Emiliano Zapata 1919 - 2019:
La muerte del hombre que hizo nacer una idea
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Para el presidente Obregón, Zapata no sería una sombra, sino el rebelde insobornable; sería el hombre-límite, símbolo de una Revolución que ahora lo incluía como pilar —y que con ello desterraba a los competidores ajenos al presidente, vueltos rebeldes inaceptables, y a sus personalistas ambiciones disfrazadas de una nueva guerra civil—. Un lustro más tarde, sin embargo, Obregón caería también de mala manera. Curiosamente, y a contrapelo de Zapata, su muerte lo proyectó fuera del ámbito heroico, primer paso hacia el limbo y el olvido. Y la historia mexicana dio un vuelco. En este caso, la sorpresa de la muerte presidencial no provocó descontrol político. El pragmatismo se impuso, y con él los ideales. La Revolución recuperó a Zapata; y el dolor inicial tampoco se desdobló en desaliento.
En 1937, cuando el poeta y polígrafo malagueño José Moreno Villa llegó a México, se maravilló de la sustancia histórica nacional cuando la descubrió en su exilio. Escribió que la “historia de México está en pie. Aquí no ha muerto nadie, a pesar de los asesinatos y los fusilamientos.
Moreno Villa nos enfrentó a la historia mexicana como un inmenso mural, legible y lógico. Pero también a un mural apasionado, en el que sus personajes no dejan correr al tiempo. Y la más frecuente de esas figuras enormes del pasado detenido es Emiliano Zapata. Pero, ¿está ahí Zapata? De hecho, sí, pero no detenido. No está quieto. De todos los habitantes del vasto mural, es tal vez el único que ha hecho del tiempo su naturaleza propia, su hábitat. Ha caminado a través de los calendarios, se ha adaptado a las circunstancias y a los contextos, a los lugares y a las distintas manifestaciones del ser social. Es un personaje insignia: abandera la idea de lo posible en el trasbordo de la historia. Ha dado nombre al principio de esperanza de campesinos, de indígenas, de gente del campo, de migrantes, de rebeldes, de obreros, de artistas, de estudiantes, de viejos y jóvenes, de pobladores del campo y de las ciudades.
Podemos adelantar una frase: Emiliano Zapata destaca por su infinita ansia de justicia. Pero no es suficiente, por supuesto: a los héroes mexicanos, en general, les obsesionó ser justos. Tampoco por haber sido un caudillo militar exitoso, así que la respuesta debe ser otra.
Fue algo más, con olor a campo. Ya Diego Rivera, en sus primeros frescos, lo imaginó telúrico, ligado a la tierra. En su lugar natal, en Anenecuilco, se abre la historia de México como una herida, escribió Gastón García Cantú con lucidez. Sus ancestros, dijo su biógrafo John Womack, llevaban en sus huesos la historia de México, aunque sabemos que sus ojos buscaron arreglar el mundo moderno. También podríamos estar de acuerdo con Luis Cardoza y Aragón, quien afirmó que con el Plan de Ayala nació el siglo XX y que el “brusco poema de Zapata” convive armónicamente con los versos de Ramón López Velarde —quien lo combatió—, lo mismo que Sor Juana puede estar junto a Pancho Villa.
Pero hay una calidad más, y es la que le agradecemos las generaciones siguientes: Zapata fue quien le dio el carácter de reforma social a la Revolución Mexicana. Lo que pudo haber sido un sordo conflicto de posturas políticas, o el simple reajuste de las leyes del mediodía decimonónico, o la pura cifra de rebeliones populares en el torbellino de un país convulsionado, resultó en un episodio épico que comenzó en 1911 y terminó en 1920: fue el instante de invención de la reforma social, del principio de esperanza como práctica.Esa idea simple, la del bienestar para todos, haría la diferencia, hasta nuestros días, entre unos protagonistas y otros, y entre el acto de gobernar y el arte de gobernar.
Para Zapata gobernar no fue fácil. De hecho, fue su némesis. En el confuso contexto de 1913 a 1916, Zapata tuvo que dictar disposiciones del poder ejecutivo regional.
Entre sus preocupaciones estaba la de rehabilitar la economía de su geografía, que pasó del orgullo del progreso de los hacendados porfirianos al trueque y a la recolección de las sociedades elementales, arcaicas; en apenas unos meses en 1913, la moneda desapareció, junto con su utilidad y valor de cambiario. Zapata aceptó —y en su caso dispuso— la emisión de billetes y la utilización de la plata de las minas guerrerenses y del Estado de México para acuñar monedas. En otras áreas, se ensayó la emisión de monedas de barro y recortes de papel con apenas un sello. Vale destacar que sus hombres lo hicieron con la pulcritud a que la urgencia y los recursos les permitían, no sin sentido de la estética y del simbolismo. Siempre, eso sí, con el lema imperdible del zapatismo: “Reforma, Libertad, Justicia y Ley”. Paralelamente, e inútilmente, echó a andar las modernas haciendas azucareras, que debían vender alcohol y piloncillo para hacerse de dinero.
Las utopías, grandes productoras de documentos, en realidad dejan pocas huellas materiales. Tal sucedió con la que encabezó Zapata. Apenas algunos vestigios. Pero su paso sí cambió la geografía. Posibilitó la existencia de pueblos y comunidades con personalidad legal; abrió el camino a la reivindicación de los derechos indígenas, reabrió expedientes judiciales que habían dormido desde el siglo XVIII en gavetas y escritorios de los tribunales. Se trata de la prueba, pequeña pero contundente, de una utopía campesina que se esforzó en los horizontes desconocidos de la economía y del cambio social: dan fe de los esfuerzos por amueblar su mundo como un mundo justo.