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Una de esas ciudades no tan grandes como para ser metrópolis, ni tan chicas para ser pueblos. Esos lugares donde existen tantos bares como iglesias, una por cada día del año, y la devoción y la hipocresía se transmiten de generación en generación. Lugares donde rara vez ocurre algo que saque de la rutina a la gente; donde los sucesos extraordinarios están relacionados con el clima o la impartición de algún sacramento.

Es precisamente por esa última razón que este día Juan, quien va saliendo de la oficina, rebosa de alegría. Resplandece ante el cielo nublado de la ciudad, que a todas luces vaticina tormenta. Pero él apenas y se percata de los truenos que se continúan uno tras otro, insistentes. Está pensando en que se casa este mismo fin de semana. Y hoy mismo, en la noche, tiene el ensayo de la boda. Un hábito recurrente en esta pequeña ciudad, para unos cuantos, claro: para los que quieren y pueden costear aquella costumbre un poco absurda, porque esas cosas obviamente no pueden ensayarse, las eventualidades suelen ser tantas, los accidentes, no digamos la gente que a la hora de la hora no llega, el mesero que se resbala, los tíos borrachos. Aun así, su futura esposa insistió en contratar a una organizadora de eventos perfeccionista hasta decir basta, que tiene cronometrado cada respiro de los participantes.

En ese momento, la mamá del futuro novio, Helena, está en su casa, terminando de batir masa para un pastel de cinco pisos, dentro de un gran molde. Ella es bajita, así que el recipiente parece más descomunal aún. Se le ve yendo de un lado a otro por la cocina, apurada, graciosa y enérgica, impulsando cada tanto la cuchara de madera para integrar la mezcla, con la fuerza de sus manos y antebrazos curtidos por el tiempo y el trabajo en el hogar; hasta que mira el reloj y deja todo en pausa para prepararle la comida al marido.

A su lado, Elenita, su nieta, juega a hacer muñecos con masa preparada especialmente para ese fin: harina y agua solamente. A su alrededor hay varios pedazos desperdigados, también harina, mucha harina, de hecho la niña está cubierta de polvo blanco y fino de la cabeza a los pies. Todavía hay que bañarla, piensa Helena, mientras toma lo ancho del molde en sus brazos y lo coloca dentro del horno apagado, para que repose. Hay que terminar la comida, bañarse con la niña, cambiarse, comer un taquito, salir para el dichoso ensayo. Ahí van a dar de comer, pero ni modo de llegar con el estómago vacío, bien sabe que su futura nuera es una vegetariana de lo más estricta, veganas les dicen, ni siquiera huevo quiere echarle a la comida, y con las ganas que tenía Helena de hacer un mole para la boda, la primera boda en forma de la familia, pero no, hasta el pastel lo tuvo que preparar con miles de sustitutos; nada sencillo, menos ahora que perdió la práctica, llevaba varios años sin cocinar pasteles, dejó el negocio cuando se casó; después sólo para ocasiones especiales, como ésta, o como los quince años de su hija mayor, Alicia, la que se fue y le dejó ahí a la nieta, como si fuera tal cosa, como si fuera a regresar cualquier día.

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Ilustración de Ulises Carbó para la portada de Cena de cenizas, de Ana Mairena, México, Joaquín Mortiz, 1975. Biblioteca Personal de Carlos Monsiváis, Biblioteca de México.

Ojalá que Juan no haga algo así: abandonar a su novia en el altar, o abandonarla aquí en la casa y dejarnos con la novia, piensa Helena mientras se baña con la niña. Su cuerpo desnudo no es el de una joven, pero sí el de una mujer madura, delgada, fuerte, que ha mantenido a su familia en orden como mejor ha podido. No ha sido fácil, con los hijos tan vagos y el marido tan lejos, trabajando todo el día y volviendo sólo de noche, cansado, a comer y dormir; a revisar el celular todo el tiempo y a distraerse con cualquier cosa: la tele, el periódico, lo que sea que le impida mirar a su esposa a los ojos. A veces ella no sabe en qué se sostiene esta precaria armonía familiar. Sospecha que es en ella misma, y eso la agobia, porque su paciencia se va agotando lentamente.

Helena se seca con una toalla, Elenita la imita en todos los movimientos. La niña está decidida a convencerse de que todo está bien, de que su mamá volverá en cualquier momento, que al menos irá a la boda y le llevará regalos y le prometerá, como siempre, que en cuanto tenga un mejor trabajo se la lleva para ese lugar que se llama El Otro Lado. Vaya nombre para un lugar. Siempre que le preguntan sus compañeros por qué su mamá no va más por ella a la escuela, ni a los festivales, ni a las juntas con los maestros, ella contesta lo mismo, se fue al Otro Lado, como si esas palabras lo explicaran todo.

A Elenita le gusta la sensación después de bañarse: salir de la regadera con el vapor siguiéndola, y tratar por un rato de guardar el calorcito, quedándose quieta dentro de la toalla. Le gusta aún más esa sensación cuando el cielo está nublado. La niña piensa eso cuando escucha uno, dos, tres truenos seguidos. Entonces le pregunta a la abuela qué pasa, por qué truena así, la verdad es que le da miedo cuando llueve mucho. Siente que la fuerza del agua podría tirarlo todo: los postes de luz, los árboles, los techos de las casas; incluso hacer volar a los coches y los animales en la calle. La abuela responde que el clima está así porque hay un huracán, pero muy lejos de aquí, en la costa. Aquí sólo llega un poco de lluvia y frío, nada de qué preocuparse. A Elenita la palabra huracán le suena grave, gravísima, por muy lejos que esté, y si cancelan la boda por el huracán. No Elenita, la boda es en un salón, un lugar cerrado, no la van a cancelar. Pero, y si la novia de Juan se empapa en el camino. Helena sólo sonríe, qué traes en la mano Elenita, es el celular de mi abuelo.

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Ilustración de José Clemente Orozco para Las manos de mamá, de Nellie Campobello, México, Editorial Villa Ocampo, 1949. Biblioteca Personal de Antonio Castro Leal, Biblioteca de México.

Luis, el marido de Helena, dejó el celular en casa. Claro, con razón no llamaba para decir que se le hacía tarde. Tal vez cerca de su trabajo ya empezó el aguacero que anunciaron en la tele, con enormes granizos y posibilidad de inundación. Siempre pasa lo mismo: como la ciudad está tan lejos de la costa nadie toma precauciones, ni mucho menos les dan el día en las fábricas; el problema es cuando la tormenta los alcanza y deben trasladarse: el tráfico prácticamente se detiene. Dame ese teléfono, Elenita, tú tienes el tuyo, no agarres las cosas que no son tuyas. La niña se lo extiende con la mano y Helena lo observa. Cierra el juego que la niña dejó abierto, y entonces ve un icono que anuncia mensajes sin leer. Con un poco de saña, con algo de curiosidad, con una intención semiconsciente, Helena abre la mensajería instantánea. Se encuentra con lo que esperaba, pero no quería encontrar. Le pide a la niña que se vaya a hacer la tarea, y se encierra en el baño.

Luis, efectivamente, está atascado en la carretera que une su pequeña ciudad con una más grande. Los coches no se arriesgan a ir a prisa: una alfombra de granizo cubre el pavimento. Granizos del tamaño de una canica bombacha, piensa Luis, de esas enormes que todos peleaban por obtener, y que si alguien tiraba con demasiada fuerza, en un descuido, podían romperte un diente, o dejarte un buen moretón en la cara. Debería salir del coche y tomar algunos granizos para llevarle a Elenita, para que los vea, pero seguro se derriten en el camino. Todavía falta mucho. Pone la radio para distraerse. Cómo se fue a olvidar el celular. Ojalá que Helena no vea, pero no, no tendría por qué hacerlo, ni aquella mujer tendría por qué escribirle, si apenas se vieron ayer. Aunque a veces le da por marcarle desesperada o escribirle una y otra vez para decirle que lo ama, que ya es hora de hacerlo todo en serio y. Qué tontería, piensa Luis, para qué se quiere meter en problemas. Si así, amantes y todo, ya discuten a cada rato, imagínense casados. Además él no se quiere divorciar, sabe que no está bien, que la gente habla. Prefiere estar así: tener su casa grande, en paz, vivir con su nieta cuando ya se le fueron los tres hijos. Envejecer al lado de Helena, ver a la otra mujer cada vez menos. Está bien así.

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Ilustración de José Clemente Orozco para Las manos de mamá, de Nellie Campobello, México, Editorial Villa Ocampo, 1949. Biblioteca Personal de Antonio Castro Leal, Biblioteca de México.

En la radio anuncian que, como resultado del huracán, hay fuertes lluvias en la parte central de la República. También mencionan la capital del país. Luis piensa de inmediato en Laura, su hija menor.

Ella está en su departamento, aburrida, encerrada en su habitación. Los roomies hacen escándalo: es jueves, al día siguiente no hay clases, y lo que empezó como una cervecita terminó en borrachera gracias a la tormenta que no deja salir a los invitados. Hasta abrieron una botella de mezcal que ella tenía guardada en la gaveta de la cocina. No les reclamó, prefiere no discutir; su prioridad ahora es averiguar cómo volver a casa con esta lluvia.

Habla con su hermana Alicia por videollamada. Apenas y la escucha: el internet va lento por la tormenta y los roomies y sus invitados no dejan de cantar rancheras. Entonces, alza la voz por encima del ruido, entonces, ¿vienes o no? La boda es pasado mañana, y hay que ver lo de los vestidos, lo de los peinados, y tienes que venir a ver a tu hija, le reclama Laura a su hermana mayor. Ella le responde que no tiene dinero, que no encuentra vuelos baratos, y que si sale del país nada le garantiza que pueda regresar. ¿No ya te casaste allá? Sí, pero no he sacado la tarjeta. Olvídate, cuando estés acá averiguas cómo regresarte, Juan no se va a volver a casar en la vida, no te puedes perder algo así, es el primero de nosotros que se casa bien, ni siquiera digamos por la iglesia, es el primero que nos avisa que se va a casar. Alicia, ofendida, le responde con sorna, y si se casa de nuevo qué, ya ves que papá tiene dos familias y ni quién le diga nada. Si no llego mañana, siempre puedo ir a la segunda boda.

Suena un trueno a la distancia. La llamada se interrumpe. Alicia suspira. Mi hermana es una tonta, piensa. Primero me reclama por todo y después me cuelga. La verdad es que se fue la luz en el departamento de Laura, a miles de kilómetros de donde vive Alicia. Ella no lo imagina siquiera porque ahí, en el Otro Lado, no llueve, el huracán no llegó tan lejos, apenas si cae una tenue, casi imperceptible llovizna con sol, porque es verano. Alicia deja por un rato la computadora, y mira por la ventana mientras toma una taza de té. Le mintió a Laura: ya tiene todos los papeles e incluso el dinero para comprar el boleto. Suspira de nuevo. Tiene la página de la aerolínea abierta, sólo falta darle clic en comprar. Pero son tantas cosas. Le da mucha pena ver a todos de nuevo y, además, se acaba de dar cuenta de que está embarazada otra vez. No se le nota, pero si va a viajar hasta allá, lo mejor sería aprovechar el viaje para decirles. Y si lo hace, no quiere ni imaginar cómo van a reaccionar sus padres. Peor aún, el chisme que se va a armar cuando alguna tía se entere.

Su esposo, como siempre, le insiste en que no vaya. Para qué, si en esa familia no te entienden. Ya sé, pero extraño a mi hija y. Él, de pie detrás de la silla, cierra la página de los boletos de avión; en el mismo movimiento la abraza por la espalda y le besa el cuello. Espera un poco, anda. Mañana me dicen si me dan el día, y te acompaño. Así no va a ser tan difícil para ti. Yo te voy a cuidar. El muchacho la suelta y se acerca más a su costado. Ella se da la vuelta; los dos quedan de frente. Además, no puedes viajar sola en estas condiciones. Le toca el vientre, apenas abultado.

Alicia sonríe, no de felicidad. Él le besa los dedos, los brazos, vuelve a subir a su cuello. Las manos se aventuran hacia el escote y ella se resiste, aunque al final cede, como siempre. Termina ayudándolo casi sin querer. Prefiere, de todas formas, cerrar los ojos.

Ambos están en la cama, desnudos. Él dormido, Alicia acostada a su lado, apenas cubierta por una sábana ligera. Su cuerpo es parecido al de su mamá cuando era joven. Terso, suave, moreno. Ella se acaricia el vientre. Otro embarazo, piensa. El tercero. ¿Y si pasa lo de la otra vez? ¿Y si vuelve a ocurrir? Sólo recordarlo le devuelve los cólicos de aquel día. No tiene ni un año que estaba internada en la clínica, pensando con toda seguridad que se iba a morir. Afuera sus padres y sus hermanos esperaban intranquilos, acompañados por el novio: gringo con trabajo temporal en la ciudad. Seguro había un silencio frío, pesado, incómodo. Al menos eso le contaron después, por separado. Por alguna razón a él nunca le gustó su familia. Alicia gira en la cama y se queda de costado, dándole la espalda a su esposo. Se cubre mejor con la sábana. Llora. Los extraña tanto.

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Ilustración de José Clemente Orozco para Las manos de mamá, de Nellie Campobello, México, Editorial Villa Ocampo, 1949. Biblioteca Personal de Antonio Castro Leal, Biblioteca de México.

En ese momento, precisamente, su madre está llorando, encerrada en el baño. La niña, al otro lado de la puerta, llora también, porque la abuela no le quiere abrir, porque lleva ahí mucho tiempo, porque el arroz puesto a cocer hace un rato está carbonizado, y porque la lluvia mezclada con toda la situación, la asusta. Por fin llega Luis a la casa. Huele el olor a quemado y entra en la cocina a apagar la estufa. La niña escucha sus pasos y corre a decirle a gritos que se apure, que la abuela no le responde, que no abre la puerta. Él la toma entre sus brazos y suben a la habitación. Empuja la puerta hasta forzarla y cuando ve a su mujer lo primero que hace es llevar a la niña a otro cuarto y decirle, no salgas de aquí. Le marca a su vecino por celular, después de recoger las piezas del aparato, que estaban esparcidas por el suelo, y volverlo a armar. Por suerte, funciona. Mientras la llamada entra, con los tonos de línea más lentos que hubiera escuchado en su vida, más espaciados unos de otros, Luis intenta despertar a Helena y sabe que no será fácil, que es casi imposible, por las cajas vacías de pastillas para dormir a su costado.

Juan está en el ensayo. Todo es perfecto, excepto la mesa vacía que debería ocupar su familia. Le suena el celular, le avisan, tal vez es el vecino o un tío o cualquier otro que se haya enterado; de cualquier modo, después de escuchar la noticia Juan no reconoce más la voz y se queda inmóvil. La música de boda, acompasada, tranquila, ideal para comer en el banquete, contrasta con las palabras que le cuentan torpemente lo que pasó. Los colores brillantes del salón de fiestas comienzan a darle náuseas y sale aturdido, aprisa, sin dar explicaciones, ni siquiera a la novia, que deja plantada en el altar.

La carretera sigue lenta porque no ha dejado de llover. A Juan le gustaría poder volar por encima de esos coches, por encima del mundo, por encima del tiempo, a hace algunas horas. Es culpa de nosotros, sus hijos, claro, por dejarla tan sola y no hablarle nunca por teléfono. Llevaba un tiempo deprimida, cómo no nos dimos cuenta. Siempre diciendo que era un fracaso como esposa, como madre, como mujer; cuidar a la niña se le estaba volviendo una carga. La niña. Pobre Elenita, piensa. Toca el claxon. El tránsito está inmóvil. No sabe qué hacer, así que le manda un mensaje a cada una de sus hermanas. Pero no les habla, no quiere hablar con nadie. Ni siquiera contesta cuando su novia, ahora ya no sabemos si futura esposa, le marca insistente al celular.

Laura recibe el mensaje y entre lágrimas y adrenalina hace la maleta y sale corriendo a buscar un taxi. Antes debe cerrar su cuarto con llave y saltar a los invitados dormidos en el piso, borrachos. Alicia no verá el mensaje sino hasta el día siguiente, porque lleva un buen rato dormida. De todas formas, pareciera que lo presiente: se mueve agitada en la cama, tiene pesadillas.

En el hospital a Helena le hacen lavados de estómago. A ratos vomita. Está en urgencias. Afuera Luis, serio, apagado, sin mirarlo a los ojos, le explica a su hijo mayor lo que ocurrió. Juan le lanza un puñetazo a su padre del que al último instante se arrepiente. Por eso, porque al final el golpe venía demasiado suave, Luis lo esquiva.

Más tarde, Juan habla con su novia, por teléfono. Le pide, le suplica que se posponga la boda, porque está lloviendo demasiado. La verdad sí, llueve a mares. Basta ver a Luis fuera del hospital, hablando por teléfono a gritos, al parecer mojándose a propósito, porque no tiene sentido hablar afuera, sólo viene a ser más incómodo y frío que hablar dentro. Tal vez no quiere que nadie lo escuche, tal vez no quiere escuchar. Tal vez ni siquiera está hablando por teléfono.

Helena está inmersa en un sueño recurrente, que la conduce a los recuerdos de hace treinta años, cuando iba a la universidad. No tenía idea de muchas cosas, como nadie tiene idea de nada a los dieciocho. Aún era virgen, no tenía novio y se dedicaba en cuerpo y alma a estudiar contabilidad, con la intención de administrar la pastelería de sus padres en el futuro. Entonces conoció a Luis.

Él le llevaba cinco años. También estudiaba, pero una ingeniería. Se conocieron en una fiesta de cumpleaños. Helena iba muy bien arreglada, con zapatos de tacón y una minifalda a la moda. Luis la sacó a bailar. Poco después, platicaron. Toda la noche. De la familia de cada uno, de los planes para el futuro. Helena siempre ha tenido una sonrisa muy linda. Siempre, siempre le ha dado por sonreír. Hasta la fecha es delgada. No es hermosa, como los estereotipos considerarían a una mujer hermosa en estos tiempos. Pero es bonita, y es buena. De algún modo supo ayudar a Juan a conseguir un puesto en la empresa, mandar a Laura a estudiar, y Alicia. Ay, Alicia. Ese encaprichamiento que le dejó su padre, que siempre le consintió todo. Helena piensa todo esto dormida, en el hospital, pero no lo piensa en palabras, sino en imágenes turbias, sombras e insinuaciones; un sueño en negro, más que cualquier noche. Además de los recuerdos, la imagen que la persigue en este duermevela con dimensiones de abismo, es la de la muchacha que fue a verla a su casa por la mañana.

Esa muchacha se parecía mucho a Laura. Blanquita, de ojos adormilados. Llenita, pero no gorda. Simpática. Traía un ramo de flores. Es para mi papá, de parte de mi mamá. Está equivocado. No, no, es la casa de Luis, ¿verdad? Dele por favor esto y dígale que gracias por invitarnos a la boda, que allá nos vemos. Trató de convencerse de que era una broma, pero no pudo. El celular terminó de encajar todas las piezas. La niña tenía exactamente la edad de su segunda hija. Aquella tarde la evidencia acumulada por años fue ineludible. Alicia, antes de irse al Otro Lado, ya se lo había repetido hasta el cansancio: no hay peor ciego que el que no quiere ver.

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Dibujo de Gabriel Ramírez a texto de Margo Glantz incluido en Revista de la Universidad de México, XXI, 3, noviembre de 1966. Biblioteca Personal José Luis Martínez, Biblioteca de México.. Biblioteca de México.

Resulta que los intentos de suicidio deben declararse ante agentes del ministerio público, porque cualquier ayuda externa se considera delito federal. Mientras su madre, apenas despierta, declara ante los policías que todo lo hizo por su cuenta, que no hubo nada premeditado ni planeado, que simplemente sintió que el mundo se le venía encima y que no había otra forma de pararlo, Laura le toma la mano. Ya no puede llorar. Sólo la mira, entre triste y condescendiente. La pinche boda es pasado mañana, piensa. Mi papá es un imbécil, piensa. Su madre cae dormida, exhausta.

Juan le invita unos tacos a Laura enfrente del hospital. Pasan cerca de su padre y lo ignoran. Mojados por la lluvia, cenan sin hambre, casi por obligación. Juan rompe el silencio para decirle a su hermana que ha pospuesto la boda, pero lo importante ahora no es eso, sino que ellos dos tienen que ser fuertes. Tienen que luchar por la familia. Hay que agradecer que están vivos y juntos y que Dios les ha permitido. Laura ríe por primera vez en un buen rato. No me digas que aún crees en Dios.

La boda es una semana más tarde. Por fin ha salido el sol. Helena está débil pero sonríe. Siempre, siempre sonríe. Los preparativos en la casa se hacen en silencio. Hay cierta incomodidad en el ambiente. El pastel fue comprado, la masa del otro se echó a perder. Además dicen que la comida con lágrimas sabe salada.

Elenita no entiende por qué nadie habla del asunto. Está vestida de rosa, como su abuela y su tía. Juan las mira de reojo. Le dan ganas de llorar pero no dice nada. La misa es aburrida excepto por un detalle: Alicia llega al final. Los novios dan el acepto, cada uno en su turno, y se besan.

La fiesta está repleta de comida, de ruido de platos y de mucha gente que voltea a ver a Helena, se fija atentamente en qué come y qué deja de comer. Algunos no la saludan. Los rumores se divulgan rápido, y en esta ciudad las mujeres irresponsables, que se atreven a dejar a su familia, o incluso intentarlo, como lo hizo ella, son mal vistas. Por eso tampoco saludan a Alicia; a ella no parece importarle. Platica con su hermana menor, se ponen al corriente. Laura le toca el vientre sorprendida, y sonríe.

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Ilustración incluida en La Semana de Señotitas Mejicanas. Biblioteca de México.