir ilustraciones de unicornios, centauros y mujeres con cabello de serpientes, un festín demencial para los ojos. Por lo general, los bestiarios eran bastante caros y los que había en la biblioteca de la universidad no alcanzaban para una clase de treinta alumnos. Por fortuna, en la Vasconcelos hallé una amplia bibliografía que me permitió seguir explorando ese mundo mitológico.

Durante 2017 salí con un chico que estudiaba cine. Como extensión de mi enamoramiento consultaba la serie de libros Signo e imagen ubicados en uno de los últimos pisos de la biblioteca. Mi cabeza estaba ocupada por Buñuel, Kurosawa y mi novio. Al año siguiente él y yo rompimos, pero sobrevivió el hábito de visitar aquella estantería.

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Ilustración de Era, publicada en Fantoche, no. 35, en septiembre de 1929. Biblioteca Personal de Carlos Monsiváis, Biblioteca de México

Si hice algo con religiosidad en las vacaciones de Semana Santa de 2018 fue leer los cuentos de Clarice Lispector, Lucia Berlin e Inés Arredondo. Los libros que saqué eran gordos tomos de sus cuentos. A pesar de pertenecer a tradiciones tan diferentes, ellas escriben constantemente del dolor y el placer del cuerpo. Si tuviera que establecer mi santísima trinidad cuentística, elegiría “Devaneo y embriaguez de una muchacha”, “Triste idiota” y “La sunamita”.

En noviembre del 2019 tuve un ataque narcisista que consistió en buscar historias con personajes que se llamaran igual que yo. Me entusiasmó el desapego y el cinismo de la Sabina que aparece en La insoportable levedad del ser; pensé en el mar alrededor de doscientas páginas con una novela de Julieta Campos; y me invadió el asco al leer en El arte de amar, de Ovidio, cómo los fundadores de Roma secuestraron a las mujeres de un pueblo aledaño.

El recuento cronológico de mis lecturas es similar a una radiografía. A pesar de haber conocido la Biblioteca con el ánimo fracturado, esa visita constituyó el reacomodo de mis vértebras lectoras. Si la Mátrix Móvil hablara, relataría infinidad de historias acerca de adolescentes que bailaban en los jardines, niñas y niños jugando, los grupos que asistían a conciertos o a la proyección de una película. Ese cúmulo de huesos contaría cómo me familiaricé con el espacio, describiría mi entusiasmo al asistir a un taller de guion en la planta alta o ver The Gold Rush en el auditorio. Hablaría de mi afición por especular sobre la vida de los extraños que leían en la mesa de al lado, las veces que acompañé a mi mejor amigo a la sección de las novelas de un autor japonés que se enterró una espada en el vientre. Esa ballena gigante se burlaría de las innumerables ocasiones que me instalé de nuevo en una silla, sin hacer nada, porque se repetía una despedida similar a la del chico del tren.

Los vertebrados se sostienen gracias a un sistema de huesos que permite que el cuerpo se desplace. Me gustaría acceder a los historiales de usuarios desconocidos. Husmear en sus búsquedas permitiría esbozar personalidades de acuerdo a sus intereses, cada libro constituiría una pieza de su esqueleto lector, un elemento de su visión del mundo y la forma de moverse en él. Si la Matrix Móvil cobrara vida, sería capaz de crear perfiles de los usuarios con sólo verlos, contaría cómo se han modificado sus inclinaciones literarias o científicas. Esa ballena detenida en el tiempo tendría la habilidad de narrar a cada visitante.