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En la Biblioteca de México se esconden fragmentos de nuestro pasado moral. Uno de ellos está formado por cierto volumen menor a los diez centímetros de alto, con tapas color café muy gastadas. Es el Calendario de las Señoritas Megicanas, “dispuesto” por Mariano Galván en 1840 y publicado en “Mégico”. Un libro tan grande como una Biblia de bolsillo, donde aparece una selección de lecturas pensadas para las mujeres. La dedicatoria del volumen es contundente: “A las señoritas megicanas, cuyas virtudes forman el honor de su sexo; su ternura, el consuelo del hombre; su belleza el más brillante ornamento de su patria”. Una inscripción que se vuelve advertencia: aquí aparece lo que deben ser, imposible imaginarse de otra manera.

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Al revisar el Calendario —que está en la Biblioteca Personal de Carlos Monsiváis—, nos damos cuenta con rapidez que eran momentos en que las mujeres no sólo tenían dificultades para ser escritoras, sino incluso para ser lectoras. La mayoría de estas revistas hacían una selección de lo que las mujeres debían leer. Y lo anterior no significa otra cosa que señalar lo que no debían leer. Los textos aparecidos nos hablan de la creación de la Tierra según el Martirologio Romano, nos refieren la encarnación del Divino Verbo o la aparición de la Virgen de Guadalupe. De vez en cuando, y de tímida manera, aparecen algunas piezas de historia: la fundación de la Ciudad de México o la dominación de los españoles que había sido erradicada apenas treinta años atrás. Finalmente, se nos obsequian muy pocas piezas literarias que se pueden identificar como las bisabuelas de las novelas rosas del siglo XX. Religión, un poco de cultura y casi nada de ficción. Esas eran las coordenadas.

Casi diez años después, en 1849, la escuela se mantiene vigente con La Semana de las Señoritas Mejicanas; en realidad el modus operandi sería dominante a lo largo de buena parte del siglo XIX. La Semana, editada por Juan R. Navarro, usaba la misma fórmula: realizar una selección de textos apropiados para las mujeres. Sin embargo, las ideas más liberales que provocarían la Reforma doce años después ya se pueden sentir en esta última publicación; para el caso de la literatura femenina, ya hay muy pocas piezas religiosas y creacionistas, pero el espacio que antes les correspondía ahora es sustituido por manuales prácticos: cómo pintar al óleo, tejer, jugar ajedrez o entender de modas. La literatura contemplativa, alejada de las manualidades, no era para ellas. Se trataba de un mundo en el que a muy pocas mujeres se les dejaba publicar —que no es lo mismo que la íntima actividad de escribir—, aunque en el orbe literario los temas antes prohibidos para los seculares se fueran conquistando poco a poco. Tal vez por esto último el tercer volumen de La Semana hace una severa advertencia, aunque la reviste con el tono de quien te está haciendo un favor: “Sabemos muy bien que La Semana no encierra la novedad, el interés que se busca con preocupación y se cree hallar siempre, entre plumadas de la más profunda inmoralidad, entre escenas de adulterio y de obscenidad”. Flaco favor no enterarse de las noticias o de no poder leer lo que a una le viene en gana.

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Lo que sí podían leer las mujeres en ese momento eran textos de una condescendencia que hoy provoca desasosiego. En la pieza “Ramillete para las bellas”, una suerte de recuento de noticias de largo aliento, el autor explica a sus lectoras: “Elegantes y graciosos son, constantes lectoras de La Semana, los trajes de las lindas jóvenes que representa la estampa de modas que tenemos hoy el gusto de ofreceros y cuya fácil explicación la dejaremos a vosotras mismas por esta vez”. Las mujeres a explicar la moda, los hombres a leer lo que quieran. La emancipación religiosa sobre el individuo distaba mucho de ser igualitaria. He aquí, por cierto, a las abuelas de las revistas femeninas que también poblaron buena parte del siglo XX, y en las que se pueden saborear los mismos ingredientes con apenas pequeños giros: modas, macramé y batik, por ejemplo.

De vuelta a 1840 con el Calendario. Existe una nota que nos ayuda a tantear la moral de la época de una manera más general. La advertencia, por encontrarse entre el índice y el primer texto, denota su importancia y nos dice: “Los días señalados con dos cruces y todos los domingos, obligan á oír generalmente y á no trabajar: los que llevan una sola cruz y el santo patrón ó titular de cada lugar son obligatorios á lo mismo, menos para los Indios, que no están obligados a oír misa, y pueden trabajar en sus cosas”. A treinta años de la Independencia de México, eran momentos duros para las mujeres, pero también para los “indios” a los que se les eximía de los servicios religiosos no con el objetivo de que descansaran, sino en un afán de negarles descanso del trabajo. Por encima de la religión, se les imponía la faena.

Algunos años más tarde, los niños tampoco la pasaban mejor. Las publicaciones dedicadas a ellos nos lo recuerdan. En 1873 y 74 salió la revista La Niñez Ilustrada, dirigida por Enrique de Olavarría y Ferrari, y que también se encuentra en la Biblioteca Personal de Carlos Monsiváis. A cada número le antecedía la partitura de una melodía de piano, generalmente compuesta por Melesio Morales. El concepto editorial de esa revista era un reflejo de lo que se pensaba de la infancia.

Todo era una reproducción en miniatura del mundo adulto: el formato de la publicación es más pequeño que las revistas para mayores y en las ilustraciones de la partitura sucede algo raro. La primera nos muestra una mujer de vestidos largos escuchando el canto de un caballero enfundado en oropel; en otra, dos soldados con uniforme francés y espadas conversan en una reunión. Todos representan situaciones adultas: los atavíos, las posturas, los gestos así lo manifiestan. Sin embargo, las caras y los cuerpos de los personajes son rollizos, los brazos cortos y las cabezas grandes.

Descubrimos entonces que se trata de niños. Tarea que no es sencilla porque los soldados niños, por ejemplo, aparecen incluso con sendos vasos de vino. Esa es un poco la idea que se tenía de la infancia hace casi 150 años, cuando la pedagogía apenas se estaba cocinando. La niñez era una antesala para la adultez, y se esperaba que los niños estuvieran quietecitos en un rincón concentrándose en crecer lo más rápido que les fuera posible.

En el volumen de La Semana correspondiente a 1851 los editores reconocieron que habían tenido una dificultad con la revista, pero que el escollo había sido librado: “El problema de si nuestras compatriotas favorecían la publicación con producciones suyas, está ya resuelto, y resuelto de la manera más terminante y grata: La Semana aparece hoy, en el tercer periodo de su carrera, con el raro mérito, la peregrina recomendación de contar con damas, y damas de esclarecido ingenio, entre el número de sus colaboradores”. Las páginas dedicadas a las mujeres empezaban a contar con colaboradoras. Pero no hay que echar las campanas al vuelo, la participación aún tenía muchas cortapisas, así lo demuestra el texto “Si y No” del barón de Mortemart traducido por “la señorita doña G.F.V.”. Así el tipo de colaboraciones, así el tipo de créditos otorgados en que la escritura pública para las mujeres coqueteaba con la deshonestidad. En el mejor de los casos, los textos escritos por mujeres se ceñían de manera estricta a la baraja de temas elegidos de antemano, inamovibles como tótems. En realidad, el evento histórico de mujeres escribiendo sobre política o moral, deslindado de la fe o las manualidades, no sucede hasta finales del siglo XIX.

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Un curioso episodio de libertad vino desde donde menos se esperaba. De 1872 a 1893 Refugio I. González editó La Ilustración Espírita, órgano dedicado de manera exclusiva a dar a conocer el espiritismo en México. El espiritismo en esos años era una doctrina filosófica muy practicada por miembros de la élite porfirista y entre sus páginas había muchas transcripciones de las comunicaciones con ultratumba. No se preguntaban por los tesoros escondidos por la abuela o sobre la posibilidad de casarse el próximo año. Los temas concernían a la humanidad, la ética, la moral. Muchos de los espíritus convocados eran personajes ilustres: Platón, San Agustín, Maquiavelo. Todos hombres. Pero he aquí que las médiums eran mujeres. Cada texto producto de una comunicación tenía entonces a dos autores: el espíritu y la médium. Y en esos párrafos se criticaban y se analizaban —a veces con dureza— condiciones sociales muy delicadas. De esta manera, parcial o totalmente, dependiendo de la fe que se tuviera en el más allá, el lector accedía a las ideas de un hombre en espíritu o de una mujer terrena.

Criticar las morales del pasado desde nuestro presente es tramposo, queda claro. Equivale a cuando un adulto juzga y se burla de los juegos de un niño de cuatro años. Sin embargo, enterarnos de esas morales para comprender las inequidades que se mantienen en el presente no sólo es válido: es muy sano. ¿Cuánto de aquella moral decimonónica sigue ahí cuando a una actriz se le pregunta si bajo su traje de súper heroína llevaba ropa interior mientras, minutos antes, al actor se le había preguntado su opinión sobre la profundidad de su personaje?

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La Biblioteca de México resguarda fragmentos de nuestro pasado moral, que hoy nos define, para ser consultados y cuestionados.