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Uno

Hace algunos años (2013 para ser exactos) fui partícipe, junto con las dramaturgas Ximena Escalante y Tristana Landeros, de un conversatorio acerca del teatro y la violencia. Nótese el año para resaltar que no fuimos convocadas a hablar de violencia de género, sino del modo en que el teatro y nosotras mismas abordábamos la violencia dentro de nuestras obras. En la sesión de preguntas y respuestas, una mujer de la tercera edad nos planteó si habíamos sufrido alguna discriminación al ejercer nuestro oficio como dramaturgas y las tres contestamos “no” de inmediato, aunque creo recordar una pausa incómoda. La mujer nos explicó, tras concluida la charla, que ella había estudiado ingeniería en una época en que las mujeres únicamente podían dedicarse al hogar y había sufrido desprecio por parte de sus compañeros al intentar desempeñarse como profesional. Más tarde pensé que nuestro “no” rotundo se debía a que cada una de nosotras pertenecemos a contextos familiares y sociales que nos permitieron tener una voz independientemente de nuestro género. La pausa incómoda vino de un cuestionamiento que en ese entonces nos pareció extraño, porque aún no nos habían llegado las sumas y restas que el feminismo del siglo XXI nos ha invitado a realizar, pero también sirvió como un escudo a nuestro privilegio. Ese “no” proviene de una minoría, hay que aceptarlo sin pena alguna, pero también hay que poner en claro los combates de por medio, personales y externos, en los que figuran las luchas vencidas de los que horadaron el camino antes de nosotras.

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Escena de Producto farmacéutico para imbéciles, de Verónica Bujeiro. Foto de Pili Pala.

Dos

Debo confesar que siempre es incómodo que le pregunten a una por la relación del género sexual que se lleva puesto con lo que se escribe. Ha de ser por aquello de “Vieja el último”, “Pegas como niña” o “Escribes como mujer”, uno de los más temidos insultos que una escritora puede recibir gracias a los atavismos culturales con que nos educan. Recuerdo un colega que me presentó ante unas amistades y les dijo que mi escritura no era nada femenina. Secretamente lo disfruté porque en lo que entonces entendía como “eso” ubicaba cosas ancladas a una imagen rancia y sumisa con la que no me identificaba en lo más mínimo. Culpen a mi flagrante ignorancia y a Corín Tellado por las portadas de sus libros que veía en el supermercado, pero perdóname Sor Juana por esta falta tan grave de acción y pensamiento que cometí, me hinco ante ti para que perdones esta falta y el olvido que tuve de tu persona, cuando fui deslumbrada por tu genio a los 13 años al ver Los empeños de una casa por primera vez. Y así como a ella le tendría que pedir perdón a muchas otras, a todas las que descubro día con día, a mis colegas cercanas y amigas a las que admiro con vehemencia. Con el paso de los años he comprendido (y mis textos también) la frase icónica de Simone de Beauvoir “No se nace mujer, se llega a serlo”, y eso implica un camino, pero también la educación de sí misma.

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Escena de La tristeza de los cítricos, de Verónica Bujeiro. Foto de Fernando Moguel.

Tres

A quien me pregunte por mi escritura desde el ser mujer, tendría que contestarle que soy una farsante y puedo sustentarlo teóricamente. Cuando decidí escribir teatro recordé lo que una vez leí en un libro de Rosa Montero: “escribir era una forma de perdonarse la esquizofrenia”. Más que perdonarme, me parecía que escribir teatro me daba el derecho de ejercer esta potencia en las muchas máscaras que soportan los personajes por una. Aunado a esta creencia me albergué en un principio en la (ahora controvertida) categoría neutral del español, porque lo que yo quería abordar con mis personajes eran temas y me pareció que desde el neutro-masculino daría una visión no sesgada a mi género (según yo). Pero si se ve de cerca a los personajes de La tristeza de los cítricos no sabría decir si son hombres en realidad; payasos sí, porque ese era su oficio, pero hombres no sé. El personaje teatral es una entidad que se configura a partir de muchos fragmentos de realidad, algunos vienen de la experiencia propia, pero otros miles pertenecen a otros. Debo confesar que mis personajes siempre viven sucesos muy extraños (por ejemplo, las piernas del hombre-payaso huían de su cuerpo y le robaban el trabajo), parecen existir dentro de una alucinación, un sueño o acaso son carne conceptual de ideas que sólo pueden ser soportadas por la farsa, mi verdadero género. En esa zona mis personajes y yo podemos existir, en un mundo paralelo o sustituto de la realidad en donde como en los espejos cóncavos de Del Valle-Inclán se percibe un reflejo distorsionado, una burla, dolorosa en su verdad. Gracias a la farsa pude llevar al controvertido neutro gramatical del español a caer en una trampa, pues los protagonistas de mi obra La inocencia de las bestias son un par de gemelos hermafroditas con los que pude indagar temas de “pater/maternidad, las relaciones de pareja, el género, la filiación, el deseo”.1 Cuando tiempo después esta obra fue publicada dentro de la segunda Antología de teatro queer latinoamericano de la revista Tramoya, sentí que la obra y yo misma habíamos encontrado un nicho adecuado. A toda la irresoluble pregunta de qué es escribir como mujer en Gilles Deleuze encontré más que una respuesta, un alivio: “La escritura es inseparable del devenir; escribiendo, se deviene–mujer, se deviene–animal o vegetal, se deviene–molécula hasta devenir–imperceptible” (La literatura y la vida, 2006). Lo cual me garantiza que aún en el silencio podré encontrar un género más.

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Escena de La inocencia de las bestias, de Verónica Bujeiro. Foto de BLENDA.

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Escena de Nada es para siempre, de Verónica Bujeiro. Foto de Gloria Minauro.

Cuatro

Por muchos años tuve un sueño recurrente. Me invitaban al estreno de mi obra y cuando estaba sentada en la oscuridad del teatro desconocía por completo lo que estaba enfrente de mí. “Esa no es mi obra”, decía yo a propios y extraños y todos respondían que sí, que eso era mío. No recuerdo bien qué obras se incluían en el repertorio que se me adjudicaba, pero sí que en una había un circo de tres pistas. Para ser congruentes con el psicoanálisis este sueño proviene de un trauma muy preciso (o de varios, más bien). Al inicio de mi carrera en la dramaturgia siempre me sentí un polizonte. El medio teatral es sumamente endogámico y yo no provenía de los lugares comunes que la arrojan a una a las tablas. En mi haber existía una licenciatura en lingüística y el ser aspirante a guionista cinematográfica; mi único vínculo con el teatro era haber sido espectadora desde muy joven y desear, desear mucho hacer eso que veía en el escenario. Sin saberlo, mi ansia por el cine desvió mi camino hacia el logro de esa realización, pero escalar hacia el escenario no fue nada fácil. Entender “la vida del drama” desde el escritorio requiere de mucha observación, paciencia, angustia, momentos de placer, desesperación, ganas de renuncia, gozo y liberación. Una vez que la obra está concluida se tiene que esperar a que alguien venga y levante el telón, aunque la mayor parte de las veces si no se sale a echar la máquina a andar ese alguien puede ser Godot. Mi primera puesta en escena provino de una negociación particular y hubo una intervención innecesaria por parte del director a mi texto, lo cual causó una cantidad de dimes y diretes entre la compañía y mi persona que atentaban contra el estreno de la obra. Ante el aprieto, un sabio maestro me condenó a una frase resignataria: “Déjalos estrenar y paga tu entrada al teatro”, y así lo hice. El dramaturgo austriaco Thomas Bernhard tiene unos pequeños cuentos en los que hace mofa de la esquizofrenia que vive el dramaturgo al tener que lidiar con lo que salió de su cabeza y la realidad del escenario, pues ciertamente es un shock para el que no siempre se está listo o se topa con “traductores” de realidad con los que no hay ninguna empatía (como fue aquel caso). Por algún tiempo seguí padeciendo terrores nocturnos de obras que hoy quisiera recordar, porque quizás eran mejores que las mías, pero poco a poco fueron desapareciendo cuando “la vida del drama” me fue presentando grandes cómplices, amigos, colegas con los que he logrado ver mis obras en la escena. “Las palabras son llaves de habitaciones insospechadas”2, dice el dramaturgo Eusebio Calonge en Orientaciones en el desierto. Itinerarios para materializar lo invisible en la creación teatral, y quien escribe teatro sabe la razón que lleva esa frase, pues yo sólo entrego unas hojas y me devuelven algo mil veces más grande, perfeccionado con base en ver todas las aristas, de incorporar otras voces, de crear un universo en compañía. Hace mucho que dejé de sentirme polizonte. El teatro más que mi profesión es mi tribu. En ningún otro lugar podría ser esto que soy.

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Escena de Las filtraciones, de Verónica Bujeiro. Foto de la autora.

Cinco

Una máxima que he entendido sobre el teatro es que el drama necesita drama. Pregúntenle a un director ante un ensayo con los problemas que tiene con los actores, la falta de presupuesto, la luz que se va el día del estreno, una escenografía que amenaza con caer. Fases con las que el mismo dramaturgo lidia previamente en la creación de la obra, pero en completa soledad y silencio. Hay obras que se resuelven fácilmente, pero hay otras que como dice la frase de Calonge nos llevan a habitaciones insospechadas, pero de nosotros mismos. Para mi obra llamada Las filtraciones tenía como arranque un personaje cercano a mí y muy atractivo, una lingüista que ensaya una conferencia sobre la negación en el idioma español y que, como sentencia la frase de Wittgenstein, tiene un mundo cercado en los límites de su lenguaje. La obra se va construyendo, pedazos de aquí y allá, de fascinaciones por el personaje y su universo: dos perros que hablan, un posible enamorado, las vecinas chismosas y un personaje de infancia que parece el lado más oscuro de la conciencia de la académica. Le doy vueltas y no llego a nada. Añado personajes, escenas y nada. La obra no está, no queda. Hay unos cuartos, pero no conectan. A veces vuelvo, intento construir y nada. Pero ahí están los personajes solos y a oscuras diciendo sus parlamentos. He de confesar que si no abandono mis obras es por ellos, mis personajes. ¿Cómo dejarlos ahí, rotos e inconclusos? Hay un deber que uno siente con ellos, además de ser una necesidad catártica que quien escribe expresa a través de sus cuerpos. No siempre se tiene el coraje para enfrentarlos, porque en toda obra hay una herida. Como todo lo mío, el de la académica es un mundo raro. Lo atraviesan los cuentos de hadas, historias que ya nadie se traga, pero es una voz dentro de la conciencia femenina alimentada por estereotipos y narrativas culturales con la que claramente yo estaba debatiendo. La dramaturga argentina Griselda Gambaro dice en El teatro vulnerable (2014) que como mujeres tenemos que “Preguntarnos cuál es nuestra historia, cuáles nuestras figuras, cuáles nuestras metáforas de la heroicidad”, y seguramente por eso decidí ataviar a mis personajes de esta obra con vestidos de princesa a modo de sátira y diatriba. El vestido como un símbolo a cuestionar dentro de esa fábula oscura en la que una mujer se debate entre su ser y el personaje que se le imputa, una lucha con la que yo misma me estaba enfrentando en la vida real. Con esta obra puedo afirmar que alcancé mi devenir-mujer. Quien la lea no puede dudar que esto fue escrito por mí, pues en ella hay trazos de experiencia que sólo nos pertenecen a nosotras las mujeres, esos “animales extraños”, como dice Gambaro. Esta pieza concluyó eventualmente para alcanzar el escenario, aunque creo que puedo llamarle a esta mi “obra negra”, porque no siento que tenga un punto final, sino más bien un punto de fuga que espero alcance a los espectadores, independientemente de cuál sea su género. Quien escribe sabe que cada obra es una especie de rito de paso que nos va acompañando a la par de nuestra historia de vida. Dice Hélène Cixous en La llegada a la escritura (2006): “Así cada texto otro cuerpo. Pero en cada uno la misma vibración: pues lo que de mí marca a todos mis libros recuerda que es mi carne la que los firma”. Amén.

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Escena de Producto farmacéutico para imbéciles, de Verónica Bujeiro. Foto de Pili Pala.

1Antoine Rodríguez, “Tramoya dedica su número al teatro Queer” disponible en: https://www.uv.mx/universo/575/cultura/cultura_04.html

2Eusebio Calonge, Orientaciones en el desierto. Itinerarios para materializar lo invisible en la creación teatral, Artezblai Editores, Madrid, 2012.