Melinna Guerrero, Alaska

Mayra es la líder. Hace siete años aceptó el horario, el sueldo, las tareas, los encargos extras, la media hora para el desayuno, los sábados de doble jornada, sobre todo cuando el calor inunda la ciudad, y aquellos días de frío en que, sorpresivamente, debe trabajar en domingo, porque los locos abundan y vienen hasta acá. Así lo ha descubierto, de a poco, a fuerza de cada mañana cuando canta al abrir el casillero para dejar en él su celular, su bolso, su pequeño abrigo, anotando las tareas de hoy, irrumpiendo en el mostrador con ese traje de pies a cabeza; chamarra térmica, cofia, gorro, lentes, guantes y botas. Hace falta conocerla para saber que debajo de eso, Mayra tiene las mejillas rosadas y el cabello largo, negro y lacio que, al terminar la jornada, la devuelven a sí misma. Mayra canta para hacer andar las horas siguientes.

Somos ocho mujeres en la sala de producción. Abrimos las pequeñas bolsas de celofán para envolver, cerrar, sellar y contar cuántas quedan listas, cuántas nos faltan. Alrededor del frío, Elena sabe cómo hacerlo con soltura y entonces se lleva una nuez a la boca con ese gesto de quien puede hacer una tarea en automático para dar espacio a otra, también mecánicamente. Si se tratara de nadar, Elena haría sincronizado.

En este lugar que domina, Elena abre paso a su confesión: él, con quien se acuesta, un tipo mayor. Desde hace tiempo lo ve a escondidas y, cuando la lleva a casa, le pide que por favor la deje dos cuadras antes. Pese a que después, nos lo dirá un día parecido a éste, toda la colonia sepa de Él. Le prestamos atención porque está contenta, lúcida y porque tiene un secreto:

—Me hace venir.

Mayra, Rosario, Erika y el resto reímos, aunque algunas no entendamos muy bien eso de “venir”. Pero algo nos emociona a todas: una victoria compartida. Mayra le pide que nos cuente de qué tamaño lo tiene, que nos lo confirme con ambas manos y los índices extendidos; Elena deja una de las bolsas en la mesa para dibujarlo en el aire. La felicitamos todas, incluso las nuevas, quienes no hemos visto uno en vivo… aún.

Elena está contenta, colmada. Sin embargo, sabe que esto es pasajero. Nunca podrá dejar a Andrés, su verdadero amor, a quien le ha llorado con canciones de Jenny Rivera, cuando alguna vez él se marchó. Andrés a quien conoceremos un finde, en esa fiesta en casa de Fabiola, donde Elena pasa el resto de la noche besándole el cuello y la boca en simulación de un encuentro que todavía no tiene forma para mí, pero sí para el resto. Mayra, Fabi lo saben, no la cuestionan; la celebran como hoy, cuando Elena continúa sobre las bolsas de celofán y sus dedos son bailarinas desarrollando saltos, posiciones y movimientos que luchamos por imitar.

Lo que se amasa como una gran bola es el tiempo. Siete horas para entonces salir de aquí y apresurarnos a lavar las máquinas; bajar las cortinas de las siete ventanas; apagar el letrero gigante; cambiarnos la ropa; que el ojo que todo lo ve dictamine “nuestros bolsos están libres de culpa” y salir a la calle donde nos repartiremos los sacos de basura que debemos tirar camino a casa en ese contenedor amarillo y repleto. Entonces decidiremos si esperamos el autobús, aunque sea improbable, o de una vez caminamos, pero a prisa, sin comentar que cada una por su parte tiene miedo de aquí hasta cruzar la avenida. Gaby es quien me acompaña, sobre todo los días en que Berna no pasa por ella. Gaby, quien dejará de caminar conmigo, como en esta noche, cuando cumpla los cinco años en este lugar, cuando Berna vaya más en serio y ella me cuente en el mostrador, mientras esperamos a que los clientes lleguen: su novio tuvo un hijo con otra. Un bebé de un año que le vendrá a ella también como hijo. Es la exnovia quien renuncia a él para entregárselos, como quien realiza un regalo de bodas.

—Me lo voy a quedar.

Los clientes nunca saben cuál helado elegir en este aparador, qué sabor o qué tamaño. Piden una muestra de alguno para entonces preferir el que no probaron. Lo desconocido dilata en posibilidad. Gaby se concentra en ser madre, y ofrece al cliente el sabor del helado pedido, aunque después escuchemos “Sabía mejor el que probé”. Gaby no tendrá opción. Ayer no era una mamá, hoy temprano, después de la universidad, mientras transitamos de un cliente a otro, decide y asume que lo es.

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Ilustración de Era, publicada en Fantoche, no. 37, en septiembre de 1929. Biblioteca Personal de Carlos Monsiváis, Biblioteca de México

Erika está aquí por temporada, es de Guanajuato. Allá, nos cuenta, trabajó en una ambulancia, como taxista, tortillera y, en un salto de destino, en una funeraria. Ahora está acá. Es la que grita más alto a la hora de las confesiones; la mejor en evitar a los clientes; en desesperar a ese ojo que todo lo ve; en trabajar a veces sí y otras no. Esta vez, mientras el sábado avanza sobre los botes de veinte litros de helado preparados por Mayra, sobre la sesión infinita con los treinta kilos de mango que debemos cortar en minúsculos cuadros simétricos, Erika habla sobre su esposo, su vida de noche con Él, la manera en que, sólo una vez, la dejó con dolor de ovarios:

—¿Dolor de ovarios?

—¡Por las ganas!

Erika es grande, tiene una nariz descomunal que curva por momentos, sobre todo al hablar del esposo, con quien tiene dos hijos en casa, al que sólo alguna ocasión alcanzamos a ver en el mostrador porque Erika no quiere que lo vea nadie, al menos nosotras no. Ella habla de él y la nariz le cambia: es el gesto del deseo, la transformación proyectada. ¿Qué sucede en cada mujer cuando un hombre logra estar adentro? Elena le pregunta si se lo come, si lo ha probado y si le gusta. Todas guardamos silencio para escucharlo de su voz, que nos certifique si es verdad que… se puede comer. Ella habla, sonríe, mueve su nariz: es el deseo.

Erika atiende de mal modo a los clientes porque preferiría quedarse aquí, hasta el final del día, al lado de Mayra, en medio de las confesiones, aunque el ojo que todo lo ve termina por relegarla siempre al mostrador, al sitio donde ella debe hablar en voz baja o callar, dejar la vida para ser sólo una mujer con uniforme, conocida a medias por lo clientes; el lugar en donde su nariz resplandece, está quieta.

Rosario es tímida, pero es la que más ríe en celebración a las confesiones, a las hazañas que se nos entregan. Es la mano derecha de Mayra, su contraparte. Todas anhelamos su lugar porque existe un momento del día en que Mayra y Rosario desayunan juntas, se carcajean y confiesan secretos que sólo les pertenecerán a las dos. En este país, Rosario vela por la buena presentación del equipo: es atenta, responsable, sigue las instrucciones al pie de la letra, al pie de las rutinas de Mayra, realiza su tarea en silencio y, cuando toca, ríe para todas. Entonces sus ojos se ven aún más pequeños, líneas paralelas en sentido siempre a la emoción. Es Mayra quien nos cuenta que Rosario tiene novio, el primero en sus diecinueve años: Alejandro, vecino, vendedor de gas, guapo, alto y moreno. No dudamos en festejarla, reír, sentirnos novias con mariposas en la panza… o cosquillas; conociendo a Rosario, ella es más de cosquillas. Mayra le aconseja qué ponerse el día que lo ve, cómo peinarse, le presta ropa, la conseja. Tener novio se parece a ganarse la entrada a una fiesta permanente.

Mayra, como una sacerdotisa, le dirá qué hacer cuando llegue el día, aunque Rosario ya sabe, ya Mayra le ha dicho:

—Sólo la primera vez duele.

Sin embargo, tendrán que pasar dos meses para darnos cuenta de que hoy Rosario llora entre las planchas oxidadas sobre las cuales prepara barquillos de helado. Es Mayra quien nos narra —Rosario no podría— la muerte de Alejandro: una camioneta a toda velocidad. Y de pronto nos mostramos incapaces de creerlo, incapaces de llorar también nosotras. Dejamos a Rosario en su dolor, a solas, como si descubriéramos que de esto no podemos participar. Sólo Rosario llora. Que alguien, pedimos, nos dé una palabra para nombrar a eso de quedarse viuda en el noviazgo.

La abrazamos. La consolamos a ratos, por turnos, mientras nos repartimos las tareas; mientras exprimimos los dos costales de limones, y entonces dejamos que el ácido nos queme los nudillos, los dedos, y el dolor de Rosario termine por entrarnos a fuerza de hervirnos las manos, los brazos, el corazón.

Fabi se escapa de noche. Una vez que Sergio duerme, sale de casa, atraviesa descalza el zaguán y encuentra a Alonso en la cuadra siguiente. Fabi está cansada de Sergio, de su locura por los autos, de no terminar de invertir en uno para después otro; harta de las deudas alzadas en montañas interminables; agotada de ser la madre de su hija, y está loca por Alonso. Eso nos dice, hoy, mañana, los domingos en que Alonso va a tomar un helado con su novia, y es Fabi quien decide atenderlos. La complicidad de dos termina por descolocar a uno.

Fabi vive de amor por Alonso en los bares a los que después nos congregamos todas, en los parques donde Mayra lo ha hecho con Carlos, en el auto de Alonso —el cual Sergio ya conoce— y en su cama. Fabi tendrá una hija más parecida a Alonso que a Sergio. Y nadie preguntará porque, ¿quiénes somos nosotros para señalar una ligereza así? Serán años después —una noche mientras comemos papas con queso antes del autobús— cuando Fabi nos explique por qué no dejó a Sergio:

—¿A dónde iba a irme? ¿Con mi mamá? Ni que estuviera loca.

Fabi es una mujer de ojos verdes que se pinta de rojo los labios después del trabajo. Es la más guapa y también la más lista. Fue ella quien arregló la llave descompuesta del baño, la manija del cuarto frío, el parabrisas del carro que tenemos que lavar los días en que no hay clientes, las ventanas de los departamentos a los que nos llevan a limpiar a cuenta de “horario de trabajo”, donde se encontrará alguna vez con Alonso y donde, las demás, nos limitaremos a seguir limpiando la habitación contigua, mientras Fabi atraviesa descalza su corazón.

Dentro de ese universo, ciertas secciones pujan su belleza en la simetría de la repetición: contar paletas, barquillos, pesar la glucosa, las almendras, entrar y salir del cuarto frío, contar cuántos clientes y horas hemos sumado para al final de la semana recibir un pago. En esta sección, Mayra me muestra cómo cortar las cerezas y, aunque no debamos hacerlo, comer algunas. Soy tímida, pero Mayra hoy me ve, se encuentra sólo para mí y conmigo. Entonces le confieso: hace días, una noche, a oscuras en la camioneta de él —siempre existe un ÉL para todas, así debe de ser— me propuso hacerlo. Y aunque sus dedos habían ido más allá, le pedí que no, que no. Mayra escucha como una sacerdotisa a punto de dar su ordenación, le comparto cada detalle, las sensaciones vividas, la invito a pasar.

Ella vive con un hombre, es ella quien nos ha contado cómo es dormir junto a él, los brazos, sentir que “se venga dentro”; tomar de su calor una parte para ella. Es Mayra la mujer de quien aprendemos a sentir eso de tener un hombre. Ella lo aprendió con Carlos a quien amó a los diecisiete y también cinco años más tarde, a pesar de los gritos y las peleas.

Mayra aprendió sola a cuidarse. Sabe cómo hacer para no quedar embarazada y es ella la que me instruye, porque es fundamental saber cómo solucionarlo, cómo prevenirlo; aprender a que él no se venga dentro, aprender a que, incluso si lo hiciera, salir corriendo a orinar, instantes después, debe ser prioritario.

—Tú sabrás solita, ya después, cómo.

Mayra conoce estos rituales a la manera de los grandes chamanes: guía y cuida a la aprendiz en la experiencia que, poco a poco, se consolidará. Ella ha elegido a Carlos con quien nunca podrá tener hijos, con quien a pesar de amarlo llorará una tarde entre los preparativos del helado de pistache, entre los preparativos de esos sándwiches de helado, entre el frío del cuarto donde se sienta e ignora lo escabroso de los seis grados menos, donde llora ella sola, aunque nos diga que solamente está barriendo este sitio donde tiene que poner orden, ¿quién más lo haría, si no ella, la principal? La mujer que Carlos ignora, grita, la mujer a la que Carlos le reprochará las horas de trabajo en beneficio de él, la mujer a la que un día termina por marcarle el rostro, porque ¿a quién más se lo haría, si no a ella?

Las nuevas aceptamos que sí, que aquí van los pequeños vasos de nieve, acá la mermelada, los barquillos, que no es tan difícil el orden de los insumos o servir los helados. Así lo pensamos. Aunque, de a poco, nos enteremos que este olor impregnado en nosotras ni bañándonos se va; que las horas pasan más lentas si vemos frecuentemente el reloj; que habrá días en que no se trate sólo de esto, si no de entrar allá atrás, donde se prepara todo, donde otras mujeres, desconocidas aún, realizan diversas tareas. De a poco, aquí todo ocurre de este modo, nos integramos y, finalmente, terminamos por aprender que aquellos barquillos de helado que servimos a los clientes nacen en el corazón herido de Mayra, en la vida amorosa de Elena, en los desacuerdos de la vida de Fabi, en la desgracia de Rosario y en la nueva maternidad de Gaby. De a poco, Alaska se convierte en un país al norte de nuestras almas.