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Hemos reunido en este apartado una selección de textos en que prominentes figuras de las letras han expresado su valoración de la obra de Eduardo Lizalde.


La aparición de un poeta verdadero

Un hombre —una obra— que ha cambiado nuestro paisaje poético: Eduardo Lizalde. Unos años antes de la publicación de Poesía en movimiento era conocido por un libro inteligente y, al mismo tiempo, sensible: Cada cosa es Babel (1960). Diez años después, en 1970, publicó El tigre en la casa. Fue el año de su aparición, en el sentido fuerte de la palabra: la aparición de un poeta verdadero tiene algo de milagroso. Desde entonces Lizalde ha publicado varios libros de poemas; cada uno de ellos, cada vez con mayor precisión y limpieza no exenta de piadosa ironía, es una operación sobre el cuerpo de la realidad. Mirada-cuchillo de cirujano, mirada de moralista, mirada de enamorado.

Octavio Paz, 1986


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Octavio Paz y Eduardo Lizalde. Archivo Hilda Rivera.

La herida busca el puñal

Me parece, sin que esto implique asignarle al poeta una heráldica felina, que esa psicología de la libertad encerrada en su pelaje, más allá de que esa presencia tenga diferentes significados, acompaña buena parte de la poesía de Lizalde, aun cuando sea en versos que no registren a ese rey de su bestiario.

Algo felino ocurre en el carácter epigramático de muchos de sus poemas, y bien vale la digresión para señalar que el epigrama crea una suerte de poética en la que finalmente se recibe un zarpazo, el vocablo artero del tigre que nos recuerda de nuevo que la herida busca el puñal. Estoy seguro: si los tigres escribieran poemas sin duda que serían epigramas.

Cuando Eduardo Lizalde acude al espacio vivencial de los sueños políticos aplastados, estos se convierten en una pesadilla proporcional a lo soñado, en la yegua de la noche o en el espejo deforme y entonces recurre de nuevo a la zarpa de la ironía, al coto de caza de una historia plagada de silencios cómplices, de acuerdos tácticos, de traiciones y sectarismos sin tregua.

Es doloroso decirlo, pero todos los que intentamos el poema “saqueamos una vida para escribir un solo verso”, como lo escribió Rainer María Rilke en sus cuadernos, donde agregó que es “necesario haber visto muchas ciudades, hombres y cosas, hace falta conocer a los animales, hay que sentir cómo vuelan los pájaros”, para hacerlo.

Lizalde ha saqueado con valentía y virtuosismo su vida, al abordaje de su cuerpo y su memoria y no ha querido decorar, hacer un bibelot de su errancia política y humana, ha establecido analogías entre objetos y animales, ha creado una visión animista de las cosas para así entregarnos su honda e inquietante poesía.

Juan Manuel Roca, 2013


Todo poema está empezando

Al emprender la redacción de Cada cosa es Babel, Eduardo Lizalde había decidido refundar su poesía. Esto lo llevó a reconsiderar los postulados poeticistas. En ese libro de 1966, nuestro poeta consigue liberarse de ciertos aspectos excesivos de la etapa inicial, de la que, sin embargo, retoma un par de rasgos que son una constante en su obra: lealtad a las exigencias formales de la tradición clásica y apego a la claridad expresiva. Ambas cualidades explican, en muy buena medida, la extraordinaria recepción que Lizalde logra convocar hacia 1970, a raíz de la publicación del más celebrado de sus títulos: El tigre en la casa. Desde entonces un amplio sector de lectores se identifica con el universo creado en este libro; raro universo, sin duda, de un modo extraño contenido en unas formas y un lenguaje asequibles para cualquier ciudadano medianamente culto.

“Todo poema está empezando”. El poema es uno solo, un texto siempre inconcluso en el que las necesidades de cada autor se enlazan con las más variadas voces y tradiciones. ¿Y qué otra cosa es la poesía, en su manifestación escrita, sino una serie expansiva y fragmentaria de poemas fatalmente inacabados? ¿Qué son los versos desde su origen sino unos surcos que se interrumpen y dan la vuelta antes de alcanzar el lado opuesto de la página? La poesía eslabona el discurso a través de líneas interrumpidas. En esta larga cadena, cada verso es una variación que se despliega dentro de un vasto campo de fuerzas, donde el punto de vista se desplaza sin cesar y sin advertencia previa. Estos desplazamientos suelen ocurrir sin que el mismo poeta se aperciba. “El que escribe sobre la tabla —sostiene Roberto Calasso— está absorto, como si no viera nada de lo que acontece a su alrededor”.

Hacia 1970, cuando el derrumbe de las utopías sesenteras es ya una realidad insoslayable, la poesía de Lizalde, a contrapelo siempre de las ortodoxias, deja de abismarse ante la inmensidad que separa al nombre de la cosa nombrada, y se lanza a cuestionar las oxidadas fórmulas de una cultura en extinción: el amor es todo lo contrario del amor; el terror viene a ser el calcetín —vuelto al revés— de la ternura, y la ternura misma es otra cosa.

Eduardo Hurtado, 2003


Señales en el camino

Si la búsqueda de un universo discursivo en Cada cosa es Babel, el libro más fechado del autor, contemporáneo de Anagnórisis (Tomás de Segovia), El señor presidente (Jorge Hernández Campos) y, sobre todo, Blanco (Octavio Paz), va a resolverse en la dolorosa capacidad epigramática de La zorra enferma, desde El tigre en la casa a Caza mayor, ocupando su lugar poético a la vez que el discursivo. Entre el poema extenso, arquitectura del mundo, y el díptico aguijón hiriente, Lizalde traza unos vasos comunicantes por los que circula la misma sangre.

El poema se piensa a sí mismo, nos dice Lizalde, y lo hace de manera inmediata, necesita un contexto más allá del tiempo, de carácter metafísico si se quiere, pero que tenga raíces en una cotidiana cantina o en un muy físico amor por una física mujer. La poesía, en especial la mexicana, tiende a la abstracción, a nombrar de una manera genérica, o, en otros casos, simbólica. Por eso otra de las virtudes de Lizalde es cómo, en un solo gesto nos regresa a la tierra, nos devuelve las cosas, otra vez mortal gozoso entre mortales, lejos de estatuas y camafeos, rodeado por objetos y amigos queridos, lugares, paisajes reconocibles, comunes, transformados en excepción por la mirada del poeta. En los últimos libros, en especial en Tabernarios y eróticos, Lizalde pertenece a ese tipo de escritores que pueden hablar como Adán sin que se les note que impostan la voz, pero también sin perder la conciencia de su impostación, porque su condición terrena se le aparece como un privilegio.

José María Espinasa, 1993


La novela visionaria

Si son pocos los poetas que incursionan en el cuento, son menos aún aquellos que se lanzan a la odisea novelística. En el pasado, Villaurrutia y Owen se dejaron tentar por la aventura; la factura de sus novelas no desentonaba con sus ambiciones y obsesiones poéticas. De la misma forma, Siglo de un día es un eco demorado y distorsionado del universo poético de Eduardo Lizalde; no es la novela de un poeta, como tampoco Novela como nube o Dama de corazones son las proezas prosísticas de unos poetas, sino más bien, según le gusta calificar a Álvaro Mutis sus novelas, excrecencias de un mundo poético que se prolonga y se modifica en la prosa.

El mismo soplo apasionado que violenta la poesía de Eduardo Lizalde recorre las extensas páginas de Siglo de un día; la misma “gramática dolorosa y brutal”, como calificó Adolfo Castañón el aliento de La zorra enferma, rige la evocación de la Historia y el despliegue de las ideas en torno a la Revolución mexicana y sus protagonistas norteños. La Toma de Zacatecas que abre la narración es una entrada visionaria a esta tardía novela de la Revolución mexicana, en el sentido en que son visionarios los poetas, es decir, incluso cuando proyectan una mirada retrospectiva sobre la Historia. Las imágenes, poderosas, escalofriantes, inevitablemente atraídas por el espectáculo de la violencia y el tufo de la muerte multitudinaria, seducidas por el caos del mundo, se precipitan a un ritmo apocalíptico que recoge de las pesadillas de la Historia ese ambiente fantasmal que la mente humana se rehúsa a concebir o a recordar.

Siglo de un día es —¿por qué avergonzarse de ello? — una novela histórica que le conquista a la historia su margen de libertad a través de la picaresca y de la parodia. El entretejido de la historia familiar con la Historia nacional le permite a Lizalde diversificar sus registros y acentuar la nota de la gozosa invención. Porque la familia de Lizalde pertenece a la élite zacatecana, la novela parecería ofrecer una visión de la Revolución mexicana que repicara como un contrapunto a los grandes frescos de la soldadesca de principios de siglo.

El narrador tiene una ductilidad de voz que envidiarían los cantantes de ópera presos de sus tesituras. Eduardo Lizalde pasa de un registro a otro, recoge diversos tonos y construye, a partir de la parodia estilística, una imagen verbal del caos de la época. No son pocos los guiños a la historia literaria que hacen de la novela un lugar de interpelación a las figuras de la tradición mexicana.

En el delirio final del profesor Quiroz que hace eco a la pesadilla final de la Toma de Zacatecas, Eduardo Lizalde recobra su voz de visionario y sus violentos tonos de poeta desgarrado entre la pasión por las ideas y la pasión por las palabras. Ya confundidos en el mismo aliento pulmonar de la arenga poético-política, Quiroz-Lizalde escupen su desencanto: “Carroña en vez de piedras por toda la ciudad, sangre apestosa en cada fuente, rapiña bandolera y destrucción y desamparo civil, y peste, ratas, pobreza, calvicie de los campos. Desolación del mundo. Guadaña, nunca azada o pala o zapapico. Puñal, no lápiz. Cursis discursos, nunca ideas. Chatarra civilista y constitucionalista, no literatura, no ciencia, nunca historia a lo macho verdadera”.

Fabienne Bradu, 1994


La pasión de la ópera

Eduardo Lizalde lleva en la sangre desde siempre la enfermedad incurable y mortal llamada “operitis aguda”. Desde niño fue infectado por ese mal en su propia casa. Juan Ignacio Lizalde, padre del futuro operómano, además de excelente dibujante, era un fanático de la ópera y de las grabaciones. Los niños Lizalde estaban acostumbrados a escuchar a los grandes cantantes en los discos gordos y pesados de 78 RMP (revoluciones por minuto) que adquiría su papá y que disfrutaban grandemente en el seno del hogar familiar. Esta afición llegó, por línea directa, heredada de sus padres, código genético fatal y trágico, a sus talentosos hijos. Que sea para bien. Por tradición la familia Lizalde-Chávez compartía esa afición de escuchar y comentar esas preciosas grabaciones con parientes y amigos. Y aún conservan esa arcaica costumbre.

Recuerdo muy bien un día en que mi amigo, el ingeniero Humberto Terán y yo, ambos operópatas galopantes consumados, visitamos al melómano en su casa y, en un rito pleno de teatralidad y de misterio, colocó un CD en el aparato de sonido. De las bocinas empezó a brotar una voz portentosa que llenó la estancia con armónicos estentóreos y deslumbrantes: Titta Ruffo, el rey de los barítonos, cobraba vida nuevamente en esa sala. Al mirar en nuestros rostros sorpresa y admiración Lizalde exclamó divertido: “¡Es infalible…! Esto mismo hacía mi padre con sus invitados”.

De la rama materna los Lizalde Chávez heredaron también sus conocidos “vozarrones” de bajos-barítonos. De ello dan testimonio no sólo su primo hermano, Óscar Chávez, afamado cantautor, dedicado a ese oficio, y a la actuación su hermano Enrique, sino el propio Eduardo que quiso ser cantante de ópera. Para ello, siendo todavía un imberbe adolescente, entró a estudiar a la Escuela Superior de Música. Cuando se encuentra de buen humor y en vena, el vate-cantante todavía nos logra asombrar con su voz poderosa y bien timbrada, educada dentro de los más severos cánones de la escuela clásica italiana, entonando con afinada voz alguna aria de su cuerda y tesitura. Ya lo ha confesado el poeta: una de sus vocaciones frustradas, lo reconoce abiertamente, fue la de no ser cantante de ópera. Alguna vez, conversando con él sobre el tema, le hacía ver que no obstante ese hecho es uno de nuestros más grandes poetas, “¡No me consuelas!”, me contestó con el humor irónicamente negro que lo caracteriza.

Manuel Yrízar, 2003