Banner del texto La poesía a ras de tierra de Eva Castañeda Barrera

La escritura de Eduardo Lizalde es un parangón en nuestra literatura porque representa una forma muy personal de articular el lenguaje poético, además de que da cuenta de los caminos que siguió para resignificar la tradición literaria desde una voz propia. Si bien toda su obra merece un análisis vasto y minucioso, me centraré en El tigre en la casa, porque representa una raíz fundamental para entender el decurso de la poesía mexicana escrita a partir de la década de 1970. Me interesa llamar la atención en el uso del lenguaje coloquial, mismo que en su poesía adquirió una presencia particular, tanto así que con la publicación de El tigre en la casa Lizalde amplió los caminos por los que transitan las escrituras poéticas recientes.

La aparición de este libro se ubica en un contexto complejo marcado por una serie de cambios sociales, políticos y culturales que determinarán el decurso de la poesía posterior, si bien se publica a inicios de 1970, su escritura transcurrió durante la segunda mitad de los años sesenta. En una entrevista realizada por Marco Antonio Campos, Lizalde señaló al respecto:

El tigre en la casa surge, como Farabeuf y otros libros depresivos, en el segundo lustro de los años sesenta, sellado especialmente por el 68, el año Tlatelolca. A esto añádase la depresión a causa de nuestras expulsiones del Partido Comunista Mexicano y de nuestro desencanto y pena ante el mundo atroz e inhumano que nos mostraba el socialismo. Me hallaba sin bandera ideológica y colmado de angustias económicas.1

Recordemos que 1970 inicia con el fin del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz y toda la carga histórica, social y cultural que implicó la matanza estudiantil en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco el 2 de octubre de 1968. Esta fecha es un parteaguas en la historia de México, dado que, simbólicamente, evidencia el proceso de crisis del sistema político mexicano, cuya descomposición durará el resto del siglo XX, acaso se extenderá al XXI. Por otra parte, y como resultado de una época álgida, la producción literaria será sin duda muy interesante, pues en buena medida muchos de los escritores hicieron de sus obras una reflexión política y estética que dio como resultado la publicación de libros señeros. Tal es el caso, por ejemplo, de No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969) de José Emilio Pacheco, libro que representa un cambio de paradigma en la trayectoria que hasta entonces había seguido la lírica mexicana. Por su parte, un año después, Eduardo Lizalde publicará El tigre en la casa, poemario que se inserta en la llamada poesía coloquial, veta que por ese entonces era predominante en México y en América Latina.

La importancia del coloquialismo en nuestras letras es capital, dado que representó una toma de partido frente al quehacer artístico, ya José Emilio Pacheco se ocupó del tema en un ensayo titulado “La otra vanguardia”, es decir, aquella poesía que en los años veinte desarrollaban Salomón de la Selva y Salvador Novo bajo la tutela de Pedro Henríquez Ureña y que constituye el antecedente del “poema hablado”. Junto a la vanguardia que encuentra su punto de partida en la pluralidad de “ismos” europeos, aparece en la poesía hispanoamericana otra corriente: casi medio siglo después será reconocida como vanguardia y llamada “antipoesía” y “poesía conversacional”, dos cosas afines, aunque no idénticas. Algunos de los nombres que conforman esta nómina son Nicanor Parra, Roque Dalton, Enrique Lihn, Ernesto Cardenal, Mario Benedetti, Antonio Cisneros, Roberto Fernández Retamar, Gustavo Cobo Borda, Juan Gelman y en el caso mexicano, Jaime Sabines, José Emilio Pacheco y el mismo Eduardo Lizalde, entre otros. Estos poetas como señala Samuel Gordon, evitaban todo discurso grandilocuente, toda solemnidad, toda importancia. En un tono distinto que rozaba a veces el susurro, incorporaban una poesía narrativa que contaba historias fútiles, detalles banales; que prefería el tono coloquial de lo cotidiano.

Así entonces, la reflexión en torno al lenguaje coloquial sitúa a la obra poética en una dicción específica, o lo que es lo mismo, el autor asume una posición clara desde la cual articulará su discurso poético. El tigre en la casa fue pensado a partir de un lenguaje más cercano al habla cotidiano, ya que este registro era el que mejor le permitía a Eduardo Lizalde expresar experiencias más íntimas y personales. También evidencia su diálogo con sus contemporáneos y con el momento social y político que le tocó; tener presente ambos aspectos nos ofrece una visión panorámica del escenario en el cual surge tan importante libro. Al respecto, Lizalde habló sobre el registro que siguió durante la escritura de El tigre en la casa:

Quise eludir radicalmente el lenguaje barroco. Busqué más que correspondiera la imagen del tigre a experiencias personales y al orbe cotidiano. […] En suma: escribir más con la pasión que con la inteligencia. Regularmente se me señala como defecto mi proclividad al pensamiento, al uso de ideas en la escritura del poema. Sin embargo, porque soy consciente de eso, me he resistido siempre a que parezca filosofía o lenguaje técnico lo que se dice en el poema. Conseguí́ soslayar el lenguaje barroco utilizando un lenguaje coloquial, lenguaje en que, por demás, el poeta no está a salvo de torpezas y versos fallidos. Tanto uno como otro exigen una labor y una concentración máximas.2

Líneas arriba señalaba que Eduardo Lizalde es un absoluto conocedor de la tradición literaria, un lector voraz que conoce su oficio y que se ha desempeñado en él también como narrador y ensayista. En el caso específico de su poesía los registros varían, por lo que resulta complicado encasillarlo en una sola dicción lírica. No obstante, me atrevería a afirmar que el coloquialismo tiene un peso particular en su escritura, pues hay en él una voluntad permanente por vincular la experiencia poética con la cotidiana. Este último aspecto me parece nodal para explicar y entender su obra en el concierto de la poesía mexicana y latinoamericana contemporánea.

El tigre en la casa es uno de los poemarios más importantes del siglo XX mexicano porque constituye la ampliación de un camino que a partir de ese momento queda establecido como una de las rutas posibles de transitar para la poesía. El uso de la coloquialidad y del tono conversacional ya no es una veta extraordinaria sino un lenguaje más, ya asimilado a nuestra tradición poética. Lo anterior, es sin lugar a dudas relevante en la medida que Lizalde inaugura un modo particular del coloquialismo, pues combina referencias cultas con aspectos de lo doméstico y lo cotidiano, esto mediante los recursos formales adecuados; las estrategias literarias que sigue son inéditas, en tanto imprime su estilo personalísimo y por ello inconfundible. Cada uno de los poemas de este libro es una lección sobre cómo el escritor echa mano de la vida en su sentido más terrenal y probablemente anodino, para después resignificar esa experiencia mediante la escritura poética.

Imagen Eduardo Lizalde y José Mariano Leyva

José Emilio Pacheco y Eduardo Lizalde en la presentación del libro Celebración de la palabra, en la Biblioteca Vasconcelos, marzo de 2010. Fotografía de Juan de la Cruz, DGB

Situar este aspecto en el marco de nuestra tradición nos invita a mirar en perspectiva el tránsito que ha seguido la poesía en México y cómo es que Lizalde irrumpe en este continum para dejar claro que existen otras formas de abordar los temas trascendentales, tan caros para nuestra literatura. Su obra es una miscelánea de tonos y registros, de imágenes y estrategias que van desde la exaltación de la belleza, al desgarramiento más profundo, pasando por el humor y la mofa a los grandes temas de la lírica. Hay en su obra una metareflexión permanente sobre la poesía como el discurso más subversivo, el más terreno, el más a ras de tierra; por ello es que abrió un camino que ha resultado harto transitado por los poetas más jóvenes, pero también por sus contemporáneos. En virtud de ello me interesaba evidenciar en este breve trabajo, algunos de los vasos comunicantes entre No me preguntes cómo pasa el tiempo y El tigre en la casa, pues no es casualidad que dos de los más enormes escritores de este país y de Latinoamérica, compartieran la creencia de que a través del lenguaje coloquial podían dar cuenta de, por una parte, sus preocupaciones y gustos estéticos, y por otra, evidenciar una marca de época que se tradujo como la asimilación de un diálogo con la tradición latinoamericana.

La importancia de la obra lizaldiana es un hecho insoslayable, su vigencia y actualidad son dos cualidades que la vuelven contemporánea, se actualiza permanentemente, afecta al lector y lo desvía del sentido en el que se dirigía o creía que se dirigía. Esto, a reserva del momento de su escritura y del modo de su aparición. Los poemas de Lizalde no tiene que ver con acuerdos hechos, por el contrario, son siempre entidades vivas que nos afectan, y es justo en esta afectación que reside su carácter de contemporáneos, pues al generar en nosotros una experiencia estética, nos apropiamos de ellos y los resignificamos.



1Entrevista realizada a Eduardo Lizalde por Marco Antonio Campos, en Poéticas, 2016, vol. I, n. º 1, pp. 149-167, ISSN: 2445-4257 / www.poeticas.org

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